Os voy a hablar de Mina y de
Hugo, una pareja de sesenta y pico de años, que vive en Florencia,
él es italiano y ella catalana.
En otoño 2021 planearon ir a
pasar todo el mes de Noviembre en Madrid, para estar junto a su hija
Blanca, que estaba a punto de dar a luz.
Blanca vive en Madrid desde
hace más de diez años, se fue allí para acabar sus estudios
universitarios. Terminó encontrando trabajo en un gabinete de abogados y sobre todo allí se enamoró de Marcos.
Si todo iba bien, el niño nacería a principios de Noviembre, así que,
durante la primera semana de octubre, los futuros abuelos empezaron a
buscar vuelos y alojamiento en Madrid.
Blanca les ayudó en la
búsqueda de apartamentos turísticos, ya que ellos no tenían mucha
experiencia en ello.
- ¿Quién quieres que se vaya
de vacaciones en Noviembre? Es un mes muerto, seguro que vamos a
encontrar alojamiento, le dejo Hugo a Mina.
Todo fue un poco más
complicado de lo que pensaban. No lo tuvieron fácil para sacar
billetes de avión en aquellas fechas, pues no habían caído que
había el puente de todos los Santos. Sin embargo al final
encontraron un vuelo que salía de Florencia el 2 de Noviembre,
arriesgándose de todos modos a que el parto se adelantara y no
llegaran a tiempo. También fue un poco difícil dar con un piso en
la zona norte de la ciudad, donde vivían los futuros padres.
Cada vez que encontraban un
apartamento ideal para ellos salía una pega. En el
salón de la mayoría de las viviendas no había mesa, solo una barra
con dos taburetes y la cocina, si se le podía llamar cocina, no estaba equipada. Para
ellos era importante poder invitar a Blanca y a Marcos a comer para
estar juntos y para echarles una mano. Otros apartamentos que habían
encontrado caían demasiado lejos.
Estuvieron a punto de coger
una vivienda en el barrio de Mirasierra con una terraza muy bonita,
pero al final se les esfumó, desapreció misteriosamente de la
plataforma. Se ve que el dueño cambió de idea y ya no lo quiso
arrendar.
- Madre mía, tendremos que ir
a un hotel si no encontramos ningún apartamento, un mes me parece demasiado, le dijo Mina a
Hugo, con un poco de angustia.
La última semana de octubre,
buscando y rebuscando por las plataformas de alquiler de Internet,
encontraron una casita con un patinejo, ubicada en el barrio de
Tetuán, precisamente en la calle del Cactus.
A pesar de que estuviera a unos 45 minutos andando y a 30 minutos en metro de
donde vivían Blanca y Marcos, lo alquilaron sin pensárselo dos
veces, por miedo de perderlo.
Flora, la dueña de la casita
en seguida fue muy amable con ellos, escribiéndoles mensajes y
dándoles toda clase de informaciones. Eso confortó a Mina. Para
Mina las relaciones humanas eran fundamentales, le daban fuerza y
coraje para resolver los problemas.
Llegaron a la casita con tres
horas de retraso pues, a causa del viento fuerte, el avión en lugar
de despegar del aeropuerto de Florencia lo hizo desde Pisa y claro
perdieron mucho tiempo trasbordando. Avisaron a Flora del retraso y
ella se las arregló para alcanzarlos cuando llegaran. Los esperó en
el portal bajo un paraguas.
Flora, era una mujer de unos sesenta año. Llevaba un anorak granate y pantalones vaqueros gastados. Tenía un no sé que de aire de los años setenta. Nos enseñó el
apartamento de forma rápida, se le notaba que llevaba prisa. La
casita olía un poco a cerrado a pesar de que estuviera limpia. Antes de
salir Flora se dio cuenta de que los radiadores estaban helados y en
seguida encendió la caldera, murmurando alguna cosa que Mina no
entendió.
- Es raro que la caldera esté
apagada, pero la casa está bastante calentita, pensó Mina, sin
darle demasiada importancia a la cosa.
A Mina no le gustó mucho el
ruido que hizo la caldera al ponerse en marcha.
La caldera estaba dentro de un
armario en el altillo. Era bastante vieja, de las antiguas, con llama
y hacía un ruido estrepitoso cada vez que se encendía.
Durante los primeros días no
tuvieron mucho tiempo para pensar en la caldera, pues transcurrían
muchas horas en casa de Blanca, ayudándola o paseando con el bebé
en el cochecito. Se enamoraron de su nieto, se les caía la baba
mirándolo, meciéndolo, cambiándolo, consolándolo cuando lloraba y
mimándolo.
