lunedì 31 luglio 2023

Isabel - Cap. 7 (en español)

 


Tras la caída de Céspedes en batalla en 1874, la guerra entre españoles y separatistas se prolongó cuatro años más, hasta el punto de que la economía cubana se desplomó y hubo más de 200.000 víctimas. En España las cosas no iban mejor, la tercera guerra carlista tampoco tenía fin.

Para Mariano, la caída de Céspedes y con ello la desaparición de Felipe, fue un golpe duro. Aquel año y los cuatro que vinieron fueron los más negros de su vida, se sentía huérfano de amigos, pues tampoco veía mucho a Miguel y al Capitán, quienes por aquel entonces, empezaron a hacer nuevas rutas, más seguras y rentables, hacia Colombia y Venezuela.

Estaba insatisfecho por el poco éxito que tuvo su búsqueda de trabajo en el ramo comercial, pero estaba muy agradecido con el farmacéutico Sarrá y siguió trabajando en su farmacia hasta que José Sarrá, tras enfermar su esposa, se trasladó definitivamente a Cataluña a finales de 1876.

José Sarrá sabía que era un mal momento para embarcarse, además Josep, uno de sus sobrinos y socio suyo, con quien siempre se había avenido mucho, empezaba a hacer rarezas, pero no podía dejar a su mujer sola en Barcelona. En el puerto, Mariano se emocionó despidiéndose de la persona que más le había ayudado a huir de España y a instalarse en La Habana, tuvo que esforzarse para no llorar.

- Volver, volver... he de hacerlo pronto, pues no quiero entrar en un hoyo negro sin lograr salir de él, se dijo.

Regresó a casa cabizbajo, sin el señor Sarrá se sentía aún más desamparado, pero se animó pensando que todavía tenía a María y se puso a escribirle una carta.

Mientras lo hacía le cayó una lágrima, se desahogó contándole su ansiedad. Al despedirse le prometió que en cuanto tuviera un buen trabajo la sacaría de la mansión de los Valls.

Mariano aquel día también escribió una carta a su madre, pero evitó contarle los acontecimientos nefastos de la isla. Escribiendo se apaciguó.

Luego se quedó embobado mirando la pluma estilográfica que le regaló su padre el día que cumplió dieciséis años y pensó en las palabras que él le dijo entregándole aquel valioso regalo:

- Ya eres un hombre y pronto vas a sustituirme en muchas mansiones. Serás tú el que lleve adelante la Sociedad Granos y Semillas José Defaus Ballesté. Recuerda que los hombres de negocios llevan consigo una pluma buena.

En las semanas sucesivas Mariano estuvo impaciente, esperando que el cartero le entregara una carta. Sin embargo, desde que la situación política empeoró, las cartas se iban retrasando mucho. Un día le llegaron dos cartas de su madre, varios meses después de haber recibido la última.

Desde que dejaron de llegarle las cartas de María, la cara de Mariano denotaba pesadumbre y melancolía. Él había idealizado a María, la chica tímida que había conocido y tratado bien poco en el barco, sólo en los últimos días de la travesía se contaron, bajo las estrellas, las peripecias de sus vidas desarraigadas.

En las primeras cartas no se atrevió a pedirle que se casara con él, pero carta tras carta iba preparando el terreno. En la última se lo pidió, pero no recibió respuesta.

Durante aquellos largos meses no salía mucho de casa y cuando lo hacía no lograba relacionarse con otras mujeres. Por otro lado, Pau, Pepe y Pedro, llevaban una vida desenfrenada, cada noche se emborrachaban y se gastaban todo lo que ganaban en los prostíbulos.

La primera vez que los tres hermanos le dijeron a Mariano que jamás se iban a casar, pensó que bromeaban, pero muy pronto comprobó que la cosa iba en serio.

Una noche salió a tomar una copa de ron con ellos. Pedro en seguida se lió con la muchacha más guapa del local. Pau, el hermano mayor, se puso a bailar con una mujer de unos cincuenta años pero muy llamativa. Pepe, el taciturno, aquella noche estaba dicharachero y parecía que no tenía prisa en buscarse una chica. Se sentaron en una mesa del fondo del local y le contó la historia de su familia:

Los tres hermanos se criaron solos. El padre estuvo en la cárcel mucho tiempo, lo detuvieron a finales de los años treinta por sus ideas progresistas, Pedro no tenía ni siquiera un año. La madre y la abuela, mujeres andaluzas, tiraron adelante como pudieron, pero la tienda iba perdiendo clientela cada día y ellas se desesperaban. Pasaron muchas estrecheces y los niños sufrieron sin padre. Crecieron entre sacos de patatas, lentejas y garbanzos, la tienda era su hogar y los tres empezaron a ayudar a su madre. El padre volvió a casa cuando los tres ya eran mayorcitos. Al cabo de varios años, cuando las cosas en la tienda iban mejorando, lo detuvieron de nuevo, durante La Gloriosa, la revolución que destronó a la reina Isabel II, pero él estuvo poco tiempo en la cárcel. Era un hombre idealista que creía en la revolución, pero era muy impulsivo. Ninguno de los tres hermanos se le parecía a él, no les interesaba la política. No querían tener hijos para que sufrieran como ellos.

