lunedì 17 novembre 2025

Il sangue Rh negativo di mia madre

 



L'altra sera mentre sfogliavo rapidamente un libro di biologia, per caso, i miei occhi si sono soffermati sul paragrafo “Rh e incompatibilità” e ho letto:


Può verificarsi una malattia emolitica nel feto o nel neonato se il sangue di una donna è Rh negativo, se porta in grembo un bambino Rh positivo e se, in precedenza, ha avuto un figlio con sangue Rh positivo.


Per il lavoro che facevo, sapevo già queste cose e le avevo ripetute per anni ai miei studenti, ma fino a quel momento non avevo mai fatto il collegamento con la mia nascita. 

Chiamai immediatamente mio padre, che mi confermò che il sangue di mia madre apparteneva al gruppo Rh negativo, poi chiamai mia sorella, la prima di tre figli, la quale mi disse che il suo sangue era Rh positivo.

Non ci potevo credere. Dato che anche il mio è Rh positivo, durante la seconda gravidanza di mia madre, nel suo sangue si erano sicuramente formati degli anticorpi in grado di distruggere i mie globuli rossi, attraverso la placenta. Avrei dovuto nascere con gravi patologie o addirittura morire. Invece sono nata sana, ma prematura.

Dovevo venire al mondo alla fine di agosto, ma una sera di metà luglio, mentre era seduta davanti a casa, a chiacchierare allegramente con le vicine, mia madre ha avuto delle coliche molto dolorose. Chiamato d'urgenza, il vecchio dottor Rossinyol escludeva che si trattasse di doglie, pensava piuttosto a un problema intestinale e, per questo, le fece somministrare dei clisteri. Ma i dolori di mia madre aumentavano sempre di più.

Allora mia nonna, saggiamente, chiamò Anita, la levatrice del paese. Anita era una donna bassina, non molto bella e molto seria e riservata, ma non smetteva di ridere quando nasceva un bambino. Un giorno, era arrivata in paese con suo marito, che era un barbiere, da non si sa dove.

Sono nata all'alba di una giornata torrida. Ero minuta, pesavo solo due chili. Dormivo sempre. Il dottore e la levatrice compresi temevano che sarei morta. Negli anni Cinquanta, nel mio paese, non c'erano incubatrici, quindi per tenermi al caldo mi hanno coperto con vari strati di vestitini di lana. 

Poi, mio padre mi metteva delle goccioline di collirio per svegliarmi all'ora giusta: dovevo mangiare e crescere. Sembra che mi sia attaccata facilmente al seno di mia madre e che abbia cominciato subito ad aumentare di peso.

Ogni volta che tornavo in Catalogna a trovare la mia famiglia mio padre mi ricordava sempre il giorno della mia nascita, dicendomi:


Eras molt maca,

la pell clara i els cavells negres,

el cap rodonet i el cos petitet.

Dormias sempre,

pero quan jo et posava les gotetes

els teus ulls eran com dues estrelletes 


Con il libro di biologia in mano ho capito il perché della mia nascita prematura: stavo male nel grembo di mia madre, ero debole ma sentivo un impulso che mi spingeva fuori, dovevo uscire prima che gli anticorpi di mia madre distruggessero i miei giovani globuli rossi. Ho riconosciuto in quell'impulso la forza che ancora oggi mi spinge ad andare avanti. Ho ripreso il libro e, accarezzandolo ho capito di essere una donna fortunata che aveva lottato per nascere e ce la aveva fatta.





Eri molto carina, la pelle chiara e i capelli neri, la testina rotonda e il corpo piccolino. Dormivi sempre, però quando ti mettevo le goccioline i tuoi occhi erano come due stelline.



venerdì 7 novembre 2025

Los indianos

 



A media mañana Marina, después de un largo paseo, volvió a casa y se puso a ordenar los apuntes de la biblioteca y a ojear el libro que había tomado prestado. Hacia las dos, mientras terminaba de comer, sonó el móvil. Era una videollamada de sus hijos. Marina se alegró al oír su voz melosa. Maribel y Roberto no pararon de contarle cosas de Buenos Aires y la animaron a que dejara de lado el testamento y se reconciliara con su hermana.

Cuando colgó, dejó olvidado sobre la mesa el libro de la biblioteca y tomó de la caja la novela Las viudas de los jueves, de la escritora argentina Claudia Piñeiro. Le gustaba leer dos libros a la vez y cogerlos y dejarlos según cómo se sentía. En aquel momento necesitaba volver con la imaginación a Buenos Aires, donde había vivido tantos años. Pasó largo rato leyendo, tumbada en el sofá.