Desde que había nacido su
nieto a Mina le habían vuelto a la memoria tantos recuerdos de
treinta años atrás, cuando sus dos hijos nacieron: imágenes de
ella dando de mamar; sentimientos contradictorios, como alegría,
recelo, satisfacción e inseguridad. También cosas más concretas
como el dolor de los pezones, el perfume de la leche, el olor de la
caca amarillenta, los gestos graciosos del recién nacido, el llanto
y el malestar del bebé, sus palabras cariñosas, las canciones de Hugo, etc. También recordó el agotamiento, la falta de sueño
y la sensación de que no tenía ni un minuto para ella, ni siquiera para
ducharse. Sin embargo no podía olvidar el amor incondicionado hacia
sus bebés.
Mina por las mañanas solía
hacer ejercicios de yoga en el altillo de la casita, a veces el
ruido de la caldera cuando se encendía le asustaba.
- ¿Y si funcionara mal? ¿Y
si hubiera un escape de gas venenoso? Se decía, pero en seguida se
sacaba ese pensamiento negativo de la cabeza.
Si el día era soleado iban a
casa de Blanca andando, a veces se citaban con ella a mitad del camino y luego iban juntos a pasear.
Alguna vez también cogieron
el metro para ir al centro de la ciudad, se fueron a una librería, a
un museo, a una expocsición o simplemente a pasear.
Una mañana fueron a comprar a
un mercado bastante cerca de casa, a la vuelta de la esquina, Mina
notó una peluquería donde hacían manicuras.
- Me gustaría que me
arreglaran las uñas. Lástima que esté cerrado este local, le dijo
Mina a Hugo, mirándose sus uñas desmejoradas.
Los domingos, días en que
Blanca y Marcos iban a comer con sus amigos, Hugo y Mina salían de
excursión. Un día se fueron a El Escorial otro a Toledo. Marcos les prestó su coche. También se fueron a visitar Segovia y Ávila con los padres de Marcos. Les encantó pasar el día con ellos.
Una tarde, sin avisar, la
caldera dejó de funcionar. Mina fue al altillo a ver lo que pasaba,
pero no hubo manera de encenderla. Llamó en seguida a Flora.
- Qué raro, hace sólo un mes
que pasó la revisión y todo iba la mar de bien. Toca el botón de
abajo, a ver que pasa, le dijo Flora.
Después de hacer muchas
pruebas lograron ponerla otra vez en marcha, pero Mina no se quedó
del todo convencida de que funcionara bien.
Los día pasaron de prisa.
Marido y mujer en aquella época sólo pensaban en ayudar a Blanca,
en el nieto recién nacido, en la lactancia, en los gases que tenía
el niño, en lo mucho que crecía, en las visitas al pediatra, etc.
El
octavo día invitaron a
comer a Blanca
para celebrar
su cumpleaños. Llegaron en coche los tres: padre, madre y recién nacido.
Mina les preparó pasta alle
vongole (almejas)
que era el plato preferido de los invitados y compraron un pastel
en el que pusieron 32 velas. Le entregaron a la hija dos regalos,
uno para ella y otro para el niño.
Disfrutaron los cuatro,
hablando y riendo. El niño mamó y se quedó dormido un buen rato.
Las dos parejas pasaron unas horas muy amenas de sobremesa. Fueron
momentos muy entrañables en los que Mina y Hugo conocieron mejor a
Marcos.
Les encantó notar que Marcos
quería mucho a Blanca y que intentaba encontrar solución para todos
los inconvenientes que iban surgiendo. Tenía mucha paciencia con el
niño cuando lloraba y sin cesar iba resolviendo los problemas de la obra del apartamento que estaban reformando.
Luego salieron con el
cochecito a pasear por el barrio.
Pocos días después llegaron
de Florencia Arturo, el hermano de Blanca y Nuria, su novia, para
pasar unos días en Madrid. Se instalaron en el altillo, junto a la
caldera. Ellos también se emocionaron ante el bebé.
La caldera dejó de funcionar
la noche de su llegada, cuando Nuria iba a ducharse.
- ¡Qué mala pata! No me fio
de esta caldera, le dijo Mina a Nuria, mientras intentaba ponerla de
nuevo en marcha.
Por suerte la caldera se
encendió de nuevo. Pero desde aquel día se iba apagando cada dos
horas. Mina llamó a Flora diciéndole que avisara al técnico para
que revisara la caldera.
Al día siguiente se presentó
el técnico y tras hacer algunas pruebas, dijo que no valía la pena
repararla, había que cambiarla.
