Matilde se asoma a la ventana de la cocina. Hace un día soleado. Es la única ventana por donde penetra el color verde. Matilde está contenta de vivir en el segundo piso, pero a veces echa de menos un jardín para poder cultivar plantas y recrearse leyendo en una tumbona o cenando al atardecer.
El gran jardín de la vivienda de la planta baja es un oasis en medio de los edificios. Es grande, está lleno de maleza y de árboles, ahora parece una selva, de lo descuidado que está, pero de vez en cuando los hijos de los dueños van a regar las plantas.
Los dueños, dos viejecitos simpáticos, pasaban muchas horas en el jardín, sobre todo él era un jardinero empedernido, pero desde que los hijos los ingresaron a un geriátrico el jardín ha perdido todo su esplendor.
A menudo piensa en los dueños del jardín y sufre por ellos. Espera que en la residencia donde están alojados haya un enorme parque con muchas plantas. Los han transladado lejos, en la sierra, un poco incómodo para poder ir a visitarlos. De vez en cuando les pregunta por ellos a los hijos, que siempre tienen prisa y no logra sacarles casi nada.
Aquella mañana no quiere entristecerse pensando en la vejez y mira hacia arriba;
- Da gusto ver el cielo
despejado, se dice a si misma.
Sonríe, mientras mueve, con la cuchara de madera, la salsa que está preparando para un plato de pasta muy especial, pici all’aglione.
Sonríe, mientras mueve, con la cuchara de madera, la salsa que está preparando para un plato de pasta muy especial, pici all’aglione.
Tenéis
que saber que los pici son un tipo de pasta típica del sur de la Toscana, son como una especie
de spaghetti, pero más gorditos y de pasta fresca. Los aglioni
son parecidos a los ajos gigantes, pero más dulces y su aroma es más suave.
Los ingredientes son pocos; aceite extravirgen de oliva, una cabeza de aglione, un par de guindillas, tomates frescos y pici.
Su secreto es no dejar que los dientes de ajo se doren, más bien tienen que deshacerse en el aceite lentamente.
Es una receta muy antigua, dicen que tiene orígines etruscas.
Los ingredientes son pocos; aceite extravirgen de oliva, una cabeza de aglione, un par de guindillas, tomates frescos y pici.
Su secreto es no dejar que los dientes de ajo se doren, más bien tienen que deshacerse en el aceite lentamente.
Es una receta muy antigua, dicen que tiene orígines etruscas.
Matilde aplasta con cuidado con un tenedor los dientes de aglione recien guisados y luego añade los tomates troceados. El olor del guiso le trae el
recuerdo de Pienza.
Pero vayamos por partes. ¿Por qué Pienza? Os lo voy a contar:
Ella
y su marido, un sábado de finales de septiembre, decidieron ir de
excursión. Estaban la mar de contentos, pues aquel día
milagrosamente los dos estaban libres. Matilde trabajaba algún que
otro sábado y él se había jubilado desde hacía dos años, pero
generalmente los sábados los tenía ocupados para ir en bicicleta
con sus amigos.
Salieron hacia las nueve de la mañana, cogieron la autopista Firenze-Roma y llegaron en un par
de horas a Pienza, pueblo de la
provincia de Siena, de unos dos mil habitantes.
La
luz era maravillosa, recorrieron las callejuelas del pueblo paseando
lentamente. Había turistas, pero no demasiados, luego fueron a
visitar la catedral y los enormes palacios
renacentistas.
Os
preguntaréis ¿Cómo es posible que un pueblo tan pequeño tenga
edificios renacentistas imponentes como el palacio Piccolomini?
Tenéis
que saber que Pienza está situada
en lo alto de
un cerro, con vistas al Valle del
río Orcia.
Toda
la esencia de ese lugar se concentra en esta
localidad
y
en sus alrededores, con
leves colinas en las que zigzaguean hileras de cipreses.
El pueblo es conocido como la "ciudad ideal renacentista" y
es la creación del gran humanista Enea Silvio Piccolomini.
Piccolomini,
que más tarde se convirtió en el Papa Pío II,
usó su dinero e influencia para transformar su lugar de nacimiento,
Corsignano, en la idea de una utopía de la ciudad que
más tarde, en
su
honor,
llegaría a ser conocida como Pienza.
A la una y media, Matilde y su marido empezaron a tener hambre.
-
Podemos comer un bocadillo en una terraza de un bar, le dijo ella a él.
-
¿Por qué no comemos un plato de pici? Mira aquel restaurante con
mesas afuera. ¿Te gusta? ¿Vamos a ver si hacen pici?
-
Vale, dijo ella contenta, porque le atraía aquella pasta con un
nombre tan raro.
Se
sentaron en una mesa, donde tocaba el sol a medias.
Matilde podía ver el trajín del pequeño restaurante y él el
movimiento de la calle.
