Hace más de quince años que escucho el disco, “Kind of Blue” de Miles Davis.
Lo compró
U. cuando los niños aún eran pequeños. Al principio, cuando lo
ponía no lo oía detenidamente, pues siempre estaba entretenida
haciendo mil tareas de casa, por lo tanto el jazz para mí era solo
música de fondo.
Una noche en
la que estaba muy cansada y nuestros hijos finalmente dormían, me
senté en el sofá rojo y puse el disco, que desde entonces no he
dejado de escuchar.
Recuerdo que
U. había ido al cine y que yo estaba contenta por él y porque
habría estado sola en nuestro silencioso apartamento, cosa muy rara,
pues desde que habían nacido nuestros hijos salíamos muy poco. Pero
aquel invierno nos habíamos abonado a un cine cerca de casa, donde
ponían películas de estreno. Una semana iba él y la siguiente yo.
La trompeta
de Miles Davis me raptó y me quedé inmóvil.
A pesar de
ser temprano, eran solo las nueve y media de la noche, tenía sueño
porque había permanecido un buen rato en la penumbra del cuarto
de los niños contándoles el cuento de la maleta que tanto les
gustaba.
El relato
empezaba describiendo a una abuelita dulce y cariñosa, que durante un invierno muy frío, en el
que nadie podía salir de casa por la gran nevada, les narraba a
sua nietos viejas historias de la familia. Un día les reveló un secreto.
- En el desván del viejo caserón hay una maleta, que a veces concede deseos a quien se los pida.
Se oía solo la voz suave de la abuela, mientras la leña chispeaba y crujía; las horas pasaban sin que nadie se moviera del banco de madera, donde estaban sentados cerca de la chimenea.
- En el desván del viejo caserón hay una maleta, que a veces concede deseos a quien se los pida.
Se oía solo la voz suave de la abuela, mientras la leña chispeaba y crujía; las horas pasaban sin que nadie se moviera del banco de madera, donde estaban sentados cerca de la chimenea.
La abuela tejía lentamente la narración con historias paralelas, anécdotas y
peripecias para que el hallazgo de la maleta tuviera lugar lo más
tarde posible.
Lo mismo
hacía yo con mis hijos. El cuento procedía muy depacio, pues me
entertení algunas noches en la descripción de todos los detalles de
las habitaciones del caserón, sobre todo les hablé del cuarto trastero. Un desbarajuste de trastos en el que ya nadie entraba nunca, sin embrago dentro de un cajón de un viejo escritorio, había
una cajita de cartón forrada con un papel de florecitas de colores
claros, que contenía postales de ciudades lejanas, cartas y viejas fotografías. La abuela las había
ordenado, reclasificándolas cronológicamente, durante las largas y
solitarias tardes de su vejez, sin el abuelo.
No se dejaba
contagiar solo por la añoranza y muchos de sus recuerdos se
transformaban en fantásticas aventuras para sus nietos, como las
hazañas del abuelo durante la guerra civil española, que volaron
rápidas y ligeras como el polvo que aleteaba por el aire del
trastero.
La narración
de la enfermedad de la abuela me abarcó muchos días, pues empecé
con la primera gotita de sangre que manchó su pañuelo, después de
un ataque de tos perniciosa y terminé con la historia del burro
perezoso que se paraba, siempre a la misma hora y en el mismo punto, a lo largo del recorrido circular que hacía para mover la noria, que sacaba el
agua del pozo del campo de los abuelos.
La abuela logró que el burrito anduviera, porque se quedaba día tras día a su lado sentada en una silla de paja mientras leía novelas de amor.
Cuando el burro se acercaba, ella leía bajito, cuando se alejaba subía el tono de voz. Gracias al alegría de ver el agua que salía del pozo y a las novelas de amor, encontró el coraje para confesarle al abuelo que estaba muy enferma. Los dos, durante mucho tiempo, lucharon contra la enfermedad de la abuela, que al final logró curarse.
La abuela logró que el burrito anduviera, porque se quedaba día tras día a su lado sentada en una silla de paja mientras leía novelas de amor.