No fue fácil quedar de nuevo
con el técnico para que instalara la caldera nueva. Por suerte los
últimos días en los que estuvieron los invitados la caldera se
portó bastante bien.
El técnico llegó a la casita
el lunes de la semana siguiente, pero con tres horas de retraso. Mina
aquella mañana ya se hartó de esperar, pero por suerte pronto llegó Flora
para remplazarla. Aquel día empezó mal, sin embargo el técnico
trabajó con esmero y a las tres de la tarde ya estaba lista la nueva
caldera.
Una tarde vio que la
peluquería cerca de casa, donde hacían manicuras, estaba abierta.
Entró para pedir cita. La chica que la atendió era muy simpática y
hablaba con acento venezolano.
El local era pequeño, humilde
y un poco desordenado. Mina hubiera querido marcharse en seguida de
aquel lugar, pero le dio pena la muchacha venezolana que le sonría.
No tuvo valor para marcharse cuando la chica le dijo que podía
hacerle la manicura en aquel mismo instante
En la peluquería también había un
chico que peinaba pelucas y melenas para extensiones en el pelo.
La manicurera, era morena, con una melena larga. Iba pintada de forma que sus ojos negros y vivarachos resaltaran. Al acercarse Mina se dio cuenta que sus pestañas eran postizas. Sus cejas eran pobladas y tenían una forma muy bonita. Sonriendo, con una mueca un poco forzada, le fue contando su
vida dura de emigrante. Tenía cuarenta y dos años y hacía quince
que vivía en Madrid. Le costó encontrar trabajo, suerte que su
madre se fue a vivir unos meses con ella cuando su pareja se largó,
dejándola embarazada. Su hijo ahora tenía diez años. Le gustaba
ir a la escuela y jugaba a baloncesto, pero pasaba las tardes solo,
pues ella trabajaba hasta las diez de la noche.
Le hizo una herida en un dedo
de la mano izquierda, al cortarle las pieles. Mina intentó no
alterarse al ver su dedo lleno de sangre. No quiso pensar en los
microbios que podía haber en aquel lugar.
La chica después del pellizco con el corta pieles fue más cuidadosa, luego le limó y le pintó las uñas. Al cabo de una hora dio por terminada la sesión
de manicura. Mina le pagó y mientras se iba despidiendo de ella e
intentando no tocar nada para que no se le estropearan las uñas, la
chica le dijo:
- Muchas gracias por su
visita. A esta hora hay poca gente, trabajamos sobre todo de siete a
diez de la tarde.
- Pobre niño, tendrá que
cenar siempre solo, pensó Mina, mientras se ponía el abrigo.
Subió la calle pensando en
aquella chica que cada noche, al cerrar la tienda, cogía el metro
para ir a casa. Se la imaginaba sacándose los zapatos, luego
calentándose alguna cosa de la nevera y preguntándole a su hijo,
sentado delante de la tele, cómo le había ido el cole.
Al poner la mano dentro del
bolso para coger las llaves de casa se le estropeó el esmalte de dos
uñas de la mano derecha.
Entró en casa descontenta de
la manicura y de la herida que tenía en el dedo de la mano
izquierda.
- ¡Qué tonta que he sido en
hacerme la manicura en aquel local! Pero tú ya sabes, me daba pena
la pobre chica, creo que tiene pocos clientes, le comentó a su
marido.
- ¿Al menos te lo ha hecho bien? Le
preguntó Hugo.
- Regular, no era muy buena,
incluso me ha hecho una herida pequeña, le dijo Mina sin darle importancia
a la cosa.
Entró en el cuarto de baño y
se cortó las uñas desmejoradas, luego se las fue cortando todas,
como si quisiera borrar totalmente la manicura de la venezolana.
Recordó a una amiga suya que,
cuando iba a la peluquería, la primera cosa que hacía al llegar a
casa era lavarse el pelo.
- Yo estoy haciendo lo mismo,
se dijo riñiéndose.
Las tres primeras semanas a
Mina se le pasaron volando, los días fueron soleados y suaves. Hugo
y Mina solían salir de casa hacia las diez e iban andando al barrio
donde vivía Blanca. Por la tarde volvían a la casita también
andando. Caminaban unos seis o siete kilómetros al día, quizás
por eso a Mina empezó a dolerle el dedo gordo de un pie.
Llevaba tiempo pensando en ir
al podólogo pero no se decidía nunca. Cerca de la plaza de la
Remonta, no muy lejos de donde vivían ellos, había un ambulatorio
de podólogos.
