Viajar
es como abrir una puerta hacia el mundo, se van conociendo nuevas
personas, lugares, costumbres, comidas, melodías y mucho más; la
vida luego nos parece más llevadera. Frida recordaba haber leído
esas frases en algún libro. Eran palabras
sabias, sin embargo ella estaba segura de que cada cual tenía su
propio concepto de viaje y por consiguiente alcanzar bienestar,
cuando uno se trasladaba por aire, mar o tierra, dependía de tantas
cosas.
Esos
pensamientos bailaban por su cabeza aquella tarde, sentada en el sofá
mientras leía una novela de un joven escritor americano, donde el
personaje principal, Jonathan, cuya familia hebrea había huido de
Ucrania a causa de la guerra, emprendía un azaroso recorrido en
furgoneta por la tierra de sus antepasados. Sus dos compañeros de
viaje eran muy raros: el abuelo, quien hacía de chófer, estaba medio
ciego, su nieto, el narrador de aquellas hazañas, y una perrita
que olía fatal. Iban en busca de la mujer que quizás salvó de los
nazi al abuelo de Jonathan. El único indicio que tenían era una
fotografía antigua, donde detrás alguien había escrito un nombre
de mujer y el de una aldea, que no estaba señalada en los mapas.
A
menudo por la tarde Frida estaba sola y se recreaba a sus anchas. Los
hijos, ya mayores, volvían a la hora de cenar y su marido también
paraba poco por casa, pues su trabajo le absorbía mucho.
Se dirigió hacia la ventana, vio que lloviznaba y sin darse cuenta
sus labios pronunciaron la primera estrofa de una poesía de Antonio
Machado:
Son
de abril las aguas mil
sopla
el viento achubascado
y
entre nublado y nublado
hay
trozos de cielo añil.
En
aquel instante por su cabeza pasó un revoltijo de recuerdos:
Se
vio de pequeña sentada en un pupitre, llevaba uniforme,
calcetines largos hasta las rodillas, una falda plisada y un jersey
de lana, todo ello de color azul marino. La maestra les hacía
recitar aquella poesía con una cantilena melancólica. A Frida le
costaba mucho aprender las cosas de memoria, sin embargo aquella
estrofa le gustaba tanto que se le quedó grabada.
Se
volvió a sentar en el sofá, siguió leyendo las aventuras trágicas
y grotescas de aquel viaje estrafalario por tierras de Ucrania,
poco a poco le llegaron lo olores densos de aquella furgoneta que se
le mezclaron con la fragancia de naranja de sus viajes de antaño:
Se
le aparecieron unas piernas delgadas que, mientas iban entrecruzándose
lentamente, primero una rodilla y luego la otra, movían unos zapatos
marrones, los cuales dejaban ver las suelas donde había una marca de
goma verde con un gorila. En el asiento de al lado había una bolsa
con un bocadillo y dos naranjas. Su tez iba volviéndose cada vez más
blanca. Apoyando la frente en el cristal frío de la ventanilla,
para aliviar su malestar, se entretenía mirando las gotas de lluvia
que se deslizaban por los cristales.
Aún
recordaba lo mal que lo pasaba vomitando en una bolsa de plástico
sentada en la primera fila del autocar, mientras los demás niños
cantaban.
Iba
a casi todas las excursiones que organizaba la escuela o una
sociedad recreativa del pueblo, porque quería ver otros lugares,
a pesar de que supiera que se iba a marear como una sopa.
Con
sus padres nunca fue de viaje, pues ellos empezaron a salir del
pueblo, cuando Frida y sus hermanos fueron mayorcitos. A medida que
pasaba el tiempo iban haciendo rutas más largas y pocos años
antes de jubilarse incluso se apuntaron a un crucero por el
Mediterráneo. Ni sus padres jamás se habían imaginado viajar con
hijos adolescentes, ni a Frida se ocurrió nunca la posibilidad de
hacerlo con ellos.
-
Sólo creciendo empecé a apreciar eso que dicen, de que viajando uno
aprende mucho, se dijo pensando en la primera vez que salió de España con su amiga Magda.
Frida y Magda, se conocieron en la facultad Biología, el primer día de
curso. A las dos les había tocado el turno de tardes y ambas
hubieran querido ir de mañanas, pues eran madrugadoras. Al cabo de
unos meses Frida se fue con su maleta al piso Magda, quien vivía con
su hermana y una amiga. Había una cama libre en el cuarto de Magda,
pues una chica que vivía con ellas había vuelto al pueblo.
Frida se fue contenta al piso de estudiantes y enseguida se adaptó al
ritmo de sus compañeras, quizás porque ya estaba acostumbrada a
compartir habitación, primero con su hermana y luego con las demás
compañeras del colegio mayor donde se alojaba. Frida y Magda se
hicieron amigas estudiando juntas, cuchicheando y riendo flojo para
no despertar a una de las compañeras de piso, quien hacía
prácticas de enfermería y tenía que dormir de día al hacer
guardias de noches.
