Sentada en aquel sillón iba pensando en que estaba a punto de cortar la última atadura que me unía al pueblo.
Un atardecer de cuarenta años atrás subí, con una gran maleta, que contenía todas mis cosas, al tren destino a Barcelona. Al llegar a la estación de Cercanías fui andando a la estación de Francia, de donde salían los ferrocarriles para el extranjero, pues las dos estaciones estaban muy cerca. Allí me esperaban, para despedirse de mí, dos de mis amigas quienes compartían conmigo piso en la ciudad.
Un atardecer de cuarenta años atrás subí, con una gran maleta, que contenía todas mis cosas, al tren destino a Barcelona. Al llegar a la estación de Cercanías fui andando a la estación de Francia, de donde salían los ferrocarriles para el extranjero, pues las dos estaciones estaban muy cerca. Allí me esperaban, para despedirse de mí, dos de mis amigas quienes compartían conmigo piso en la ciudad.
A lo largo de los años en que viví fuera de España, fui
substituyendo poco a poco a las personas que me proporcionaban bienestar, por supuesto sin contar a la familia o a los amigos: la peluquera, la modista, el médico de
cabecera, la ginecóloga y la farmacéutica de confianza.
Hace
unos cinco años descubrí un nuevo centro estético a dos
manzanas de casa, eso coincidió con la jubilación de Alicia, la
depiladora de mi pueblo, quien desde siempre me había atendido. Fui allí con un poco de temor, pues sabía
que no iba a encontrar las manos de Alicia, sin embargo las dos
mujeres que llevaban el negocio fueron amables y estuve a gusto
echada en una camilla mientras la señora más bajita me
pincelaba las piernas con una cera que olía muy bien.
Solamente
me quedaba en el pueblo el dentista de mi juventud, a quien varias
veces había intentado remplazarlo con otro, pero no lo había
conseguido.
Cada año, durante
las vacaciones de verano, iba a la clínica dental, que
estaba en la misma calle donde yo había nacido y jugado durante
toda mi niñez.
El
joven dentista, Antoni Castells, se trasladó allí cuando, a principios de los años setenta, murió su padre, el
doctor Castells, quien fue mi primer dentista y también el más antiguo
que tuvo el pueblo. Mi madre me contaba que mi abuelo iba a sacarse
las muelas a la barbería.
Se me aparece una niña de diez o doce años sentada en el sillón de la consulta del viejo
doctor; en realidad en aquel entonces era bastante joven, tenía
unos cuarenta años, sin embargo a mí me parecía anciano. Todavía
recuerdo el bigote cano, que sobresalía en su cara rechoncha, como
los pelos hirsutos de una foca. Yo inmóvil soportaba sus manazas que
entraban en mi boca y sus resoplos que casi me sofocaban. No
llevaba guantes, solo dos fundas de goma le cubrían los dedos
pulgar e indice de la mano derecha. El sabor de caucho en la boca me mareaba, sin embargo resistía y me quedaba aún más quieta
esperando que pronto pasara aquel suplicio. Era un hombre robusto,
pero cuando hablaba, parecía que le costara respirar y la fortaleza
aparente empezaba a menguar. Se movía lentamente por el cuarto médico
que había arreglado en la parte trasera de su casa.
Recuerdo el cristal de la claraboya que yo miraba minuciosamente contando las rayas, manchas, quebraduras u otros detalles, mientras el odontólogo intentaba detener el avance de mis caries, taladrando y empastando una de mis muelas, para que las bacterias no reaparecieran. Cuando todo había terminado me acompañaba a la puerta arrastrando de mala gana su cuerpo, como si fuera un fardo que debía trasportar. En aquella época era un fumador empedernido, encendía un cigarrillo, entre visita y visita, incluso a veces entre un quehacer y otro, mientras la persona con la boca abierta esperaba que se secara el empaste de amalgama. Creo que dejó de fumar hacia los cincuenta años, quizás por eso, y porque siguió devorando los suculentos manjares que le preparaba cada día su esposa, luego engordó tanto.