A las cinco de la tarde, volvió a la biblioteca para ver si encontraba más noticias de los indianos. Se sentó en la sala de lectura. Consultó varios libros, pero encontró bien poco. Cuando empezaba a desanimarse, una anciana que había estado leyendo la prensa cerca de su mesa se le acercó.

Perdone que me entrometa, pero he oído en el mostrador del vestíbulo que usted está buscando noticias sobre los indianos del pueblo.

Sí, pero hay poca cosa.

Si le apetece, puedo contarle la historia de mi familia, en la que también hubo un indiano.

Las dos mujeres salieron de la biblioteca y se dirigieron a la terraza del bar donde solía ir Marina. La mujer, que se llamaba Montserrat Cuní, tenía casi noventa años y vivía sola en el casco antiguo del pueblo. Sus hijos la ayudaban con las compras y la llevaban en coche al centro de salud cuando se ponía enferma, pero salía de casa todas las tardes a la misma hora para ir a la biblioteca. Sus gafas de concha redondas y su pelo blanco corto le daban un aire intelectual. Había sido maestra de primaria durante más de cuatro décadas. Se casó a los cuarenta años con Pere Torrent, un sastre viudo. Al cabo de pocos meses se quedó embarazada y dio a luz a dos mellizos. Su esposo también fue longevo; falleció a los noventa y dos años, mientras dormía. Montserrat habló con cariño de su marido y le dijo que lo añoraba durante cada hora del día.

Nos conocimos tarde, pero Pere fue un magnífico esposo y padre y, para sus clientes un buen sastre. —le dijo emocionada.

Los vecinos del pueblo la habían tildado de mujer rara. Primero la habían tachado de solterona, luego, casándose de mayor, de estéril, pero les sorprendió dando a luz a los dos mellizos.

Tras una breve pausa, Montserrat siguió contando.

Mi abuelo Esteban Cuní se fue muy joven a Cuba para hacer fortuna, en el año 1870. Dejó en casa de sus suegros a Ángela Catalá, su esposa veinteañera, a un hijo de dos años y a un bebé de pocos meses. Al principio le enviaba dinero y le escribía cartas, prometiéndole que regresaría rico, dejó de hacerlo al cabo de unos años. Ángela, gracias a sus padres, que eran panaderos, crió a sus hijos sanos y fuertes. En 1868, un grupo de cubanos liderados por Carlos Manuel de Céspedes empezó a luchar por la independencia de España y la abolición de la esclavitud. Estalló una guerra feroz que duró diez años, llamada Guerra Grande. Los esclavos se alistaron voluntaria o forzadamente en el bando de los rebeldes y fueron carne de cañón. Céspedes cayó en 1874, pero la lucha siguió otros cuatro años y hubo más de cien mil muertos. Pocos meses después del frágil acuerdo entre las dos partes, estalló la Guerra Chiquita, que duró pocos meses, pero las guerrillas no cesaron nunca. Esteban Cuní, cansado de tantas matanzas y penurias, decidió regresar a su patria.

¿Volvió rico?

¡Qué va! Llegó a Cataluña sin un duro con Cándida, una muchacha mulata, que presentó a todo el mundo como su criada. Ángela, al verlos comparecer en su casa, tragó su indignación y aceptó a Sebastián para que sus hijos tuvieran un padre, pero relegó a Cándida a las labores de sirvienta y le puso un catre en el establo. Ángela era la dueña y mandaba, pero Cándida no consentía que le faltara al respeto, ya que aún recordaba la esclavitud a la que su madre estuvo sometida. Ella había nacido libre y quería serlo de verdad. La muchacha tenía buen carácter, pero cuando Ángela se enfadaba y la reñía por cualquier cosa, ella no se callaba, sacaba las garras y le decía: —Yo no soy tu esclava —exclamó Montserrat, levantando la voz.

¿Y qué pasó luego? — le preguntó Marina.

Vivieron los tres juntos bastantes años. Hasta que Ángela se quedó embarazada de nuevo. Mi abuela no se esperaba a otro hijo, pues tenía cuarenta y ocho años. Aprovechó aquel acontecimiento para echar a la mulata de casa definitivamente. Esteban no se atrevió a oponerse, ya que la dueña de todo era su esposa y no tuvo el valor de fugarse con ella. Le encontró un cobijo y la metió de sirvienta en una masía cerca de Tordera.

Pobre Cándida —suspiró Marina.