Las
dos eran inexpertas en temas de amores, sin embargo eran
extrovertidas, curiosas y deseaban conocer a gente nueva.
Por Semana Santa decidieron
irse de viaje juntas. Cogieron un autobús que iba
directo de Barcelona a París.
Frida se pasó largo rato pegada en el cristal de la ventana al cruzar la
frontera francesa, pues tuvieron que esperar un montón a que
controlaran los pasaportes. Ella se entretuvo mirando las gotas de
lluvia que caían y pronunciando en voz baja la única estrofa que
sabía de memoria. Cuando finalmente el autocar se puso en marcha
tuvo una decepción, al ver que aquel país vecino era igual que
el suyo: el mismo paisaje, las mismas casas e incluso sus habitantes
tenían rasgos muy parecidos a los de la gente de su tierra.
Frida se acomodó cerca del conductor, y para
no marearse miraba siempre hacia adelante. Pasaron muchas horas
sentadas en asientos incómodos, comiendo bocadillos y pelando
naranjas.
Hacía
algunos meses que ella soñaba con enamorarse. Antes de ir a vivir al
piso de estudiantes, no le importaba no tener pareja, pero en
aquella época no sabía lo que le ocurría, no es que quisiera tener
novio formal, lo que anhelaba era conocer el mundo de la
sexualidad.
Se
lo pasaron bien a su manera, pero al no disponer de mucho dinero,
prefirieron gastarlo en entradas de museos y monumentos. Cada día
para comer compraban una barra de pan, se sentaban en un banco de un parque y abrían una lata de atún o de sardinas.
Les
encantó ver París, sobre todo pasear por las calles del barrio latino. Se
alojaban cerca de la plaza de la Bastilla, eso les permitió ir
andando por todas partes. Por la noche comían algo en un lugar barato y se acostaban temprano de lo rendidas que estaban. Una tarde en una
plaza conocieron a dos chicos franceses, bien plantados. Al
principio les parecieron simpáticos y agradables. Hablaron un
rato con ellos y luego fueron juntos a tomar una bebida. Poco a
poco fueron descubriendo que los chicos eran engreídos y
que carecían de cultura, sobre todo cuando el más espabilado dijo:
-
Los españoles sois alegres pero falsos, sin embargo aún son
peores los italianos, porque son los mayores cantamañanas y
charlatanes que hay sobre la tierra.
-
¿Por qué odiarán tanto a los italianos? Se preguntó Frida.
Las
tonterías que dijeron aquellos chicos parisinos fueron otra
decepción para ella y enseguida le dijo a su amiga:
-
Vayámonos, esos dos son unos fanfarrones.
Quien
le iba a decir, sentada en el autobús de vuelta hacia Barcelona que
unos meses más tarde se iba a enamorar de un chico italiano.
Frida se levantó del sofá y fue a la cocina para preparase una taza de
té.
Mientras
sorbía despacio la infusión pensó en el viaje itinerante,
por el Norte de Italia, que habían hecho en coche con su marido pocas semanas atrás. Recordó, que a media tarde él le
dijo:
-
Ahora nos pararemos en Sabbioneta, una ciudad
amurallada
totalmente
nueva, dibujada según la visión funcional y moderna del
Renacimiento. Estoy seguro de que te va a encantar.
Luego
pensó en lo que les había ocurrido al llegar a Mantova. Dejaron
el coche en un aparcamiento cerca de las viejas murallas y se fueron
andando hacia el hotel. Estaba anocheciendo, por los callejones había poca gente,
pero ellos enseguida apreciaron la belleza de la ciudad. En la
recepción del hostal les dijeron que no había ninguna reserva a
nombre suyo.
-
Madre mía ¿Y ahora qué hacemos? Dijo Frida.
Comprobaron
que había habido un fallo en el sistema automático por lo que su
reserva estaba registrada para el mes siguiente.
Los
dos, con la maleta a cuestas, fueron yendo a todos los hoteles de
la zona y llamando a los turismos rurales más cercanos, pero la
ciudad durante aquel fin de semana estaba tan abarrotada de
forasteros que no lograron encontrar habitación libre.
-
Dormiremos en el coche, se dijeron.
Frida
se sentía tranquila junto a su marido, no se había desesperado, al
contrario, pensaba que las adversidades hacían parte del viaje.
Un
empleado de un pequeño hotel fue muy amable con ellos, fue él
quien les contó muchas cosas de la ciudad mientras seguía ayudándoles a
buscar hospedaje y el que a las nueve de la noche halló un cuarto libre.
-
¡Qué suerte que tuvimos! Se dijo Frida sonriendo.
Cuando
se desvanecieron aquellos los recuerdos, cogió de nuevo el libro y antes de abrirlo pensó en las vueltas que había
dado su vida desde que decidió trasladarse a Florencia y luego casarse
con aquel chico italiano que conoció por azar en Barcelona.
Estaba contenta de seguir viviendo con él en Toscana, donde la
mayor parte de la gente era amable, alegre y de fiar.
Miró
por la ventana, aún seguía lloviendo.