Recuerdo el cristal de la claraboya que yo miraba minuciosamente contando las rayas, manchas, quebraduras u otros detalles, mientras el odontólogo intentaba detener el avance de mis caries, taladrando y empastando una de mis muelas, para que las bacterias no reaparecieran. Cuando todo había terminado me acompañaba a la puerta arrastrando de mala gana su cuerpo, como si fuera un fardo que debía trasportar. En aquella época era un fumador empedernido, encendía un cigarrillo, entre visita y visita, incluso a veces entre un quehacer y otro, mientras la persona con la boca abierta esperaba que se secara el empaste de amalgama. Creo que dejó de fumar hacia los cincuenta años, quizás por eso, y porque siguió devorando los suculentos manjares que le preparaba cada día su esposa, luego engordó tanto.
Veo también la
bata blanca de Antonio Castells que se movía con rapidez, junto a su
cuerpo enjuto cuando iba desplazándose por la salas de su clínica; era un hombre afable con sus pacientes y enfermeras. Cada
vez que me sentaba en la butaca de su quirófano, él me entretenía charlando. Su tertulia hacía que mi distrajera y me relajara.
Por eso a lo largo de todos esos años él ha seguido cuidando mi
dentadura, a pesar de los tantos kilómetros que nos separaban.
Hasta
que el otro día se me rompió un trocito de una muela, mientras me la
limpiaba con un hilo dental.
-
¡No voy a ir a España adrede para la reconstrucción de esa muela! Me
dije, mientras me miraba al espejo con la boca abierta para ver mejor
la pieza quebrada.
Mi
marido se cuida muy bien y por supuesto, el dottor
Sisti, su dentista, es una persona puntillosa. Quizás el hecho de
ser demasiado quisquilloso y tener poca paciencia, hace que de vez
en cuando riña a los pacientes porque no saben usar el cepillo,
pues según él todo el mundo se limpia mal los dientes.
-
No quiero ir a la consulta del dottor Sisti, ese hombre me pone
nerviosa. Me dije.
No
le comenté nada a mi marido, pues estaba segura de que él me aconsejaría
que fuera a ver a su dentista.
Recordé
que había conocido en un cursillo, a una mujer que se dedicaba a
corregir defectos de la dentadura o algo por el estilo, quien me
dijo que trabajaba junto a una odontóloga simpática y muy
buena profesionalmente. Eran socias y tenían bastante clientela en
la parte Sur de la ciudad.
-
¿Cómo se llamaba mi compañera de curso de escritura? Me pregunté.
Busqué
en mi ordenador el correo electrónico de tres años atrás y logré
encontrar el de mi amiga ortodoncista, quien se llamaba Manuela.
Le
envié un correo y ella me contestó en seguida, dándome hora para
el día siguiente.
Fui
en bicicleta a pesar de que el lugar no estuviera cerca. Era un
día precioso y descubrí un nuevo carril de bicis, eso me puso de
buen humor.
Llegué
a la cita hacia las cuatro de la tarde y Manuela me esperaba
risueña en la puerta del primer piso de un edificio moderno.
-
Has tenido mucha suerte, la señora que iba detrás de ti ha desdicho
la cita, por lo tanto además de la visita, te podemos empezar el
tratamiento.
Me
presentó a su socia, la dottoressa Pezzali, quien a pesar de ir
enfundada con una bata y gorrito verde, era atractiva; más que
guapa, tenía gracia en el semblante y en
sus acciones. Era
realmente amable, como me había contado mi amiga mientras hacíamos
un trabajo de pares en el cursillo.
Mientras
la dottoressa Pezzali, movía con destreza sus manos y me iba
explicando lo que estaba haciendo dentro de mi boca, decidí que
ella iba a ser mi nueva dentista.
Después de un largo silencio la doctora me dijo:
Después de un largo silencio la doctora me dijo:
-
¿Le ha molestado el sabor de bicarbonato en la boca? Ahora ya puede enjaguar y
luego escupir.
Al
oír esas palabras, mi asusté, pues estaba tan relajada, pensando en
los varios sillones de dentista que habían pasado por mi vida, que
por unos segundos había olvidado que estaba sentada en uno de
ellos.
Il
dente rotto
Seduta su quella poltrona pensavo che stavo per
spezzare l'ultimo legame che mi era rimasto col mio paese.