- Estando siempre juntos podéis echaros una mano. Se os ve muy unidos, le dijo Mariano.

- Eso sí, nos ayudamos en todo.

Él se sentía solo y desamparado, el señor Sarrá, Miguel y Felipe, sus amigos del nuevo mundo, estaban muy lejos.

- Bueno, solo, solo, no estoy, los tres hermanos intentan sacarme de casa, a su manera me ayudan, se dijo para animarse.

Sin embargo, sintió un malestar raro, como si estuviera mareado a pesar de que había bebido bien poco. Se levantó, mientras Pedro estaba sentándose de nuevo en la mesa.

Dejó plantados a los hermanos y cruzó de prisa el umbral de la puerta de la taberna.

- Pero, hombre, quédate un rato más, ahora viene lo mejor, le gritó Pedro.

Mariano empezó a correr. Cuando llegó a casa se echó a la cama, pero le costó dormirse, preguntándose obsesivamente, por qué María seguía sin contestarle.

Los meses iban pasando y Mariano cada vez estaba más insatisfecho de la vida que llevaba; sin embargo, una noche se dejó convencer por los tres tenderos para ir de parranda con ellos.

- Esta vez no dejaré que te escapes, le dijo Pedro.

Entraron en una taberna llena de gente, donde se bailaba al son de melodías caribeñas que tocaban dos músicos negros. Una mulata sacó a bailar a Mariano. Era guapa, pero no tan llamativa como las otras mujeres que se movían de forma insinuante. Llevaba el pelo recogido en un moño, un vestido sencillo y mostraba una sonrisa cautivadora.

Le fue enseñando a Mariano pasos de baile que no conocía. Él se dejó llevar por aquella muchacha tan atractiva. Los dos bebieron más de la cuenta y terminaron medio borrachos en un camastro de una pensión del puerto. Mariano era la primera vez que se acostaba con una desconocida y se sintió culpable, como si hubiera cometido una acción mala o injusta.

Isabel, así se llamaba la muchacha que yacía a su lado, era la criada de una modista española. En seguida le contó que por las noches iba a bailar a los tugurios del puerto, para ganar algún dinero que enviaba a su tía. Los hombres le daban propina, pero aquella noche ella no quiso aceptar ni una moneda de Mariano. Desde entonces, él a menudo iba a verla bailar, ella seguía sin querer que él le pagara nada, sin embargo, Mariano le traía regalos, manjares, enseres para la casa o productos de la farmacia que ella casi siempre los vendía en el mercado negro del puerto.

Un atardecer, mientras paseaban, Isabel le contó a Mariano que era hija de Awelia, una esclava que llegó de África a los diez años.

- Me horroriza pensar que unos pocos seres humanos arrancaron a miles de africanos de su tierra, les quitaron la libertad y los trataron con tanta crueldad, le contestó Mariano, pensando en Felipe.

- Y lo malo es que aún siguen haciéndolo, me duele pensar en que todos los negros y mulatos que vivimos en la isla o somos esclavos o descendemos de ellos.

- Me avergüenza haber nacido en la misma tierra que algunos esclavistas, le dijo Mariano apenado.

- Mi madre, como te puedes imaginar, pasó las penas del infierno, pero sus agallas le salvaron la vida.

Awelia, que en seguida todos llamaron Amelia, fue atrapada por unos negreros, llevada a Cuba y vendida a un terrateniente español que poseía una enorme plantación de caña de azúcar. Ella nunca había visto a tantas personas juntas trabajando, ni tantas extensiones de tierra cultivada, lindadas por hileras de plátanos. Le dieron un machete para que cortara cañas de sol a sol. Los esclavos cantaban para no morirse de dolor, pues además de ser obligados a trabajar como animales, eran tratados a latigazos. Amelia no se desesperó, intentó adaptarse al régimen de aquella prisión. Las mujeres de su barracón al principio la acogieron con recelo, pero pronto se dieron cuenta de que valía para cuidar a los niños que caían enfermos; la chiquilla observaba y aprendía muy deprisa cualquier tarea sin rechistar. Escuchando a los capataces aprendió español. La muchachita en pocos meses creció de golpe.

