Todo
lo que les voy a contar tuvo lugar por una serie de coincidencias,
pero empecemos por el principio:
Un
martes de otoño mis alumnos hicieron huelga para protestar contra la
nueva reforma de la escuela italiana y a raíz de eso ocuparon el
Instituto. La directora llamó al cuerpo de policía. Un oficial
intentó convencerlos para que evacuaran la escuela, sin embargo los
estudiantes no le hicieron caso y siguieron encerrados. El pobre
hombre hubiera tenido que llamar a los bomberos, romper la cerradura
y echarlos por la fuerza, pero para que no hubiera peleas y
destrozos él fue postergando la decisión día tras día. La
directora y el policía pasaron toda la semana tratando por teléfono
con los cabecillas, finalmente el domingo por la tarde los chicos
desalojaron.
En el tercer piso llenaron los pasillos de murales y dejaron algunas aulas sucias, por lo que la directora
decidió llamar a una empresa de limpieza para que desinfectara los
locales.
Perdimos
muchos días de clase, pero luego intentamos reanudar con paciencia
nuestras actividades didácticas. No fue fácil para el equipo
directivo, ni para los profesores, tomar medidas para que no se
volvieran a repetir aquellos actos. A parte de los interlocutores, no
se sabía quienes habían participado en la ocupación y quienes
habían provocado los desperdicios; se celebró la reunión del
claustro de profesores, se gestionó un informe, sin embargo seguimos
sin lograr punir a los responsables y poco a poco nos fuimos
olvidando de ello.
Hasta
que hace un par de meses nos llegó la comunicación, en la que se
decía que no íbamos a tener el puente del 3 de junio, porque
para la validez del año escolar faltaba un día de clase.
-
¡Qué fastidio! Me dije
Todo
el mundo esperaba con ilusión, la fiesta de la República del 2 de
junio, que caía en Viernes, y por consiguiente el sábado habría
habido suspensión de clases. Hubiera sido un puente maravilloso.
A
mí también me supo mal aquella decisión del equipo directivo del
Instituto, que más que castigar a los alumnos, era una pena para
nosotros, los docentes.
Sin
embargo a medida que pasaba el tiempo y se acercaba el primer fin de
semana de junio, me fui conformando y una noche mientras nos
acostábamos le dije a mi marido:
-
¿Por qué no vamos a Poppi el sábado próximo?
-
¿No me dijiste el otro día que ya no tenías puente? ¿Cómo te
las vas a arreglar?
-
Voy a pedir una hora de permiso para salir antes de la escuela, tú
en cambio podrías ir en bici, yo luego te alcanzaría en coche.
¿Qué te parece?
-
Perfecto, me encanta tu plan.
Aquel
sábado las clases fueron más amenas de lo que pensaba, había pocos
alumnos y pudimos trabajar bien, entablando debates interesantes.
El
día era maravilloso, hice el viaje sin prisas, mirando el paisaje
verde, salpicado de viñas y olivares, luego subiendo iba
desapareciendo la vegetación mediterránea, para dejar paso a pinos
y abetos.
Pasé
el puerto de montaña de la Consuma y al bajar de nuevo hacia el
valle del río Arno empecé a notar el color amarillo de las plantas
de retama.
Entré
por el jardín, viendo los rosales llenos de flores pensé en lo
mucho que le gustaban a la abuela, la madre de mi marido, quien
había vivido sus últimos años en aquella casa.
Mi
marido estaba en la cocina preparando la comida.
-
¿Qué tal te ha ido la vuelta en bici?
-
Muy bien, luego te cuento, ahora me voy a duchar, me dijo.
Mientras
comíamos la lechuga del huerto, que cultivaba su hermano en el fondo
del jardín, él me dijo:
-
Esta noche vamos a tener otros invitados.
-
Bueno ¿Pero quiénes son? Le pregunté, imaginando a alguno de sus
amigos del pueblo.
-
No lo vas a adivinar jamás, me dijo
Entonces
empezó su relato:
Faltaban
pocos metros para llegar a la Consuma y mientras pedaleaba sudando
por el esfuerzo de la subida y por el sol que iba cayendo cada vez
más fuerte, he divisado a un muchacho atlético cuarentañero, quien
empujaba una silla de ruedas de colores, con un niño de unos ocho
años.
Lo
he saludado pasando a su lado y al llegar al punto más alto de de
la carretera nos hemos parado los dos para beber un poco de agua y
descansar.
Nos
hemos presentado. Me ha dicho que se llamaba David y que iba primero
a Assisi y luego a Roma con Hugo, su hijo. Eran de Estrasburgo y dos
días atrás habían llegado con su coche a Florencia, que luego
lo había dejado en un garajepara empezae su peregrinaje. Había decidido tomar aquella carretera porque era comarcal y por consiguiente más tranquila, pero no se había dado cuenta de la pendiente que tenía. Iba muy
equipado, colgaban de la silla de ruedas, bolsas, maletero, chalecos, banderas reflejantes, cantimploras, etc.