Una sera di quarant'anni fa sono partita con l'ultimo treno diretto a
Barcellona, con una grande valigia che conteneva tutte le mie cose.
Ho raggiunto a piedi la stazione di Francia, da dove allora
partivano i convogli verso l'estero, dato che la stazione dei
treni locali, dove ero arrivata, era molto vicina. Li mi
aspettavano, per salutarmi, due amiche, con cui condividevo un
appartamento in città.
Nel
corso dei tanti anni in cui sono vissuta lontana dalla Spagna, ho
sostituito via, via le persone che mi davano benessere, ovviamente
senza contare la famiglia o gli amici: il parrucchiere, la sarta,
il medico di famiglia, la ginecologa e il farmacista di fiducia.
Qualche anno fa ho scoperto che era stato aperto un nuovo centro estetico, a soli due isolati da casa; era lo stesso periodo in cui Alicia, l'estetista del mio paese, alla quale ero molto affezionata, era andata in pensione. Ero un po' preoccupata il giorno in cui ci sono andata, temevo di sentire la mancanza delle mani di Alicia, ma le due signore che gestivano il centro sono state molto gentili con me e mentre la donna più minuta mi spalmava una cera profumata sulle gambe, mi sono veramente rilassata.
Qualche anno fa ho scoperto che era stato aperto un nuovo centro estetico, a soli due isolati da casa; era lo stesso periodo in cui Alicia, l'estetista del mio paese, alla quale ero molto affezionata, era andata in pensione. Ero un po' preoccupata il giorno in cui ci sono andata, temevo di sentire la mancanza delle mani di Alicia, ma le due signore che gestivano il centro sono state molto gentili con me e mentre la donna più minuta mi spalmava una cera profumata sulle gambe, mi sono veramente rilassata.
Da
allora, nel paese mi era rimasto solo il dentista della mia
giovinezza, che avevo più volte cercato di sostituirlo, ma senza riuscirci.
Ogni
anno, durante le vacanze estive, mi recavo alla clinica
odontoiatrica, che si trovava nella strada in cui ero nata e dove
avevo a lungo giocato durante la mia infanzia. Il giovane dentista,
Antoni Castells, si era trasferito lì, a metà degli anni
settanta, dopo la morte del padre, il dottor Castells, il quale era
stato non solo il mio primo dentista e ma anche il primo che aveva
aperto uno studio nel paese. Mia madre mi raccontava che mio nonno
andava a farsi togliere i denti dal barbiere.
Vedo
una bambina di circa dieci o dodici anni seduta sulla poltrona
medica dello studio del vecchio dentista; in realtà era piuttosto
giovane, forse sulla quarantina, ma a me sembrava anziano. Ricordo ancora
i baffi grigi, che spuntavano dal suo viso paffuto, come i pelli
arruffati di una foca. Immobile sopportavo le sue enormi mani che
entravano nella mia bocca, a volte, quando lui espirava l'aria dal
naso troppo vicino a me, mi sentivo soffocare. Non indossava
dei veri guanti, usava due manicotti di gomma uno nel pollice e
l'altro nell'indice della mano destra. Quel sapore di gomma in bocca
mi procurava nausea, ma tenevo duro, aspettando che finisse al
più presto il martirio. Era un omone, ma quando parlava, sembrava
che durasse fatica a respirare e la sua forza apparente cominciava a
sparire. Si muoveva lentamente nella stanza-studio che aveva sistemato
nella parte posteriore della sua casa
Mi
ricordo che guardavo il lucernario con attenzione e contavo le righe,
macchie, crepe o altri dettagli, mentre il vecchio dentista cercava
di curare le mie carie, otturandomi il dente malato, in modo di
debellare i batteri. Quando tutto era finito mi accompagnava alla
porta trascinando il suo corpo con riluttanza, come se fosse un
fardello che doveva essere trasportato. A quel tempo era un
fumatore accanito, si accendeva una sigaretta, tra una visita e
l'altra, ma qualche volta addirittura tra una procedura e l'altra,
mentre la persona di turno, con la bocca aperta, era in attesa che
l'amalgama si fosse cementata. Credo che abbia smesso di fumare verso la
cinquantina, forse per questo motivo e perché amava divorare i
ricchi pasti che ogni giorno sua moglie gli preparava, era molto
ingrassato.