Después de un largo silencio, en que la anciana aprovechó para sonarse la nariz y beber un poco de agua, continuo hablando.

Los chismosos del pueblo rumoreaban que Esteban visitaba a menudo a Cándida y que tuvo una hija con ella.

¿Cuál era el apellido de Cándida?

Rubio. Me lo reveló mi padre antes de morir, pero él nunca se atrevió a ir a preguntar por ella.

¿Y tú no fuiste a buscarla?

Yo nunca supe nada. Pero hace un par de años, cuando murió mi esposo, le pedí a uno de mis hijos que me acompañara a Tordera. Pregunté allí y fui al archivo municipal, pero no logré averiguar nada.

¡Qué lástima!

Si existió la hermanastra de mi padre, ahora ya estará muerta.

Calló unos segundos, respiró hondo y siguió con brío su relato.

La mayor parte de los indianos se estableció en la calle del Mar, en el tramo final, donde solo había huertos. Antes de volver definitivamente a España, desde Cuba, compraban una finca y allí hacían construir la casa. Los más ricos construían mansiones lujosas; los demás, la mayoría, se hacía casas más pequeñas, pero de estilo refinado y de dos plantas. En aquel entonces, las casas de la aldea eran de una sola planta, y albergaban tanto la vivienda como las cuadras para los animales. Entre finales del siglo XIX y principios del XX, la calle del Mar se fue poblando de indianos con su servidumbre mulata.

Vaya, se convirtió en un pueblo multiétnico.

¿Quiere oír otra historia de indianos?

Y sin dejarle responder, Montserrat empezó un nuevo relato.

Mi madre me contó que al lado de su casa vivía Jacinto Tarrés, con su esposa, Carmen Subirá, y sus tres hijos. Era una familia trabajadora y honrada. Carmen tenía parientes en Cuba. Cuando Segismundo Subirá, el padre de Carmen, se quedó viudo, emigró a la isla y se estableció en Matanzas, donde abrió una tienda de comestibles gracias a un primo. Muchos catalanes en Cuba eran tenderos o comerciantes. En la parte oeste de la isla había varias comunidades de catalanes. Al tendero le iba bien y le enviaba dinero a su hija; por lo que los Tarrés pudieron comprar telares y montar una pequeña fábrica de hilados. Hasta que un día llegó a Malgrat Cubita, como la llamaron desde el principio. Se presentó a los Tarrés como la sobrina de Segismundo, pero todos sospechaban que era su hija. Jacinto Tarrés se quedó prendado de la hermosa muchacha cubana y Carmen, celosa, aguantó unos meses hasta que la echó de casa. Cubita no quiso volver a Cuba y se fue a Venezuela con un joven del pueblo.

¿Todavía viven en el pueblo los Tarrés?

Cuando echaron a Cubita del pueblo, Segismundo dejó de enviarles dinero. Jacinto y Carmen siguieron con los hilados, pero cuando murieron, sus hijos cerraron la fábrica y emigraron a Alemania.

Gracias a sus historias, he descubierto que llegaron al pueblo algunas mujeres cubanas que trastornaron la vida de unos y alegraron la de otros.

Montserrat miró su reloj de pulsera, vio que era tarde y se despidió. Marina también se levantó para volver a la biblioteca.










sabato 4 ottobre 2025

Patate


                              

                                                                 

Sono le sette di sera e sono seduta al tavolo della cucina. Ho appena sbucciato delle patate per fare una frittata; poi le ho tagliate sottili, le ho messe in una padella con dell’olio abbondante, coprendole. Devo aspettare un po' perché siano pronte e ogni tanto devo girarle per evitare che si attacchino; nel frattempo, leggo un libro.
Abito in un appartamento in città e non ho molte occasioni per sentire i profumi delle piante dell'orto. Per questo, quando cucino, avvicino al naso pomodori, fagioli, lattuga e patate, che erano gli ortaggi più coltivati dai miei genitori negli anni Sessanta. Adesso annusando le mie dita che odorano di patate mi tornano in mente, come lampi, i ricordi della mia infanzia.


La mia era una famiglia contadina da molte generazioni. Abitavamo a Malgrat, un paese del Maresme, sulla costa nord-orientale della Catalogna. I miei bisnonni possedevano terreni lungo il fiume Tordera, a pochi passi dalla spiaggia. La zona, chiamata Pla de Grau, era una pianura fertile; ma ora l'agricoltura sta morendo a causa dell’espansione degli impianti turistici e industriali. Attualmente nel paese sopravvivono solo una decina di agricoltori, mentre negli anni Sessanta e Settanta erano centinaia le famiglie che vivevano dei prodotti della terra.

