sabato 27 settembre 2025

Volver


Eran los últimos días de verano de 1975 cuando Antonio sacó dos pasajes para Buenos Aires. Era un hombre decidido y ambicioso. Marina era muy joven y le costó poco dejarse convencer. Su padre se enfureció y le gritó que no quería verla nunca más si se fugaba con aquel cantamañanas. El veintinueve de septiembre, fue a la estación y cogió el tren con Antonio para ir a Barcelona. En el puerto se paró a mitad de la escalera del buque y dudó; sin embargo, respiró hondo y se embarcó.

Los años pasaron rápidamente y Marina se ocupó con ahínco de todas las cosas buenas y malas que se le iban presentando: la carrera universitaria, la búsqueda de un trabajo y de vivienda, el nacimiento y la crianza de los hijos, la prosperidad de la empresa y su quiebra, las dificultades económicas, las desavenencias conyugales, y por último, la enfermedad y la muerte de Antonio.

Cuando cumplió sesenta y cinco años, decidió volver. Esperó unos meses a que terminara el confinamiento y sacaran las medidas de seguridad contra la epidemia de coronavirus. A mitades de abril de 2021 salió de Buenos Aires. El vuelo no se le hizo pesado, pues tuvo la suerte de que a su lado no se sentara nadie. Ella ocupó el asiento del pasillo, aunque le gustara más el de la ventanilla, lo escogió para sentirse más libre de moverse. Tomó una de las pastillas que había comprado en la herboristería y pudo dormir casi siete horas a sus anchas. Luego se levantó para estirar las piernas y fue al baño y, entre la comida que la azafata le trajo en una bandeja y la lectura de un libro, se entretuvo bastante. Habló bien poco con los viajeros de su alrededor. Solo con una señora anciana que le contó que iba a visitar a su hijo que vivía en Barcelona.

¡Cuánto le hubiera gustado que su madre hubiera ido a verla a Buenos Aires! Pensó.

En el aeropuerto de Barcelona, cogió un taxi hasta la estación de Sants y allí tomó el primer tren de cercanías para la costa de El Maresme. Siempre se sentaba, a ser posible, en un asiento de ventanilla y de dirección a la máquina. Mirando el mar, meditó sobre lo que, hacía tantos años, había dejado atrás: sus padres, que ya habían fallecido, su hermana y la mansión.

A medida que el tren iba acercándose al pueblo, empezó a sentir un ligero malestar que se transformó en un fuerte dolor en el pecho. Para relajarse se imaginó entrando en la mansión: puso una llave en la cerradura del portalón de madera maciza y con otra abrió la puerta blanca con bajo relieves floreados y contempló el dintel de cristales de colores y las jambas de azulejos geométricos; recorrió el pasillo de la planta baja con las artísticas decoraciones de cerámica, y miró hacia el hueco de la escalera monumental para admirar la franja de imágenes de cenefa romana de las paredes y la luz que penetraba por la magnífica claraboya modernista de vidrios de colores. Entró en el despacho, en el comedor, en el inmenso salón, en la salita y en la cocina. En la galería, entreabrió la puerta acristalada que daba al jardín y le llegó el olor de los rosales y de las hortensias floridas.

El tren arrancó y un nuevo pasajero entró en el compartimento. Un muchacho rubio, de unos cuarenta años, con a cuestas una voluminosa mochila, se sentó a su lado y cerró los ojos.

El alemán huele a sudor y su cara está enrojecida. ¿Quién sabe cuántas horas ha caminado bajo el sol? Pensó.

Marina recordaba que se les llamaba alemanes a todos los extranjeros rubios, al ser los primeros veraneantes que llegaron a los pueblos de la costa.

El tren iba parándose en las innumerables estaciones, donde bajaba más gente de la que subía. Los pueblos pasaban rápidamente al otro lado de la ventanilla, el alemán seguía durmiendo y Marina respiró hondo; le faltaba un apeadero para bajar y no quería perderse la emoción de la llegada. Siguió unos minutos sin dejar de observar al muchacho y se dio cuenta de que hacía siglos que no miraba a un hombre de aquella manera. Le pareció atractivo, y sin darse cuenta, se recompuso el peinado con las manos, de forma coqueta. Luego se fijó en las dos mujeres que acababan de subir y que se sentaron en su compartimento. Parecían hermanas.

