Era el 28 de julio, normalmente es una de las fechas más calurosas del verano,
en cambio aquel día bajar del avión quiso decir volver al otoño; pisando de nuevo mi
tierra natal también significaba volver al pasado. Era una tarde gris y estaba
a punto de llover.
El
vuelo había sido muy movido en el buen sentido de la palabra, a causa de
las numerosas turbulencias.
Los
pasajeros no podíamos levantarnos de las butacas, donde teníamos
que permanecer con los cinturones abrochados. Las azafatas con el
carrito de las bebidas intentaban pasar, sin embargo de vez en cuando
desistían y volvían deprisa hacia atrás.
Sentía
que podía pasar algo pero en lugar de tener miedo me dije a mí
misma para animarme: la muerte rápida es siempre mejor que un
largo sufrimiento.
Tan
pronto dejamos atrás el centro de la tormenta pude concentrarme en el
libro que estaba leyendo, sin darme cuenta cerré los ojos y me
quedé dormida.
Me
despertó la voz del comandante que nos decía que íbamos a
aterrizar. Me fijé que volábamos a través de una capa de nubes
muy bajas. Tocamos tierra un poco más tarde de la hora prevista,
con lo cual perdí el autobús que iba a un pueblo de la costa
cercano al mio, por lo que tuve que esperar más de una hora. Lentamente y
saboreando aquel tiempo en el que no tenía ningún quehacer me
dirigí a la estación de autobuses ubicada al lado del aeropuerto.
Miré
el reloj de la fachada principal de la estación: era la una y media
de la tarde. Me senté en un banco y comí con gusto el bocadillo
que me había preparado en casa antes de salir.
Masticaba
despacio aquel pan, con tomate y queso pecorino tan
rico, mirando a los chicos y chicas que subían al autobús para
Barcelona.
El
bullicio duró poco pues la mayor parte de los jóvenes se había marchado
a la ciudad condal. Solo algunos de ellos iban a esperar el coche para a la costa. Me quedé
quieta mirando las idas y venidas, escuchando las voces chillonas y
oliendo el aroma del aire cargado de humedad. Hasta que oí una voz
detrás de mí que me preguntaba algo en inglés.
Era
uno de los tres chicos, que más tarde descubrí que procedían de
Pistoia, una pequeña ciudad toscana llena de historia y de belleza
artística, quien deseaba saber dónde estaba situado su hotel que habían
encontrado a través de Internet.
Yo
le dije en su idioma que no lo sabía pero que yo se lo podía preguntar
al conductor, quien dormitaba dentro del vehículo, para esperar a
hora de salida.
El
chófer era afable y hablador. Era gracioso oirle hablar con su acento de las
Canarias. Les dijo a los jóvenes que su hotel estaba en el centro y
ellos se tranquilizaron.
El
conductor empezó a hablar conmigo y me contó que al llegar a
Cataluña tuvo que adaptarse a otro clima y a otra forma de conducir. El primer año que trabajaba le cogió la gran nevada de mayo y lo pasó muy mal por
la carretera.
Subimos
al autobús mientras empezaba a llover.
El
canario me habló de política, de economía y de los problemas
laborales que sufría el país durante todo el viaje, como si
estuviéramos solos alrededor de una mesa. El hecho de que yo
estuviera recreada en la primera fila y que los pocos
pasajeros estuvieran sentados en la parte trasera del vehículo hizo que tuviera
lugar aquella tertulia. Cayó tanta agua que parecía que
estuviéramos en otro país y en otra estación del año. La visibilidad no era muy buena por lo
que el chófer iba conduciendo despacio y con prudencia. Aquel
aguacero podía hacer desbordar algún riachuelo, pensé por mis
adentros, pero no se lo dije al canario, pues lo veía risueño y no
quería echar a perder aquella charla tan amena.
Llegamos
a una gran población, la más importante de la zona por el gran número de
turistas que cada verano iban a pasar sus vacaciones, justo para
coger el autobús que me iba a llevar a la estación de ferrocarriles.
Me
despedí del conductor, quien por sus suaves palabras daba a entender que no
temía los chubascos de verano.
-
Parece un diluvio pero estoy seguro que no va a durar mucho. A mí lo que me asusta es la nieve.
La
gente se guarecía como podía, toallas playeras que servían de
abrigo, sombreros de paja o sombrillas como paraguas. Era la vuelta
del otoño dentro del verano. Me puse un chaqueta que llevaba en una
maleta de mano y cogí el segundo autocar. Al caer
varias veces mi maleta grande, que apoyada en el suelo se iba
moviendo siguiendo las curvas, pude notar que la gente catalana
seguía siendo muy amable, pues dos chicas me ayudaron a recogerla.