Mientras
iban comiendo el sabroso plato de pici, bebieron vino tinto de la
zona.
Hablaron de la última vez que habían visitado Pienza con su hija y unos amigos catalanes y recordaron
muchas anécdotas de aquel entonces.
Aquella
trattoria les
encantó y sobre todo el vino les dio alegría.
Pasearon
por los alrededores del pueblo, admirando
las mágnificas vistas. Se
pararon en el mirador, con una preciosa panorámica al Valle
di Orcia, desde donde tiraron fotos.
Luego,
para
ir al
aparcamiento, donde habían estacionado el
coche,
cruzaron de nuevo el pueblo. Ya
que todas
las calles llevan a la plaza principal, donde emerge la catedral, para admirarla de nuevo se sentaron en uno de los bancos de piedra que hay en el lado izquiredo de la plaza.
Muy
cerca, en una de las muchas tiendas,
degustaron
y compraron queso
pecorino, típico
de Pienza.
Subieron al coche para ir a visitar otros lugares de la valle.
Por
la carretera que llevaba a San Quirico d’Orcia,
vieron a
lo lejos una iglesia de
mármol blanco, enmarcada
entre dos hileras de cipreses.
Se erguía
sola en lo alto de una colina, en medio de los
campos de trigo.
Aparcaron
el coche al borde de la carretera y los dos pensaron la misma cosa:
-
Hay que ir a visitar la iglesia solitaria.
No
se veían carteles indicadores, pero había un camino que bajaba serpenteando
hacia una casa rural y ellos pensaron que seguramente allí habría otro
sendero que llevara a la iglesia.
Llegaron
a la casa y le preguntaron a un señor, sentado bajo una parra, que iba demasiado bien vestido
para ser un labrador y demasiado descuidado para ser un veraneante:
-
¿Por dónde hay que pasar para llegar a la iglesia?
El
caso es que aquel hombre les dijo que tenían que bajar la vereda
hasta la viña, volver a subir por un atajo y cruzar un bosque pequeño.
- Hay una carretera para llegar en coche a la iglesia, la cogen todos los forasteros; pero ahora que
están ustedes aquí les conviene ir a través de los campos, les dijo el
hombre.
El
sol ya no era muy fuerte, sin embargo aún hacía calor. A pesar
del bochorno ellos se animaron a ir andando a la iglesia.
Matilde
se había vestido cómoda, pero quién sabe por qué aquella mañana
en lugar de ponerse pantalones había escogido una falda ceñida. Con sus
zapatillas de deporte, la falta negra y una camiseta rosa
escotada, se sentía a su aire.
-
No hay nadie por esos páramos, dijo ella con una voz melosa.
Su
marido interpretó aquellas palabras como: Ahora no nos puede ver
nadie, hagamos lo que hagamos.
-
¿Por qué non nos sentamos en ese bosquecillo? Dijo él.
Matilde
puso sobre la hierba un gran pañuelo de colores, que sacó de su
mochila.
Fue
un momento mágico, Matilde no se acordaba de quién era la boca que empezó a besar, pero recordaba sus cuerpos entrelazados.
Se
levantaron con un poco de vergüenza por si alguien los hubiera visto, pero por suerte no había nadie por los alrededores.
Matilde
se sacó la hierba de los cabellos, se levantó y luego dobló el pañuelo. Él
también se sacó la hierba de encima y se arregló la camisa y los pantalones.
Subieron
la cuesta y finalmente llegaron la iglesia solitaria.
Matilde
abre la ventana de par en par. Ahora necesita oler el
perfume del aire, de las plantas, de los árboles para seguir
recordando
el valle del río Orcia, Pienza,
la iglesia solitaria y su aventura en el bosquecillo.
Observa los pinos y la grandes macetas de ortensias a los lados del jardín que la maleza va cubriendo.
Decide que va a ir a visitar a los viejecitos el próximo fin de semana, tiene que hablarles de su jardín. Tiene muchas ganas de verlos. Sueña con ocuparse ella de regar las plantas, de cortar la hierba y de arreglar los arbustos, para que los hijos de los dueños tengan menos trabajo. Se lo va a proponer cuando vaya a visitarlos.
Observa los pinos y la grandes macetas de ortensias a los lados del jardín que la maleza va cubriendo.
Decide que va a ir a visitar a los viejecitos el próximo fin de semana, tiene que hablarles de su jardín. Tiene muchas ganas de verlos. Sueña con ocuparse ella de regar las plantas, de cortar la hierba y de arreglar los arbustos, para que los hijos de los dueños tengan menos trabajo. Se lo va a proponer cuando vaya a visitarlos.
Prueba la pasta, está al dente, apaga el fuego y escurre los pici en el colador.
Mientras aliña la pasta con la salsa de tomate, oye un voz a sus espaldas que dice:
- ¡Qué olor tan bueno, me recuerda Pienza !