lunedì 18 novembre 2024

Calle Ollers



De pequeña, leyendo en el remite de las cartas que mi madre escribía a una amiga suya que vivía en Andorra y que me mandaba echarlas al buzón de correos, aprendí la dirección de nuestra casa, calle Ollers 29. Todavía no entendía qué quería decir aquella palabra catalana. Más tarde supe que significaba alfareros; sin embargo, me gustaba su sonido y me daba confianza. Pensaba en que, pasara lo que pasara, siempre podría regresar a mi calle, y que mi familia me recibiría con los brazos abiertos.
Poco a poco se habían ido cerrando los talleres de alfarería del pueblo y ya nadie pronunciaba la palabra ollers. En la escuela, los niños aprendimos la palabra en castellano; los alfareros eran los que se dedicaban a cocer piezas de barro. Las clases eran en castellano y nadie nos enseñó a escribir en lengua catalana; sin embargo, los niños hablábamos en catalán en casa y en la calle, al salir de la escuela. La dictadura franquista había prohibido en todos los colegios de Cataluña, de Galicia y del País Vasco que tanto los maestros como los alumnos hablaran en su lengua materna.
Cuando llegaba el buen tiempo, por la tarde después de salir del colegio, jugaba con mis primas y con las niñas de mi vecindad en la calle o en el jardín de mi tía Margarita que vivía muy cerca de nuestra casa. Un día, tendría unos ocho o nueve años, mi compañera de pupitre, Montserrat, a quien todos llamábamos Montse, me dijo que tenía una cómoda llena de cuentos y cómics, que nosotros llamábamos tebeos. A partir de ese momento lo que más deseé fue poder abrir los cajones del mueble de Montse, llenos de libros. Pero la casa de Montse, desgraciadamente, estaba al otro lado del pueblo.
Los sábados, día dedicado a la limpieza del hogar, mi madre nos dejaba jugar en la calle toda la tarde, así que aproveché un sábado, alrededor de las dos, mientras mi hermana y yo terminábamos de recoger la mesa, para pedirle a mi madre:
—¿Puedo ir a jugar a casa de mi amiga Montse? Porque...,

Mi madre, sin dejarme terminar la frase y sin apartarse del fregadero, donde lavaba los platos, respondió:
— No. Está muy lejos. Quédate a jugar enfrente de casa.
Le respondí que no me apetecía jugar en la calle y que prefería ir a casa de tía Margarita.

—Puedes ir, pero vuelve antes de las seis, me contestó ella, de manera lacónica.

Salí de casa y al llegar a la de mi tía, toqué el timbre, pero la puerta no se abrió. Una vecina me dijo que mis tíos habían ido con sus hijas a otro pueblo, para el funeral de un familiar lejano; en seguida pensé en la cómoda de mi amiga Montse. Así que instintivamente eché a correr; crucé el pueblo y al cabo de unos minutos llegué sin aliento delante de la casa de mi amiga.
La familia de Montse estaba terminando de almorzar y yo, después de pedir permiso a los comensales, seguí a mi amiga que me acompañó hasta el trastero, donde estaba el mueble lleno de libros.
Empieza a leer, hasta que yo acabe de comer, me dijo mientras me abría un cajón.
Tomé una colección de cuentos con muchos
dibujos; me acuerdo de que doblaba las páginas lentamente para saborear mejor aquel momento.
Todas aquellas historias iban penetrando en mi cabeza y yo iba perdiendo
la noción del tiempo y del espacio y no dejé de leer, cuando mi amiga llegó.

Te he invitado para jugar y no para que leas tebeos todo el rato, me dijo Montse, levantando un poco la voz.

Pasó un poco de tiempo y Montse dejó de insistir para que saliera del trastero y se fue a jugar al patio con una prima suya que vivía en la casa de al lado. Yo no dejaba de sacar libros de la cómoda.
Ya era de noche cuando oí
la voz chillona de mi hermana. Iba gritando que llevaba una hora buscándome por todo el pueblo; estaba muy enojada porque por mi culpa no había podido ir al cine con sus amigas.
Mientras regresaba a casa, junto a mi hermana, al doblar
la calle, sentí por primera vez angustia al ver la placa de mármol que decía Calle Ollers. Temía que mi madre estuviera furiosa. Estaba segura que volvería a regañarme, diciéndome que los libros iban a ser mi perdición.



 

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