Cuando el burro se acercaba, ella leía bajito, cuando se alejaba subía el tono de voz. Gracias al alegría de ver el agua que salía del pozo y a las novelas de amor, encontró el coraje para confesarle al abuelo que estaba muy enferma. Los dos, durante mucho tiempo, lucharon contra la enfermedad de la abuela, que al final logró curarse.
Al cabo de
algunas noches agoté mi imaginación y dejé que mi relato llegara
al armario donde se hallaba la maleta, que era de cartón marrón con
una manecilla de madera, su interior estaba forrado por una funda de
tela gris con rayitas marrones. Dentro había algunos objetos muy
raros: un huevo de
madera un poco carcomido, un libro de un poeta catalán desconocido,
un testamento, unas gafas redondas graduadas, un juego de sábanas de
lino, un estuche de latón que contenía pequeños juguetes de hojalata y una llave para abrirlo.
La
descripción de aquellos antiguos juguetes mecánicos en minuatura me
llevó también algunas noches. Sin embargo lo que más les
impresionó a mis hijos fue que la maleta abierta, con todos los
objetos que encerraba dentro, ni uno más ni uno menos y puestos en
una determinada posición, concediera deseos, pero con la condición de que trajeran felicidad ajena.
- ¿Qué
quiere decir felicidad? Me preguntó mi hija.
- Es muy
difícil de definir la felicidad, pero creo que consiste en saber
apreciar las pequeñas cosas, que son las que nos dan bienestar,
sea a nosotros que a las personas que nos rodean.
- ¿Se
puede ser feliz haciendo rabiar a los amigos? pues en mi clase hay
un niño que goza molestando y maltratando a otro compañero. Dijo
mi hijo.
- No, ese
niño debe de ser muy infeliz, pues la verdadera felicidad se
obtiene solo procurando el bien de los demás, le dije.
Seguí el
relato hablando de los vecinos de la abuela, que vivían en una casa
destartalada y casi derruida al lado del caserón. Eran un hombre
solterón y su hermana loquilla, que habían tenido mala suerte en
la vida, pues no conseguían apreciar nada bueno en ella. Cada vez
que la abuela abría la ventana la espiaban y crecía en ellos su
envidia, porque la veían siempre risueña. Decidieron descubrir su
secreto. Con unos gemelos y un telescopio, no tardaron en llegar a
saber que aquella maleta era extraordinaria.
Una noche
muy oscura los vecinos le robaron la maleta a la abuela y aquí seguía una larga historia
llena de aventuras, porque todos los habitantes del pueblo buscaron desesperadamente por casas, bodegas y calllejuelas, la maleta de la felicidad, todo ello en un paisaje nevado.
Las imágenes
de la tierra cubierta de nieve fueron desapareciendo de mi cabeza y
aquella trompeta de Miles Davis me dio un impulso nuevo e hizo que mis ojos me
observaran sentada en el sofá rojo, desde otra perspectiva.
Al cabo de
pocos minutos escuché el saxofón de John Coltrane e mi piel se puso
de gallina.
- ¿Cómo había
podido desconocer aquella música tan bella?
Me eché en
el sofá, cerré los ojos y cuando el saxofón dejó de sonar, fue entonces que percibí el piano de Bill Evans. La melodía hizo
que apreciara la belleza de aquella noche y que pensara que
todavía tenía por delante tantas noches como aquélla,
La lámpara
iluminaba un parte del sofá, en ella había un libro.
Hacia el
final del disco, mientras el piano difundía sus notas suaves
salpicadas por la fuerte intensidad de la trompeta y luego por la voz plácida del saxofón,
pensé que aquel disco era un poco como la maleta de la abuela.
A lo largo
de los años, cuando estoy sola en casa, pongo siempre el mismo disco “Kind of
Blue” de Miles Davis, quizás
porque día tras día deseo alcanzar un poco de felicidad.
Il disco e la valigia
Sono più
di quindici anni che ascolto il disco “Kind of Blue” di Miles
Davis.
Lo aveva
comprato U. quando i nostri figli ancora erano molto piccoli.
Inizialmente,
quando lo mettevo, lo ascoltavo di sfuggita, dato che ero sempre
impegnata con i bambini o indaffarata con le faccende domestiche; per
me il jazz era soltanto musica di fondo.
