Aquella
tarde el equipo nacional jugaba un partido del campeonato Mundial
de fútbol. Eloisa no tenía ganas de quedarse en casa mirando la
tele con su marido e hijo , por eso decidió salir e ir a pasear por la
ciudad. Dejó la bicicleta en el garaje e se fue andando por el
casco antiguo sin ninguna meta.
Al
principio le pareció muy raro que hubiera tan poca gente por la
calle, luego cayó en la cuenta de que todo el mundo estaría viendo
el partido.
Había
uno que otro turista que ya iba retirándose al hotel o hacia el
autocar que los llevaría a otra ciudad donde harían noche. Algunos
dependientes habían salido al portal de las tiendas porque estaban un poco
aburridos sin nada que hacer.
Los
pasos de Eloisa resonaban por la calzada de aquellas calles estrechas
y por eso tan frescas en verano. Unos músicos ambulantes recogían
sus instrumentos para marcharse, viendo que no había público.
La
luz del ocaso iluminaba la parte baja de los edificios antiguos, que desde hacía
tantos siglos miraban inmóviles, casi a escondidas, a los
transeúntes que pasaban.
Eloisa,
andaba despacio, observando todos los detalles por eso le parecía
como si estuviera en otra ciudad.
- ¿Cuánta
gente habrá vivido, trabajado, reído, llorado, comido, bebido,
peleado y amado detrás de aquellas ventanas? ¿Cuántos chiquillos
habrán jugado o correteado por esas calles? ¿Cuántos niños
habrán nacido y cuántos viejecitos se habrán muerto en las camas de
las alcobas de aquellas casas? Se preguntaba.
- Somos
siempre las mismas personas, aunque nos vayamos relevando, hacemos,
siglo tras siglo, las mismas cosas, y siempre volvemos a los mismos
fallos. Se decía.
- ¡Nos
queremos tan poco a nosotros mismos!! Tememos siempre el juicio de
los demás. Por eso nos cuesta respetar a nuestros semejantes.
¿Qué nos pasa? Creo que muchos tenemos miedo de vivir y por
consiguiente de morir. Miedo de la vida y miedo de la muerte, ese
es el mal, acabó diciéndose Eloisa casi en voz alta mirando hacia
aquellas ventanas abiertas de par en par.
Las
campanadas de una iglesia cercana, que iban anunciando las ocho de la tarde, inundaron la calzada haciendo vibrar su piel como si una
corriente plácida y tibia la acariciara. Eso la sacó de sus pensamientos y un
bienestar inesperado la contagió.
Un mendigo que también se estaba marchando, mientras
arrinconaba unos carteles para el día siguiente, le sonrió.
El hombre, no era tan viejo como había parecido al principio debido a su indumentario y a su
cuerpo encorvado.
Cuando
se levantó él le dijo:
- ¡Buenas tardes!
Ella se quedó embobada mirando a aquel personaje que de pie mostraba un
porte distinguido. No olía del todo bien pero era educado y
tenía un no se qué de carismático.
- Me
llaman El astronauta y soy de Barcelona. Mire esas revistas. ¿Puede comprarme una?
- Las
editamos los locos y los vagabundos, los que no tenemos nada que
perder y muchas cosas que ofrecer a los demás. Por lo que se refiere a la imprenta nos ayuda una parroquia de la ciudad. Escribimos poesías
y relatos sobre nuestras vidas. Así ganamos un dinerito. Siguió diciendo.
- Puede
hablarme en catalán, porque yo también soy de su tierra. Me llamo Eloisa pero todo el mundo desde pequeña me llama Lisa, sin embargo ahora que tengo casi sesenta años empiezo a apreciar la belleza de mi nombre. Le dijo ella contenta de haberle contado aquella cosa que todavía no había dicho a nadie.
- Me
emociona pensar en Cataluña, hace mucho tiempo que me marché, me
gustaría volver, pero no puedo con toda mi alma. Dejé allí todo lo que tenía: mi primera esposa, a quien tanto quise; mi piso que pasó a manos de mi segunda mujer, quien tiempo atrás me había echado de nuestro hogar; mi trabajo como administrativo en una empresa, del que me despidieron; mi coche, donde dormí
durante muchos meses; mis amigos, quienes querían prestarme dinero,
que por orgullo no acepté; mi madre, a quien no
tuve el valor para decirle que había tocado el fondo. Dicho esto se mantuvo callado unos segundos mientras se apoyaba con las manos en la pared.
- Encontré por casualidad hace unos meses a un conocido de Barcelona, quien me dijo
que mi madre todavía estaba viva y que la cuidaba una señora de
fiar. Le escribí a ella una carta prometiéndole que iría a verla y se la
di al señor de Barcelona, pero no se si le habrá llegado. Quisiera volver, sin
embargo algo en mi interior no me deja que huya del mundo donde me he
refugiado durante todos esos años.
- Si
quiere cuando yo regrese a Barcelona puedo ir a ver a su madre para
decirle que usted está bien. Le dijo sonriendo Lisa.
- Vagabundeando
por el mundo se abandona el pasado, se aprende a vivir el presente, se acepta sin rechistar lo que va llegando y se
pierde el miedo que todos tenemos de morir.
Ahora tengo que irme,
mañana le voy a dar las señas de mi madre. Venga aquí a la misma
hora, la estaré esperando. ¡No se olvide de comprarme la revista! Lo dijo dibujando una sonrisa en su boca pequeña que
iluminó su rostro aguileño y sus ojos negros, que antes parecían apagados,
empezaron a destellar.
- Vale,
deme una, aquí tiene unas monedas. Entonces hasta mañana, volveré a la
misma hora. Adiós. Las últimas frases se las dijo de prisa, como hacía siempre cuando hablaba catalán.
Eloisa se fue
andando hacia una tienda de óptica, para mirar monturas, pues hacía unos días que
había caído en la cuenta de que necesitaba cambiar las gafas para
observar mejor los detalles.
Mirando
a través del cristal del escaparate vio el reflejo del Astronauta
quien iba moviéndose despacio por la acera. Sintió por él un poca de pena mezclada con mucha veneración.
- ¿Por qué siento admiración por ese pobre hombre que no logra ni ir a ver a su madre? Se preguntó Eloisa.
- Será porque el Astronauta ha
ido aprendiendo a aceptar lo bueno y lo malo de toda la vida y no le tiene miedo a la muerte. Mientras pensaba eso desde una de ventanas abiertas salió un grito: ¡Gol!