Quería ir, pero tenía un
poco de miedo de que le pasara lo mismo que con la manicura. Sin
embargo se decidió y no se arrepintió. Laura, la podóloga, le
gustó en seguida y le dio confianza. Ella era una mujer joven. Más
tarde le contó, que para pagar el préstamo que había pedido para
abrir el local, se pasaba todo el día trabajando, desde las nueve de
la mañana hasta las ocho de la tarde, sólo con media hora de
descanso para la comida.
Después de la consulta Laura
le dijo que iba a necesitar plantillas.
Mina se lo pensó un buen rato y
al final las encargó. Tardaron tres días en llegar. Al principio le
molestaban pero poco a poco se fue acostumbrando. Laura tuvo mucha
paciencia con ella y la atendió muy bien.
El día en que le llegaron las
plantillas, Laura le contó que su socio se había marchado
de Madrid y que ella tuvo de hacerse cargo de aquel local. Había
sido una época difícil, pero estaba contenta pues estaba logrando
salvar el ambulatorio.
En la última semana de su
estancia en Madrid el tiempo cambió de golpe, empezó a llover y a
hacer frio.
En
aquellos días helados a
Mina se le rompió la cremallera del abrigo. Por suerte había
una tienda de arreglos en el
mismo edificio donde vivían.
Mina
había notado a dos
mujeres que, cada vez
que
pasaba cerca del escaparte
de la tienda, le
sonreían.
Las dos mujeres cosían a
máquina todo el día, sólo descansaban de dos y media a tres para
comer algo. Le dijeron a Mina que eran de Ecuador. La madre tenía
unos cuarenta y pico de años y la hija no llegaba a treinta.
Le cambiaron la cremallera en
veinticuatro horas y Mina pudo salir a la intemperie bien abrigada.
Uno
de los últimos
días de
su estancia en Madrid se
encontró
con Flora
en la entrada, mientras estaba
sacando un mueble de su
estudio.
-
¿Cómo va la caldera ? Le
preguntó Flora.
- Muy bien, me siento más
tranquila con esa nueva, sobre todo ahora que ha llegado el frio, le
contestó Mina.
Aquel
día Flora tenía
muchas ganas de hablar y le
contó a Mina cantidad de cosas: que
tenía tres hijos ventiañeros, que se había separado hacía poco de
su marido, que pronto se iba a mudar a un piso nuevo,
que sus dos hijos mayores todavía
estudiaban pero que ya no
vivían con ella, que el pequeño quería ser actor, etc. Luego le
dijo que para vivir por
suerte podía contar con el
alquiler
del local de las costureras y el
de la casita.
También le dijo que la
costurera más joven tenía dos hijitos en Ecuador
y que por eso
trabajaba día y noche para que pudieran
reunirse con ella lo más pronto posible.
Flora trabajaba haciendo murales y decorando paredes, era todo una artista. Años
atrás con la herencia de sus padres,
había comprado la casita y
el
local adyacente,
para trasformarlo
en galería
de arte, pero por culpa de
la pandemia tuvo que dividir
el local y conformarse con
un
estudio minúsculo.
La parte anterior se
convirtió en la tienda que arrendó a las ecuadoreñas.
Flora
le quiso enseñar su estudio, pero primero fue a dejar el mueble en su coche
aparcado en la esquina. Mina la
esperó en el patio y se puso a pensar en lo afortunados que habían
sido ellos al
poder transcurrir un mes con
su hija y su nieto en
aquella ciudad. Había
sido una buena idea alquilar la
casita y
vivir
por su cuenta.
Se
habían
sumergido completamente en aquel
barrio,
con sus
costumbres, sus
horarios y sus habitantes.
Habían descubierto poco a poco una
ciudad que casi desconocían.
Gracias a la casita habían
vivido intensamente
las
calles, los olores, los
ruidos, los bares, los restaurantes, las
plazas, los
parques, las
tiendas y conocido
a muchas personas.
Mina
siguió pensando en
que sobre todo había tenido
la oportunidad de conocer y
compenetrase con algunas
mujeres que se
peleaban cada día contra
las adversidades de la vida, para poder
salir adelante.
Aquella noche, Mina, cuando
entró en la casita, se estremeció sintiendo el ambiente cálido y
observando a Hugo que, sentado en el sofá, estaba leyendo un libro.
- Qué frio que hace, menos
mal que tenemos la caldera nueva, le dijo, sacándose el abrigo.
- Sólo faltaría, ahora si
que es confortable la casita, le dijo él sonriendo.