Mi ricordo
che una notte, nella quale ero molto stanca e i piccoli si erano
finalmente addormentati, mi sono seduta sul divano rosso e chissà
perché ho scelto proprio quel disco di Miles Davis che da allora non
mi sono stancata di ascoltare.
Ricordo che
U. era andato al cinema e io ero contenta perché mi sentivo bene da
sola nella nostra silenziosa casa e anche perché uno di noi era
potuto uscire, cosa insolita da quando erano nati i nostri figli. Ma
quel inverno avevamo fatto un abbonamento in un cinema vicino per
poter vedere i film in prima visione. Una settimana ci andava lui e
la seguente toccava a me.
La tromba di
Miles Davis mi rapì e rimasi immobile ad ascoltare quel malinconico
suono.
Era presto,
forse erano appena le nove e mezza, ma avevo sonno perché ero
rimasta a lungo nella penombra della stanza dei bambini,
raccontandogli la storia della valigia della nonna che tanto gli
piaceva.
Avevo
cominciato il racconto con la descrizione della dolce e affettuosa
nonnina, che in un inverno molto freddo, durante il quale nessuno
poteva uscire di casa per la grande nevicata, raccontava ai suoi
nipoti vecchie storie di famiglia.
Si sentiva
solo la sua voce soave mentre la legna scoppiettava, quando svelò ai
bambini il suo segreto: nella soffitta della vecchia casa c'era una
valigia che aveva poteri straordinari.
La nonna,
seduta su una panca di legno di fronte al caminetto, tesseva
lentamente il racconto attraverso storie parallele, aneddoti e
peripezie per far sì che il ritrovamento della valigia avvenisse il
più tardi possibile.
La stessa
cosa facevo io con i miei figli. La narrazione procedeva piano piano,
giacché mi soffermavo nella descrizione di tutti i dettagli delle
stanze della casa e degli oggetti contenuti in esse.
Soprattutto
gli parlai di una stanza dove c'erano molti oggetti e mobili ormai in
disuso, una specie di ripostiglio, dove in un cassetto di una vecchia
scrivania si nascondeva una scatola di cartone fatta a mano e
ricoperta con una carta a fiorellini di colori pastello, che
conteneva cartoline di città lontane, lettere e fotografie.
La nonna le
aveva ordinate cronologicamente, durante i lunghi pomeriggi della sua
vecchiaia per cacciare via la solitudine che a volte sentiva da
quando era morto il suo compagno di tutta una vita.
Ma non si
lasciava prendere dalla nostalgia e molti dei suoi ricordi
diventavano fantastiche avventure, come le imprese eroiche del nonno
durante la guerra civile spagnola, che volavano leggere come la
polvere che si muoveva nell'aria della stanza, prima di depositarsi
sui mobili.
La storia
della malattia della nonna ci ha tenuto compagnia per molti giorni,
dato che cominciai la narrazione descrivendo i minimi particolari, da
quando la nonna aveva scoperto la prima goccia di sangue che le
macchiò il fazzoletto dopo un attacco di tosse, mentre raccoglieva
fagiolini nell'orto.
Mi ricordo
inventai pure la storia del mulo, il quale una volta legato con
una corda di cuoio al centro del pozzo, doveva girarci intorno per
estrarre l'acqua, ma il pigro mulo si fermava dopo poco, ogni volta
nello stesso punto e alla stessa ora.
La nonna non
sapeva come convincerlo a muoversi. Se gli stava vicino cominciava a
camminare, appena si allontanava si fermava di nuovo. Allora lei
escogitò un piano che risultò molto efficace:
La nonna era
una fervorosa lettrice, ma non avendo mai tempo riusciva a leggere
solo quando si coricava. Prima sua madre e poi suo marito non
volevano che leggesse al letto, dove lei amava divorare i romanzi
d'amore. Quindi decise che il miglior posto dove poter leggere
sarebbe stato accanto al mulo a sedere sulla sua seggiolina di
paglia.
L'animale,
accanto alla nonna, si sentiva accompagnato e girava in torno al
pozzo. La nonna leggeva a voce più alta quando il mulo si
allontanava e l'abbassava la voce quando lui si avvicinava.