Un atardecer, Amelia se quedó petrificada de terror cuando uno de los esclavos se suicidó tirándose dentro de un abrevadero de refinamiento del jugo de azúcar. También le impresionaron las enfermedades que provocaban la muerte de los esclavos, una de las mayores causas era la deshidratación. También tuvo que superar su pavor hacia las ratas y serpientes que corrían entre las cañas.

A los quince años Amelia se quedó embarazada, no supo nunca quién era el padre de su hija, pues fue violada varias veces por los capataces. Sus compañeras de barracón le dijeron al saberlo:

- Cándida te puede ayudar a abortar.

Amelia no escuchó a aquellas mujeres, pero fue a hablar con Cándida, la partera del ingenio azucarero, para que la ayudara a parir. La niña nació sana y, tras pedir permiso a los dueños, se la entregó a Rogelia, una mujer bondadosa que iba a la finca a predecir el futuro de los señores. Cada mes la adivina le traía a la niña, para que pasara un rato con su verdadera madre. Los amos estaban de acuerdo en que Rogelia criara a la niña, pero seguiría siendo de su propiedad y cuando pudiera trabajar tendría que volver a la finca, esos eran los tratos. Amelia consiguió que registraran a su hija con el nombre de Isabel.

Amelia, un día, rescató a un recién nacido que estaba ahogándose en una acequia. La niñera lo dejó en la vera del canal de riego mientras se bañaba, el niño que tenía siete meses y que era muy vivaracho se dio la vuelta y se cayó al agua. Volviendo a las barracas, agotada después de una jornada infernal, solía encontrar a la niñera que paseaba y se le acercaba para juguetear con el niño. En aquella ocasión fue muy rápida en salvar al bebé, nadie supo cómo se lo hizo.

Como recompensa, el dueño le dio la libertad a su hija Isabel. Amelia era feliz, había conseguido que su hija fuera libre, la cosa que más anhelaba. Rogelia crió a la niña. Isabel heredó de su madre la belleza y la fuerza de carácter. Pasaron los años e Isabel se transformó en una chiquilla muy guapa. Amelia le recomendó que no se pusiera vestidos escotados, no sólo para no atraer a los hombres blancos, sino también a los jóvenes esclavos que a veces no lograban contener sus impulsos sexuales y acosaban con violencia a las esclavas.

A Isabel no le valió de nada ser pudorosa y modesta; una tarde fue violada por uno de los capataces, uno de los hombres que también había ultrajado a Amelia.

Isabel se lo ocultó a su madre para que no se apenara, pero se prometió a sí misma que tarde o temprano iba a vengarse de aquel hombre malvado, cosa que nunca lograría hacer.

Pocos meses más tarde, los amos de la hacienda la enviaron a la Habana, a casa de una prima de ellos, una modista. Limpiaba, cocinaba y se ocupaba de la compra. La modista le daba de comer y de dormir y a veces le caía alguna moneda.

- Mi madre estaba muy orgullosa de mí, para ella que yo fuera la criada de una española era un salto social muy grande, pero nunca supo que yo bailaba en las tabernas, eso no le hubiera gustado. Murió de una fiebre misteriosa pocos años más tarde, en la barraca de la hacienda donde había vivido la mayor parte de su vida, dijo Isabel con tristeza.

- A mis padres, tampoco les hubiera gustado saber que estoy saliendo contigo, le dijo Mariano.

- ¿Por qué soy mulata?

- No, qué va, no es por eso, es porque no he sido sincero contigo.

- ¿Qué quieres decir?

- Te he ocultado que tengo un compromiso con otra mujer, con María, una chica catalana que conocí en el barco, era y sigue siendo la doncella de una señora rica, la señora Valls. Nos carteamos, le he prometido que la sacaría de la finca y que me casaría con ella.

- Aunque hayas tardado tanto en decírmelo, ahora has sido sincero, te lo agradezco. Muchos de los hombres con quienes he salido me han usado y, cuando se han cansado de mí, me han dejado plantada sin darme explicaciones.

- Isabel, cuanto lo siento, quisiera no estar comprometido con otra, le dijo Mariano.

- No te preocupes por mí. Dentro de pocos días voy a dejar la ciudad.

- ¿Por qué ? ¿Y vas a dejar plantada a la modista ? ¿Y adónde vas a ir?

- Ya llevo tiempo pensando en irme a Santa Clara, donde vive mi tía Rogelia, para ir a cuidarla. Ella me crió, se lo debo. Me daba apuro decírtelo. Por la modista no te preocupes, el otro día me comunicó que va a cerrar el taller y va a regresar a España.

- Isabel, eres muy valiente, te admiro. Has sido y sigues siendo muy valiosa para mí, no quiero perderte.

- No nos perderemos. Encontraré a alguien que me escriba mis cartas... También me daba vergüenza decirte que soy completamente analfabeta.

- No te preocupes, yo te escribiré, le susurró Mariano, besándola en la boca por última vez.