Mis
hermanos, luego me lo dijeron, estaban preocupados por mí. Y yo por
suerte pasando de estación a estación no me había mojado mucho. Llegué
a mi pueblo en un momento en el que llovía menos.
No
me perdí de ánimos y guareciéndome bajo
los tejados de las casas llegué sana y salva a casa de mis padres.
Llamé
a mis hermanos para que estuvieran tranquilos y en seguida abrí
todas las ventanas, pues al estar la casa cerrada todo el invierno parecía una tumba.
Mi
hermana había puesto en marcha la lavadora, con sábanas y colchas
que habían servido para cubrir los muebles. A mi llegada pude notar
que la lavadora había dejado de funcionar sin haber terminado el programa:
- ¡Qué raro! me dije y sin pensarlo dos veces apreté el botón para que terminara el lavado. Luego puse un poco de pan en el tostador, para poder comer algo junto a una taza de té.
- ¡Qué raro! me dije y sin pensarlo dos veces apreté el botón para que terminara el lavado. Luego puse un poco de pan en el tostador, para poder comer algo junto a una taza de té.
Para
sentirme menos sola puse la televisión que estaba en el comedor. Mientras
intentaba conectar un canal olí a quemado y oí un
ruido como si fuera un lamento. Tuve un poco de miedo y me fui
corriendo hacia la cocina.
Había
mucho humo por las tostadas totalmente carbonizadas. Abrí de nuevo
todas las ventanas y me dirigí hacia el lavadero desde donde llegaba
aquel ruido extraño.
La
lavadora no podía con toda su alma, se movía lentamente como
apesadumbrada. El roce del bombo con algo hacía salir el ruido
peculiar que parecía casi humano.
Me
tranquilicé al apagar aquel aparato quejumbroso.
Salí
con un paraguas a comprar víveres. Las calles estaban desiertas.
Volví a casa empapada y tiritando de frío. Me puse ropa seca y preparé
judías tiernas con patatas, plato que mi madre guisaba a menudo en
verano.
Cené
con la radio puesta para que me diera calor y compañía.
Dormí
muy mal por el frío y por el ruido que hacían las puertas golpeando a causa del viento. Me
levanté de madrugada para cerrar las ventanas de toda la casa y al
volver de nuevo a la cama me sentí más tranquila.
El
segundo día amaneció gris y triste. Estuve en la biblioteca y en casa de mis hermanos con quienes charlé mucho rato. A veces pienso que es verdad lo que dice el refrán, no hay mal que
por bien no venga, que le gustaba tanto a mi padre, pues aquella
vuelta al otoño hizo que el tiempo fuera más lento y que pudiera leer mucho y disfrutar de mis hermanos.
Por
la noche miré en la tele una película que parecía interesante: era la historia
de una pareja que se mudaba a la casa de sus antepasados, donde por la noche se oían ruidos sospechosos y
pasaban cosas raras, como si hubieran fantasmas. Apagué la pantalla cuando la historia empezó a impresionarme.
- ¡Qué tonta que fui! ¿Por qué me puse a mirar aquella película estando sola ?
Aquella noche también dormí poco.
- ¡Qué tonta que fui! ¿Por qué me puse a mirar aquella película estando sola ?
Aquella noche también dormí poco.
Por
la mañana aún seguía lloviendo pero al atardecer escampó. Después
de cenar fui a pasear por el casco antiguo del pueblo y aquella noche por fin
dormí como un tronco en aquel cobijo donde habían vivido mis tatarabuelos a partir de
principios del siglo dieciocho.
Al
tercer día un sol maravilloso inundó la casa y entonces volver para
mi fue como me lo había imaginado siempre, una primavera dentro del verano:
abrir las ventanas de par en par, ir al mercado a comprar pescado,
fruta y verdura de temporada; admirar el color intenso del mar y
nadar en sus aguas; leer con la piel húmeda bajo la sombrilla
plantada en la arena gruesa; estar
echada en la playa mirando el movimiento de las olas y cerrar los
ojos sin darme cuenta, para despertar al cabo de pocos minutos y
decirme ¿me he dormido?; lamerme la piel que sabe a sal; ducharme
para sentirme guapa; preparar platos apetitosos en la vieja cocina
que fue de mi madre y por último cenar y hacer tertulia con
mis hermanos, primas y amigos en el patio recién pintado de blanco.
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