En
un francés un poco escolar le pregunté:
-
¿Sabes dónde vas a pasar la noche?
-
Creo que en la zona del Casentino, en Poppi o Bibbiena. Me dijo.
-
Yo estoy yendo a Poppi, si te paras allá, puedes quedarte a dormir
en casa. Te dejo mi número de móvil, llámame cuando llegues.
-
Muchas gracias, creo que estaré en Poppi hacia las cuatro de
tarde. Y diciendo eso se despidió de mi con un abrazo.
Cuando
mi marido dejó de hablar pensé en que hacía tiempo que no lo
veía tan emocionado, quería realmente ayudar a aquellas personas
desconocidas. A las cuatro se plantó en la plaza del pueblo y esperó
a que llegaran. Los divisó a lo lejos, eran las cinco en punto de la
tarde. Habían tardado un poco más de lo previsto, pues al no tener
frenos la silla de ruedas, en las bajadas David, nos contó luego,
tenía que ir despacio para no ir a parar al suelo.
Cuando
llegaron yo estaba sentada en una tumbona del jardín, leyendo un
libro.
Aquel
hombre en seguida me asombró por su fuerza de ánimos y por su
amabilidad, sin embargo lo que más me impresionó fue la sonrisa
de Hugo. David descargó todas sus cosas y se instaló en la
habitación de nuestros hijos ventiañeros, quienes hacía tiempo que
ya no venían con nosotros al campo.
Nuestro
invitado cuidaba muy bien a su hijo, lo desvistió y lavó con un
esmero que no estábamos acostumbrados a ver.
Nos
pusimos a preparar la cena y David le preguntó a Hugo si quería
estar con nosotros en la cocina.
-
Qui, cuisina, dijo el niño.
Se
pasó más de una hora mirándonos y riendo:
-
¿Sabes cómo se dice esta hortaliza en español? Zanahoria, le
dije.
-
Zanahoria, repetía él.
Le
encantaba aprender palabras nuevas.
Luego
mi marido le dio una cosa para que la tirara a la basura. Con sus dedos un poco retorcidos agarró la botella de plástico aplastada y la
empujó hacia el cubo del reciclaje. Reía y reía, le encantaba aquel
juego.
Estuvimos
entretenidos, largo rato con Hugo. Luego llegaron el hermano de mi
marido y su mujer, quienes viven desde siempre en el pueblo. Cenamos
todos juntos. David con paciencia le iba dando al niño porciones de
tortilla de calabacinos que devoraba en un santiamén.
Después
de cenar hicimos un poco de tertulia, mirando sin mucho interés la
tele. Nuestro televisor, siendo un poco antiguo, de vez en cuando
perdía la imagen, entonces nosotros le dábamos unos golpes y volvía
a funcionar, eso le encantaba al Hugo y nos decía:
-
Encore, Encore.
Hacia
las nueve el padre acostó al niño y luego se sentó en el sofá;
su cara parecía relajada pero se le notaba el cansancio del camino
que había recorrido.
-
¿Imagino que estarás agotado? Le pregunté.
-
Si, un poquito, pero aún no me quiero acostar porque quiero saborear
esta velada, pensando en todas las coincidencias que hoy han surgido
en mi vida. La primera ha sido encontrar en los Apeninos, cuando
empezaba a desanimarme por el calor y la carretera demasiado
empinada, al ciclista solitario; la segunda llegar a vuestra casa,
ver el jardín lleno de rosales y escuchar mi música jazz
preferida que salía de ella; la tercera, venir en conocimiento de
que sois vegetarianos como yo y la cuarta descubrir que el apellido
de mi bisabuelo italiano es muy común en esta zona del Casentino.
Luego
seguimos hablando y nos contamos trocitos de nuestras
vidas. Me quedó grabada una de las últimas frases de David:
-
Al nacer prematuros los gemelos, nos dijeron que uno de ellos había
tenido problemas y que sería discapacitado para toda la vida, eso me
derrumbó, pero luego reaccioné. A mi mujer y a mí nos ha salvado
fundar la Asociación Le sourire d'Hugo. Nos ha
dado mucha energía y por eso he emprendido el peregrinaje.
La
mañana siguiente desayunamos temprano para que nuestros invitados
pudieran reanudar su camino, antes de que el sol empezara a calentar
demasiado.
Los
acompañamos a la plaza del pueblo, donde encontramos a un grupo de
ciclistas, amigos de mi marido, que aquel día se habían demorado
porque a uno de ellos se le había pinchado la rueda.
A
Hugo le encantaron los ciclistas y no paraba de reírse, mientras
ellos daban vueltas a su alrededor. Nos despedimos prometiéndonos que íbamos a vernos de
nuevo.
Mientras
David y Hugo se alejaban hacia el cruce de la carretera para Arezzo, pensé
en que a veces pequeñas coincidencias nos dan la oportunidad de conocer a grandes personas.