Da piccola sentivo gli adulti lamentarsi dei pericoli che mettevano a repentaglio i raccolti. Ogni volta che cadeva un forte acquazzone, mio nonno ci ripeteva che quando era giovane le piogge torrenziali, e con esse lo straripamento del fiume, avevano fatto marcire le radici delle patate. Mio padre, invece, quando percorrevamo la strada lungo la spiaggia, ci raccontava che, a causa delle grandi quantità di sabbia prelevata dal letto del fiume per costruire nuove case, il mare aveva avanzato erodendo quasi tutta la spiaggia e che una notte di tempesta l'acqua salata aveva raggiunto i campi, danneggiando le coltivazioni. Poi sorrideva soddisfatto e ci diceva:
«Ho lottato e sono riuscito a impedire che il mare arrivasse alle terre coltivate. La vita è una lotta, non dimenticatelo mai».
Si vedeva che era orgoglioso di aver fondato un comitato con altri contadini e albergatori della zona e di essere riuscito a farsi ascoltare dal sindaco convincendolo, a far mettere delle rocce sulla spiaggia per difendere la costa dalle tempeste.
Entrambe le minacce erano devastanti, ma, per fortuna, poco frequenti. Comunque, ogni anno in primavera, i miei genitori temevano le gelate tardive che avrebbero potuto danneggiare le piante. Inoltre, alla fine dell'estate e all'inizio dell'autunno, incombeva un'altra minaccia: le intense grandinate che distruggevano le foglie e rovinavano il raccolto. Insomma, il mondo era pieno di pericoli, pensavo da bambina.
La semina delle patate seguiva un rituale che si ripeteva ogni anno. In autunno si raccoglievano patate di una varietà adatta alla semina, che venivano depositate in cassette basse e larghe e coperte con dei teli affinché germogliassero al buio. Da ogni gemma spuntava un germoglio che avrebbe dato vita a una nuova pianta: un vero miracolo! Era importante che i tuberi non fossero esposti alla luce durante tutto l'inverno, perché se diventavano verdi producevano solanina, una tossina pericolosa.
Per la loro semina bisognava aspettare che fosse passato il rischio di gelate. Tra la fine di febbraio e i primi di marzo iniziava un altro rituale: mio padre, con l'aiuto di mia madre e di altri lavoratori, tirava fuori i tuberi dal loro letargo e li tagliava. Era importante usare un coltello affilato, ma non troppo per evitare di ferirsi. Lo facevano seduti in cerchio e, mentre li dividevano in due o quattro pezzi, ciascuno con un germoglio, chiacchieravano e ridevano, sempre con la radio sempre accesa. Noi bambini correvamo intorno a loro. La campagna di semina delle patate era molto importante per i guadagni delle famiglie contadine. I miei genitori speravano che il raccolto fosse buono, come negli anni precedenti. Ma c'era sempre qualche contrattempo che provocava un calo del prezzo e tutti si lamentavano di nuovo. Comunque ogni anno tornavano a seminare patate.
Quando io e mio marito andavamo a trovare i miei genitori in macchina, ci regalavano sempre un sacco di patate. Non riuscivano a immaginare la loro figlia in un paese lontano, senza le patate del Maresme. Mio padre smise di coltivarle quando si ammalò a novant'anni.


Mi alzo per controllare se le patate sono pronte per essere tolte dalla padella, mescolate alle uova sbattute e rimesse in padella con poco olio. La tortilla mi piace ben cotta e di solito la giro più volte affinché diventi dorata su entrambi i lati.
Mentre aspetto, guardo il vassoio che abbiamo sopra il frigorifero. e mi rendo conto che è sempre pieno di patate.

Quando sono arrivata a Firenze, ho avuto modo di assaggiare le delizie della cucina italiana; ma nella casa in cui vivevo con altri studenti, finivamo per mangiare sempre pasta al pomodoro. Ogni tanto, però, cucinavo patate per sentire il sapore di casa. All’epoca sapevo poco di cucina e le preparavo bollite con le verdure, ma pian piano ho imparato a cucinarle in tanti altri modi: stufate, fritte, in purea, nelle frittate o al forno.
Sono passati molti anni da allora, ma continuo a sentire la mancanza delle patate del Pla de Grau e, quando ho mal di pancia, sento il bisogno di mangiare patate lesse con un po' d’olio d'oliva. Sarà un istinto ancestrale? Non lo so, ma mi fanno bene.