Mi
sembra poi di vedere ancora il camice bianco di Antonio Castells, il
mio secondo dentista, che si muove rapidamente, trascinando il suo
corpo filiforme tra le sale della nuova clinica; sempre affabile
con i suoi pazienti e le infermiere. Ogni volta che mi recavo nel
suo studio, mi incantava con le sue chiacchiere, facendo sì che
pensassi ad altro e mi rilassassi, per questo in tutti questi anni ha
continuato prendersi cura dei miei denti, nonostante noi fossimo
distanti più di mille chilometri. Fino a quando l'altro giorno, mentre mi passavo il filo
interdentale, mi
si è rotto un pezzo di un dente.
-
Non voglio andare in Spagna appositamente per la ricostruzione di
questo molare! Mi sono detta, mentre mi guardavo allo specchio con la
bocca aperta, per vedere meglio il pezzo rotto.
Essendo
mio marito piuttosto preciso, qualche anno fa scelse un dentista
pignolo, il dottor Sisti, il quale avendo poca pazienza
rimprovera spesso i pazienti; secondo lui tutti si puliscono male i
denti perché non sanno utilizzare bene lo spazzolino.
-
Non voglio andare dal dottor dottor Sisti, quell'uomo mi rende
nervosa. Ho pensato dentro di me.
Non
ho detto niente a mio marito, perché ero sicura che mi avrebbe
consigliato di farmi vedere dal suo dentista.
Mi
è venuto in mente che avevo conosciuto in un corso di scrittura
creativa, che avevo seguito qualche anno prima, una donna che si
dedicava a correggere i difetti dei denti o qualcosa del genere. Mi
disse che lavorava a fianco di una dentista molto brava. Da poco avevano aperto insieme, nella parte meridionale della città, uno studio, e che per fortuna la clientela stava crescendo.
-
Come si chiamava la mia compagna di corso? Mi sono domandata.
Ho
cercato nel computer le mail di tre anni prima e sono riuscita a
ritrovare quelle della mia amica ortodontista, che si chiamava
Manuela.
Le
ho scritto una mail e lei mi ha risposto immediatamente, dandomi un
appuntamento per le quattro del pomeriggio del giorno successivo.
Ci
sono andata in bicicletta anche se il posto non era vicino. Era una
bella giornata e ho scoperto una nuova pista ciclabile, questo ha
fatto venire in me il buon umore.
Sono arrivata puntuale. Manuela mi ha accolta sorridente, davanti alla porta di un appartamento al primo piano di un edificio moderno.
Sono arrivata puntuale. Manuela mi ha accolta sorridente, davanti alla porta di un appartamento al primo piano di un edificio moderno.
-
Sei stato molto fortunata, la signora che era dietro a te ha
rinunciato all'appuntamento, quindi, oltre che a eseguire un
controllo, siamo in grado di iniziare il trattamento.
Mi
presentò la sua socia, la Dottoressa Pezzali, la quale nonostante
fosse infagottata in un camice e berretto verdi, aveva un qualcosa di accattivanti, forse perché il suo sorriso e il suo atteggiamento emanavano gentilezza. Ed era davvero brava, come mi aveva detto la mia amica.
Mentre
la Dottoressa Pezzali, muoveva con cura le mani e mi raccontava
quello che stava facendo dentro la mia bocca, ho deciso che lei
sarebbe stata la mia nuova dentista.
Dopo un lungo silenzio, la dottoressa mi ha domandato:
Dopo un lungo silenzio, la dottoressa mi ha domandato:
-
Le ha dato fastidio il sapore di bicarbonato?
E
poi ha continuato dicendo:
-
Adesso può sciacquarsi la bocca.
Quelle
parole, mi hanno quasi spaventata, perché mi ero così rilassata,
pensando alle varie poltrone dentistiche che erano passate per la
mia vita, che per alcuni secondi, mi ero dimenticata di essere
seduta su una di loro.