Per sort hem recuperat la nostra casa. Espero que no hagi perdut la seva essència, dijo la flaca.

Aquella conversación sacudió a Marina y se alegró por las dos muchachas hubieran recuperado su vivienda.

La más joven y rechoncha, tardó en hablar y, haciendo una mueca y ladeando la cabeza, le contestó a la flaca:

No, les cases on hem viscut, per molt que les hagin canviat, conserven el nostre passat.

Marina estaba de acuerdo en que las casas, a pesar de los cambios, todavía conservan el pasado de quien ha vivido en ellas. Y le hubiera gustado exclamar:

Yo he perdido mi hogar y mi pasado.

No se atrevió a decir nada, pero antes de bajar del tren, ya había elaborado un plan minucioso para apoderarse de la mansión.

En el trascurso de cuarenta y cinco años, Marina no había visto crecer los pueblos al otro lado de la ventanilla, ni cómo se construían los grandes hoteles, piscinas, campings, centros acuáticos, urbanizaciones y apeaderos nuevos. Cuando la locomotora empezó a ralentizar para entrar en la estación de Malgrat, miró por última vez al alemán y se dispuso a bajar su maleta del portaequipajes.

Marina se asombró al descubrir la gran expansión hotelera y le dijo a una señora gorda que estaba en la plataforma e iba a bajar con ella:

Hace muchos años en esta llanura se cultivaban hortalizas; la tierra era fértil. ¡Qué pena que haya desaparecido la agricultura!

Sí, ya quedan pocos payeses. Aquí vivimos del turismo.

Iba ligera de equipaje y no le costó llegar al hotel que reservó desde Buenos Aires. La parte suroeste del municipio estaba llena de establecimientos hoteleros modernos, pero ella quiso alojarse en uno de la parte antigua, con vistas al mar.

Durante muchos años mantuvo correspondencia con su amiga Alicia y por ella se enteró de la boda de Mercedes, su hermana, con Luís y, más tarde, de la muerte de sus padres.

Alicia era el único enlace que tenía con el pueblo. Desde que se marchó se escribían largas cartas. Lo hacían en castellano, ya que ambas crecieron en la época franquista, en cuyas escuelas sólo se enseñaba la lengua oficial. Con el pasar de los años empezaron a usar correo electrónico. Lograron reencontrarse en Buenos Aires, en octubre de 2018, gracias a un intercambio de alumnos de bachillerato de los dos países. Fue Alicia quien tuvo la idea y quien se ocupó de todo. Ella presentó un proyecto al Instituto Cervantes que se ocupa de promover el idioma español y la cultura hispana a nivel internacional, y esto incluye también el fomento de la movilidad de estudiantes y profesores entre España e Iberoamérica. Alicia consiguió un vuelo para Buenos Aires a un precio accesible y participar a las clases y actividades didácticas del colegio argentino; en cambio, Marina fue postergando el viaje a España con sus estudiantes y tras una serie de complicaciones, entre las cuales la pandemia, fue anulado.

Los alumnos de Alicia se hospedaron en los hogares de los estudiantes argentinos y los padres se ocuparon de ellos. Alicia estuvo completamente libre de responsabilidades durante todo un fin de semana y Marina también, pues Antonio había ido a Río de la Plata para zanjar un asunto de trabajo. Marina fue a recoger a Marina al hotel donde se alojaba con Alicia con otros profesores. Las dos amigas se abrazaron y lloraron emocionadas varios minutos. Alicia se sonó la nariz para preguntarle:

¿Por qué no vuelves, Marina?

Me gustaría hacerlo. Llevo años pensándolo, pero desde que los médicos descubrieron la enfermedad incurable de Antonio, no me atrevo a dejarlo solo. Ni siquiera sé si podré participar al intercambio.

Primero, tendrías que volver tú sola.