Giorno dopo
giorno l'acqua sgorgava dal pozzo e la lettura dei suoi romanzi
preferiti diedero alla nonna il coraggio di confessare al nonno la
sua malattia, che insieme, dopo lunghi e dolorosi anni, riuscirono
a sconfiggere.
La mia
immaginazione cominciava a esaurirsi, quindi ho lasciato che il mio
racconto raggiungesse l'armadio dove si trovava la valigia.
Era di
cartone marrone con la maniglia di legno chiaro, dentro era foderata
di seta grigia a righine marroni.
Al suo
interno c'erano alcuni oggetti un po' bizzarri:
un uovo di
legno tarlato, un libro di un poeta catalano sconosciuto, un
testamento, degli occhiali tondi da vista, un lenzuolo di lino, un
portachiavi con una sola chiave, che apriva una scatolina dove
c'erano piccoli giocatoli.
Ho dedicato
alcuni giorni alla descrizione di quei antichi giochi meccanici in
miniatura, ma la cosa che più aveva colpito i miei figli era che la
valigia aperta con tutti gli oggetti che conteneva, posti a incastro
e in una determinata posizione, concedesse dei desideri a chiunque
lo chiedesse, a una sola condizione:
che
portassero felicità anche agli altri.
- Cosa
significa felicità, mi ha domandato mia figlia
- E'
molto difficile spiegare cosa è la felicità, ma credo che consista
nel apprezzare e valutare le piccole cose, che sono quelle che ci
infondono benessere, sia a noi che alle persone che ci circondano,
gli ho risposto.
- Forse
si può essere felici anche dando noia agli altri. Sai, nella mia
classe c'è un bambino che gode a stuzzicare e maltrattare il suo
compagno di banco, disse mio figlio.
- Questo
bambino deve essere molto infelice, perché la vera felicità se
ottiene facendo il bene agli altri, gli dissi.
Ho ripreso
la storia parlando dei vicini di casa della nonna, che abitavano in
una antica costruzione signorile molto trasandata e quasi diroccata,
accanto alla vecchia casa di famiglia. Erano un zitello di mezza età
e la sua giovane sorella che soffriva di demenza precoce. Entrambi
avevano avuto poca fortuna nella vita, forse perché non erano
riusciti a trovare mai niente di positivo in essa.
Ogni volta
che la nonna apriva le tende delle finestre i due vicini la spiavano
e in loro cresceva l'invidia, perché la vedevano sempre sorridente.
Decisero di
scoprire il segreto della nonna. Con dei binocoli e un piccolo
telescopio riuscirono a capire che quella valigia di cartone era
straordinaria.
Una notte
molto buia rubarono la valigia; a partire da quel momento la storia è
diventata più avventurosa. Perché tutti gli abitanti del paese
erano alla ricerca disperata della valigia della felicità, per le
strade, nelle case, nelle cantine del paesino innevato.
Le immagini
delle terre coperte dalla neve sono sparite lentamente dalla mia
testa e il suono della tromba di Miles Davis mi ha dato vitalità e una sensazione
di novità, come se la mia vita avesse un nuovo orizzonte. Di colpo
mi sono guardata da un'altra prospettiva e mi
sono vista a mio agio seduta su quel sofà rosso.
Dopo pochi
minuti ho ascoltato il saxofono de John Coltrane e la mia pelle è
diventata d'oca.
Mi sono
sdraiata sul divano e ho chiuso gli occhi quando il saxofono ha lasciato spazio alle note del piano di Bill Evans ed è stato allora che ho potuto percepire la
bellezza di quella sera e ho pensato che forse avrei avuto di fronte
a me altre serate come quella.
- Come avevo
potuto non aver apprezzato prima quella bella musica?
La lampada
illuminava un angolo del divano proprio dove si trovava appoggiato il
mio libro.
Verso la
fine del disco, mentre le soavi note del piano erano intercalate
dalle decisa ma sempre dolce melodia degli strumenti di fiato, ho
pensato che quel disco era per me come la valigia della nonna.
Lungo tutti
questi anni, quando sono da sola a casa, ascolto sempre il solito
disco, “Kind of Blue” de Miles Davis, forse perché ogni volta
voglio coglierne
e vivere un po' di felicità.