Empezaba a amanecer, el mar estaba en calma y soplaba una ligera brisa de tierra. En el embarcadero de la playa, los pescadores tiraban las cuerdas, empujando las barcas mar adentro. Manuela Llopis Hernández oyó a lo lejos los gritos de los hombres que se hacían a la mar. Se paró delante de la ventana, miró el mar y esperó a que la playa estuviera desierta del todo para cruzar la puerta. Antes de hacerlo, tuvo un momento de lucidez y cogió del armario la caja de latón donde guardaba las fotografías. Se sentó en una silla cerca de la ventana y las fue mirando una por una. Separó dos: un retrato suyo en sepia de cuando llegó a España y otro donde posaba orgullosa con sus dos hijas pequeñas, una a cada lado. Dejó su retrato en el cajón del escritorio que había sido de Narciso, su esposo. Luego besó la otra fotografía y la guardó de nuevo en la caja. Con aquel gesto se estaba desprendiendo de la mujer que había sido durante los últimos años. Sin embargo, la culpable de la fuga no era ella, sino la muchacha cubana que todavía albergaba en su corazón.
Al levantarse de la cama, se puso un mantón de lana gris sobre los hombros y se calzó con unas zapatillas de esparto. Llevaba un largo camisón blanco de media manga, bordado a mano. En una cama al lado de la suya, Caridad, su criada cubana, dormía profundamente y, para que no se despertara, Manuela se movió sigilosamente por el cuarto. Luego entró en el dormitorio de su hija Amelia y observó detenidamente la cabeza que sobresalía de la colcha: los párpados cerrados, la nariz chata, las arrugas del rostro, los labios un poco abiertos y el pelo grisáceo. Al notar que respiraba plácidamente, se tranquilizó. Dejó sobre la mesita de noche el retrato que había escogido para ella. En una alcoba que comunicaba con la de Amelia descansaban sus dos bisnietas, a quienes les acarició delicadamente los cabellos. La mayor era morena, tenía tres años y la pequeña, que había recién cumplido uno, era rubia. Luego se dirigió al dormitorio del fondo, donde vio a una mujer acurrucada en un rincón de una cama grande. No se acordaba de quién era. Se quedó mucho rato mirándola, hasta que oyó las campanas que anunciaban la primera misa, cogió su sombrero y salió de casa.
Con la caja de fotografías agarrada en el pecho, se acercó a la playa y se sentó en la arena. Sacó de nuevo los retratos, que en su mayor parte eran de la época cubana. Acarició la imagen de sus padres y la besó varias veces. El sol iba levantándose poco a poco y la brisa cesó. Miró de nuevo el mar y recordó el largo viaje de La Habana a Barcelona que hizo con Narciso, Caridad y las niñas.
Ahora lo único que tenía que hacer era meterse en el agua y dejar que las corrientes marinas la llevaran a su tierra. Volteó la cabeza hacia atrás y divisó por última vez la magnífica casa de estilo colonial, rodeada por un frondoso jardín. Sin embargo, no se acordaba de que era ella la dueña y de que allí había vivido cincuenta años. En su cabeza existía sólo la casa de la finca de Entre Ríos en Consolación del Sur, donde anhelaba volver.
Se levantó y se encaminó hacia la orilla y poco a poco entró en el mar. Sus pies iban andando sobre el fondo arenoso y sus piernas sumergiéndose cada vez más bajo el mar; cuando el agua le llegó a la cintura, el camisón se quedó empapado y se hinchó como una vela de un barco.
Las campanas despertaron a Caridad y, al ver la cama vacía, corrió hacia la ventana. Vio que el cuerpo de su ama iba sumergiéndose y gritó:
—¡Señora Manuela, recule! ¡Señora!
La mujer que había perdido la cabeza se iba hundiendo hacia los abismos y la caja de latón con ella.