Quizás el año que viene.

¿Y con Mercedes, qué?

He intentado varias veces ponerme en contacto con ella, pero nunca me ha contestado. Cuando oye mi voz, cuelga.

Marina seguía sufriendo por haber sido excluida, no sólo de los bienes materiales, sino también del derecho de ser hija y hermana. Con su padre nunca se llevó bien, al ser muy autoritario, pero a su madre no acababa de entenderla. ¿Por qué no la había apoyado cuando le dijo que se marchaba? ¿Por qué no quiso hablarle el día antes de su viaje? Ella desde siempre había sido una mujer frágil y remisa, pero en los últimos años en que Marina vivió en la mansión, algo le debió pasar y empezó a exagerar con calmantes y somníferos. Se encerró más en sí misma y se dejó dominar completamente por su esposo.

¡Pobre mamá! ¡Qué calvario fue su vida! Le comentó a Alicia, después de oír las funestas noticias de su familia.

A parte de Mercedes, ya no quedaba nadie en el pueblo de la famila Pons; tíos y primos, poco a poco fueron desapareciendo; algunos fallecieron, otros se mudaron a otra ciudad.

Mercedes tenía dos años menos que Marina y siempre fue muy celosa de ella. Cuando Marina, una noche de finales de verano, mientras estaban cenando, dio la noticia de que se iba a Argentina con Antonio, el señor Pons empezó a chillar:

Vete y no vuelvas. Nos deshonras. La gente del pueblo nos señalará por la calle y se burlará de nosotros; lo está deseando. Los mismos que hasta ayer te trataban de usted, hoy te llamarán puta, que es lo que eres.

No me ofendas papá; Antonio es mi novio y en Argentina nos casaremos.

Eres la deshonra de nuestra familia.

La hermana y la madre se quedaron calladas.

Mercedes, di algo. —Diles que me apoyas. —le chilló Marina —I tu, mare, no m’abandonis! —terminó la frase llorando.

La señora Pons se retiró a su habitación y Mercedes se escabulló con una excusa tonta. Dejaron a Marina sola con el cabeza de familia enfurecido. Sin embargo, ella supo defenderse, replicando que era mayor de edad y que podía actuar por su cuenta, sin pedirle permiso.

Te vas a arrepentir. —De mí no vas a sacar ni un duro más y te voy a desheredar —le dijo gritando y dando un portazo.

Ambas mujeres ya sabían lo del viaje a Argentina y le habían prometido a Marina que la iban a apoyar; sin embargo, a la hora de la verdad no tuvieron agallas para contradecir al tirano. Joaquina López Turró, a quien todos llamaban señora Pons, quería a su hija y, aunque lamentara que se fuera tan lejos, no vio nada de malo en ello. Pero no tuvo el valor para enfrentarse a su esposo, a quien temía, desde el día en que se casó con él. Mercedes, en cambio, se llevaba bien con su padre, pero se calló porque no quería complicaciones e implicarse en aquel asunto. La única cosa que en aquel momento le pasó por la cabeza fue la certeza de que, en cuanto su hermana se marchara, Luís, el hijo del farmacéutico, iba a ser suyo.

Dos días después, cuando Marina fue repudiada y desheredada por su padre, Joaquina y Mercedes tampoco hicieron nada para impedirlo.

El señor Emilio Pons no podía ver a Antonio, porque según él era demasiado cuentista, pero en realidad lo aborrecía porque no era catalán. Los abuelos de Antonio eran emigrantes murcianos que llegaron a Malgrat en 1911 para trabajar en las minas de hierro. Antonio nació en Calella, donde su padre consiguió emplearse en una fábrica textil. Sin embargo, durante la infancia y adolescencia, iba a menudo a casa de sus abuelos y fue jugador de fútbol del equipo municipal. Antonio era moreno, con ojos vivarachos que emanaban simpatía. Le gustaba ir arreglado, pero a Marina le parecía más atractivo cuando iba sin traje y corbata. Cuando empezó a trabajar, la astucia y la ambición le permitieron llegar lejos.