giovedì 2 ottobre 2025

Patatas

 


Son las siete de la tarde y estoy sentada en la mesa de la cocina. Acabo de pelar cuatro patatas para hacer una tortilla; las he cortado finas, depositado en una sartén con aceite y cubiertas con una tapadera. Tengo que esperar un rato para que estén en su punto; mientras tanto, leo un libro. No me he lavado las manos y de vez en cuando huelo las yemas de mis dedos para sentir el olor de las patatas.

Vivo en un apartamento de una ciudad italiana y no tengo muchas oportunidades para oler los aromas de las plantas del huerto. Por eso, cuando cocino, acerco a mi nariz tomates, judías, lechugas y patatas, que eran la mayor parte de las hortalizas que cultivaban mis padres en los años sesenta. Y como me llegan, como destellos, recuerdos de mi infancia.


Mi familia era campesina de muchas generaciones. Vivíamos en Malgrat, un pueblo de El Maresme, en la costa noreste catalana. Mis tatarabuelos poseían un pedazo de tierra a la vera del río Tordera, a pocos pasos de la playa. La zona, llamada Pla de Grau, era una llanura fértil; sin embargo, hoy día, en ella ha dejado de florecer la agricultura, para transformarse en un área turística e industrial. Actualmente, en el pueblo sobreviven solo una decena de agricultores, y pensar que, a caballo de los años sesenta y setenta, eran centenares las familias que vivían de los productos de la tierra.

De niña escuchaba a los mayores que se lamentaban de los peligros que acechaban a las cosechas. Mi abuelo nos repetía cada vez que caía un fuerte aguacero que cuando él era joven las lluvias torrenciales, y con ellas el desbordamiento del río, habían podrido las raíces de las patateras. En cambio, mi padre, cuando pasábamos por la carretera de la playa, nos contaba que, a causa de las grandes cantidades de arena que los constructores habían sacado del lecho del río para edificar nuevas viviendas, el mar había avanzado y se había comido casi toda la playa y una noche de borrasca el agua salada había llegado a los campos y secado las matas sembradas; luego sonreía de satisfacción y nos decía:

Yo luché y conseguí que el mar no llegara más a nuestras tierras. La vida es una lucha, no lo olvidéis nunca.

Se le notaba que estaba orgulloso de haber fundado un comité con otros campesinos y hoteleros de la zona, y logrado que el alcalde los escuchara y fueran colocadas rocas en la playa para defender el litoral de las tempestades.

Ambas amenazas eran devastadoras, pero, por suerte, poco frecuentes. Sin embargo, cada año en primavera, mis padres temían las heladas tardías que dañaban a las plantas más sensibles. Además, a finales de verano y principios de otoño, otra amenaza se cernía: las intensas granizadas que a su paso trituraban las hojas y la cosecha quedaba estropeada; en fin, el mundo estaba lleno de peligros, pensaba yo de pequeña.

La siembra de las patatas seguía un rito, que cada año se repetía. En otoño recolectaban una variedad de patata adecuada para la siembra, se depositaban en cajas bajas y anchas y se cubrían con unos sacos para que en la oscuridad sacaran brotes. De cada ojo salía un brote que daría lugar a una planta nueva, ¡un milagro! Era importante que los tubérculos durante todo el invierno no se expusieran a la luz, pues si enverdecían producían solanina, que es una toxina peligrosa.

Para la siembra había que esperar que hubiera pasado el riesgo de heladas. Entre finales de febrero y principios de marzo, comenzaba otro ritual: mi padre sacaba los tubérculos de su letargo y, con la ayuda de mi madre y otros trabajadores, los partían. Era importante usar un cuchillo afilado, pero no demasiado para no hacerse daño. Lo hacían sentados en corro y, mientras las dividían en dos o cuatro pedazos, cada uno con un brote, charlaban y reían, siempre con la radio encendida. Los pequeños correteábamos a su alrededor. La campaña de la siembra de patatas era muy importante para las ganancias de las familias campesinas. Mis padres esperaban que la recolecta fuera buena, como la de los años anteriores. Pero siempre había un percance que provocaba un bajón en el precio y de nuevo todos se quejaban. Sin embargo, cada año volvían a sembrar patatas.

Cuando mi esposo y yo íbamos a ver a mis padres en coche, nos regalaban un saco de patatas. No podían imaginarse a su hija en un país lejano, sin las patatas de El Maresme. Mi padre dejó de cultivarlas cuando se enfermó a los noventa años.


Me levanto y veo que la patatas estaban hechas,  las saco de la sartén y las añado a los huevo batidos en un cuenco. Miro la bandeja repleta de patatas que tenemos encima de la nevera, me doy cuenta de que siempre está llena; sin patatas no puedo vivir. Las considero una fuente de bienestar. Cuando llegué a  Firenze, me acostumbré a la comida italiana que es deliciosa. Sin embargo, siendo estudiantes y con pocos recursos, comíamos exclusivamente pasta al pomodoro, pero de vez en cuando yo guisaba patatas  Tenía pocas nociones de cocina y las hacía hervidas con verdura, pero poco a poco fui aprendiendo más recetas: guisadas, fritas, en puré o asadas al horno.

Han pasado muchos años de ello, pero yo sigo añorando las patatas del Pla de Grau y, cuando me duele la barriga a causa de un virus intestinal o de alguna bacteria, solamente deseo comer patatas hervidas con un poco de aceite de oliva. Ellas me curan de cualquier malestar. ¡Qué vivan las patatas!