Tuve
la sensación de que aquel día iba empezando al revés, pero vayamos
por partes.
Era
un martes por la mañana de finales de agosto, hacia las ocho me
despertó el gorjeo de los pájaros. Habíamos abierto de par en par
la ventana, por el bochorno raro que hacía en el campo; me levanté intentando rescatar el sueño disparatado que aquel amanecer había
rondado por mi cabeza; en lugar de desayunar, quien sabe por qué,
decidí ir al mercado del pueblo a comprar fruta y hortalizas, pues
recordaba que había un puesto donde vendían verdura fresca de la
comarca. Estaba contenta pues, además de la fruta del mercado también
iba a llevarme a casa los higos que nos había regalado un amigo,
tras una tarde de recolecta. Coger el coche y salir temprano del
pueblo hacia la ciudad, fue una cosa infrecuente, pero el hecho de
que mi marido hiciera en sentido contrario la ruta de siempre en
bicicleta, aún lo fue más.
Generalmente
salíamos del pueblo para regresar a nuestro hogar los domingos por
la tarde o por la noche, después de arreglar y cerrar la casa de
campo y dejarlo todo listo; casi siempre cuando llegábamos a la
ciudad ya era de noche.
A
veces, en los fines de semana que hacía buen tiempo, ni demasiado
frío, ni demasiado calor, él se animaba a ir en bici al pueblo, que
está a unos sesenta kilómetros de la ciudad. En ese caso yo solía
salir un poco más tarde en coche con todos los trastos. La carretera
sube hasta un puerto de montaña de unos mil metros de altitud, luego
baja hacia el valle donde corre el río; es un itinerario bastante
agotador en bici, pero a él le daba mucha satisfacción hacerlo.
Volvamos
a aquel martes por la mañana, mientras él pedaleaba, subiendo la
primera cuesta, lo adelanté y lo saludé, mientras lo hacía tuve
la sensación placentera de que íbamos ambos en una dirección
inusual.
Por
la carretera pasaban pocos coches, sin embargo había más tráfico
en el carril opuesto, por eso pude mirar el paisaje con detenimiento,
escuchar la radio y deleitarme, conduciendo, cosa muy extraña en
mí.
Escuché
un programa radiofónico en el que se hablaba de cómo aprovechar
bien la vida, el secreto, decían, era agradecer y apreciar todo lo
que teníamos aunque fueran pequeñas cosas.
Pensaba
en todo ello cuando me llegó la imagen del sueño: un hombre de
espaldas, quien lleva un traje azul marino y que está entrando en un
cuarto muy amplio. Baja los peldaños de unas escaleras de madera,
con una mano se apoya en la barandilla, con la otra agarra
algo que yo no puedo distinguir, como si tuviera miedo de que se lo
fueran a quitar. Luego lo voy perdiendo de vista mientras se adentra
en la habitación de paredes blancas donde sólo hay un colchón por el
suelo. Luego alguien abre la puerta del fondo y veo una calle
cubierta de agua. Unos niños, mi hijo y unos amigos, chapotean y
juegan a balón, como si fuera una piscina. Oigo la voz de mi hija
que me llama para que haga gimnasia con ella. Luego anochece, aparece la luna, todos
desaparecen, yo no sé que hacer, si quedarme o marcharme, siento un poco de ansiedad porque aún he sacado el billete de avión.
Al
llegar cerca de casa divisé nuestra calle despejada de coches, eso
también me pareció raro, luego caí en la cuenta de que, con el
calor que hacía, seguro que muchas familias habían aprovechado los
últimos días de vacaciones quedándose en la playa, antes de que
los niños empezaran la escuela.
Mientras
aparcaba el coche a dos manzanas de casa, bajo la sombra de unos
árboles, divisé a la señora Frida, una vecina de casa, quien en
verano salía poco porque sufría de corazón. Caminaba hacia mí,
era una cosa inhabitual, pues ella siempre iba a dar un paseo corto para no cansarse y nunca se desplazaba hasta aquella plaza.
Me
saludó y en seguida dijo sonriendo que aquella mañana se sentía bien y que además estaba contenta porque era martes,
yo recordé que los martes y los jueves la chica de los servicios
sociales le daba una mano.
-
Me encanta que me mimen, nunca me he podido permitir una asistenta,
ahora que tengo ochenta y cinco años ha llegado el momento de que
alguien limpie por mí, siguió diciéndome.
-
Me alegro que te encuentres bien. Dichosa tú que tienes una chica
que te lo hace todo. ¡Qué te vaya bien la vueltecita! le dije yo,
besándola en cada mejilla.
Al
abrir la puerta del piso noté una ráfaga de aire caliente que casi
me ahogaba, abrí las ventanas que dan al patio interior e hice pasar
un poco de corriente.
Deshice
la maleta y las bolsas amarillas. Saqué del fondo de una de ellas
los higos del día anterior, estaban un poco macados.
-
Tengo que hacer una tarta para que no se desperdicien, me dije.
Abrí
la despensa y noté que no tenía harina, pero detrás del paquete
azúcar encontré otro de harina integral, que había comprado para
hacer pan y que nunca lo había hecho.
-
Puestos a hacer cosas raras, voy a preparar un pastel de higos con
harina negra.
Mientras
preparaba la masa con azúcar, levadura, huevos y leche de soja, oí
el sonido que hacen los mensajes del móvil cuando llegan.
Era
mi amiga Marga quien me hablaba su marido:
Victor
ha comprado dos peines nuevos, pero ninguno le gusta, prefiere el de
siempre, a pesar de que le falten algunas púas, no lo quiere cambiar. Te lo digo para que sepas lo importante que fue que se lo devolvieras.
Leyendo
aquel mensaje, sonreí y en seguida se me apareció la imagen del
sueño y caí en la cuenta de que el hombre que bajaba por las
escaleras, quizás llevara un peine en la mano y fuera Victor. Luego
pensé en las palabras del locutor de la radio, y me dije que a sus
consejos yo podía añadir otro:
A
veces las pequeñas cosas de la vida se aprecian más si se hacen al
revés.
PS:
para los que no leyeron la historia del peine perdido,
aquí la tienen
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