De pequeña, leyendo
en el remite de las cartas que mi madre escribía a una amiga suya
que vivía en Andorra y que me mandaba echarlas al buzón de correos,
aprendí la dirección de nuestra casa, calle
Ollers 29. Todavía no
entendía qué quería decir aquella palabra catalana. Más tarde
supe que significaba alfareros; sin embargo, me gustaba su sonido y
me daba confianza. Pensaba en que, pasara lo que pasara, siempre
podría regresar a mi calle, y que mi familia me recibiría con los
brazos abiertos.
Poco a poco se habían ido cerrando los
talleres de alfarería del pueblo y ya nadie pronunciaba la palabra
ollers.
En la escuela, los niños aprendimos la palabra en castellano; los
alfareros eran los que se dedicaban a cocer piezas de barro. Las
clases eran en castellano y nadie nos enseñó a escribir en lengua
catalana; sin embargo, los niños hablábamos en catalán en casa y
en la calle, al salir de la escuela. La dictadura franquista había
prohibido en todos los colegios de Cataluña, de
Galicia y del País Vasco
que tanto los maestros como los alumnos hablaran en su lengua
materna.
Cuando llegaba el buen tiempo, por la tarde después de
salir del colegio, jugaba con mis primas y con las niñas de mi vecindad en la calle o en el jardín
de mi tía Margarita que vivía muy cerca de nuestra casa. Un día,
tendría unos ocho o nueve años, mi compañera de pupitre,
Montserrat, a quien todos llamábamos Montse, me dijo que tenía una
cómoda llena de cuentos y cómics, que nosotros llamábamos tebeos.
A partir de ese momento lo que más deseé fue poder abrir los
cajones del mueble de Montse, llenos de libros.
Pero la casa de Montse, desgraciadamente, estaba al otro lado del
pueblo.
Los sábados, día dedicado a la limpieza del hogar, mi
madre nos dejaba jugar en la calle toda la tarde, así que aproveché
un sábado, alrededor de las dos, mientras mi hermana y yo
terminábamos de recoger la mesa, para pedirle a mi madre:
—¿Puedo
ir a jugar a casa de mi amiga Montse? Porque...,
Mi madre, sin
dejarme terminar la frase y sin apartarse del fregadero, donde lavaba
los platos, respondió:
— No. Está muy lejos. Quédate a
jugar enfrente de casa.
Le respondí que no me apetecía jugar
en la calle y que prefería ir a casa de tía Margarita.
—Puedes ir, pero vuelve antes de las seis, me contestó ella, de manera lacónica.
Salí
de casa y al llegar a la de mi tía, toqué el timbre, pero la
puerta no se abrió. Una vecina me dijo que mis tíos
habían ido con sus
hijas a otro pueblo, para el funeral de un
familiar lejano; en seguida pensé en la cómoda de mi amiga
Montse. Así que instintivamente eché a correr;
crucé el pueblo y al cabo de unos minutos llegué sin aliento
delante de la casa de mi amiga.
La familia de Montse estaba
terminando de almorzar y yo, después de pedir permiso a los
comensales, seguí a mi amiga que me acompañó hasta el trastero,
donde estaba el mueble lleno de libros.
—Empieza
a leer, hasta que yo
acabe de comer, me
dijo mientras me abría un cajón.
Tomé una colección de
cuentos con muchos dibujos; me acuerdo de
que doblaba las páginas lentamente para
saborear mejor aquel momento.
Todas aquellas historias iban
penetrando en mi cabeza y yo iba perdiendo la
noción del tiempo y del espacio y no dejé de leer, cuando mi
amiga llegó.
—Te he invitado para jugar y no para que leas tebeos todo el rato, me dijo Montse, levantando un poco la voz.
Pasó
un poco de tiempo
y Montse dejó de insistir para que saliera del trastero y se fue
a jugar
al patio con una prima suya que vivía en la casa de al lado. Yo no
dejaba de
sacar libros de la cómoda.
Ya era de noche cuando oí
la voz
chillona
de mi hermana. Iba gritando
que
llevaba una hora buscándome por todo el pueblo; estaba muy enojada
porque por mi culpa no había podido ir al cine con sus
amigas.
Mientras regresaba a casa, junto a mi hermana, al doblar
la calle,
sentí
por primera vez angustia
al ver la
placa de mármol que decía
Calle
Ollers. Temía
que mi
madre estuviera
furiosa.
Estaba segura que
volvería
a regañarme, diciéndome que los libros iban a ser
mi
perdición.
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