venerdì 7 novembre 2025

Los indianos

 



A media mañana Marina, después de un largo paseo, volvió a casa y se puso a ordenar los apuntes de la biblioteca y a ojear el libro que había tomado prestado. Hacia las dos, mientras terminaba de comer, sonó el móvil. Era una videollamada de sus hijos. Marina se alegró al oír su voz melosa. Maribel y Roberto no pararon de contarle cosas de Buenos Aires y la animaron a que dejara de lado el testamento y se reconciliara con su hermana.

Cuando colgó, dejó olvidado sobre la mesa el libro de la biblioteca y tomó de la caja la novela Las viudas de los jueves, de la escritora argentina Claudia Piñeiro. Le gustaba leer dos libros a la vez y cogerlos y dejarlos según cómo se sentía. En aquel momento necesitaba volver con la imaginación a Buenos Aires, donde había vivido tantos años. Pasó largo rato leyendo, tumbada en el sofá.

A las cinco de la tarde, volvió a la biblioteca para ver si encontraba más noticias de los indianos. Se sentó en la sala de lectura. Consultó varios libros, pero encontró bien poco. Cuando empezaba a desanimarse, una anciana que había estado leyendo la prensa cerca de su mesa se le acercó.

Perdone que me entrometa, pero he oído en el mostrador del vestíbulo que usted está buscando noticias sobre los indianos del pueblo.

Sí, pero hay poca cosa.

Si le apetece, puedo contarle la historia de mi familia, en la que también hubo un indiano.

Las dos mujeres salieron de la biblioteca y se dirigieron a la terraza del bar donde solía ir Marina. La mujer, que se llamaba Montserrat Cuní, tenía casi noventa años y vivía sola en el casco antiguo del pueblo. Sus hijos la ayudaban con las compras y la llevaban en coche al centro de salud cuando se ponía enferma, pero salía de casa todas las tardes a la misma hora para ir a la biblioteca. Sus gafas de concha redondas y su pelo blanco corto le daban un aire intelectual. Había sido maestra de primaria durante más de cuatro décadas. Se casó a los cuarenta años con Pere Torrent, un sastre viudo. Al cabo de pocos meses se quedó embarazada y dio a luz a dos mellizos. Su esposo también fue longevo; falleció a los noventa y dos años, mientras dormía. Montserrat habló con cariño de su marido y le dijo que lo añoraba durante cada hora del día.

Nos conocimos tarde, pero Pere fue un magnífico esposo y padre y, para sus clientes un buen sastre. —le dijo emocionada.

Los vecinos del pueblo la habían tildado de mujer rara. Primero la habían tachado de solterona, luego, casándose de mayor, de estéril, pero les sorprendió dando a luz a los dos mellizos.

Tras una breve pausa, Montserrat siguió contando.

Mi abuelo Esteban Cuní se fue muy joven a Cuba para hacer fortuna, en el año 1870. Dejó en casa de sus suegros a Ángela Catalá, su esposa veinteañera, a un hijo de dos años y a un bebé de pocos meses. Al principio le enviaba dinero y le escribía cartas, prometiéndole que regresaría rico, dejó de hacerlo al cabo de unos años. Ángela, gracias a sus padres, que eran panaderos, crió a sus hijos sanos y fuertes. En 1868, un grupo de cubanos liderados por Carlos Manuel de Céspedes empezó a luchar por la independencia de España y la abolición de la esclavitud. Estalló una guerra feroz que duró diez años, llamada Guerra Grande. Los esclavos se alistaron voluntaria o forzadamente en el bando de los rebeldes y fueron carne de cañón. Céspedes cayó en 1874, pero la lucha siguió otros cuatro años y hubo más de cien mil muertos. Pocos meses después del frágil acuerdo entre las dos partes, estalló la Guerra Chiquita, que duró pocos meses, pero las guerrillas no cesaron nunca. Esteban Cuní, cansado de tantas matanzas y penurias, decidió regresar a su patria.

¿Volvió rico?

¡Qué va! Llegó a Cataluña sin un duro con Cándida, una muchacha mulata, que presentó a todo el mundo como su criada. Ángela, al verlos comparecer en su casa, tragó su indignación y aceptó a Sebastián para que sus hijos tuvieran un padre, pero relegó a Cándida a las labores de sirvienta y le puso un catre en el establo. Ángela era la dueña y mandaba, pero Cándida no consentía que le faltara al respeto, ya que aún recordaba la esclavitud a la que su madre estuvo sometida. Ella había nacido libre y quería serlo de verdad. La muchacha tenía buen carácter, pero cuando Ángela se enfadaba y la reñía por cualquier cosa, ella no se callaba, sacaba las garras y le decía: —Yo no soy tu esclava —exclamó Montserrat, levantando la voz.

¿Y qué pasó luego? — le preguntó Marina.

Vivieron los tres juntos bastantes años. Hasta que Ángela se quedó embarazada de nuevo. Mi abuela no se esperaba a otro hijo, pues tenía cuarenta y ocho años. Aprovechó aquel acontecimiento para echar a la mulata de casa definitivamente. Esteban no se atrevió a oponerse, ya que la dueña de todo era su esposa y no tuvo el valor de fugarse con ella. Le encontró un cobijo y la metió de sirvienta en una masía cerca de Tordera.

Pobre Cándida —suspiró Marina.

Después de un largo silencio, en que la anciana aprovechó para sonarse la nariz y beber un poco de agua, continuo hablando.

Los chismosos del pueblo rumoreaban que Esteban visitaba a menudo a Cándida y que tuvo una hija con ella.

¿Cuál era el apellido de Cándida?

Rubio. Me lo reveló mi padre antes de morir, pero él nunca se atrevió a ir a preguntar por ella.

¿Y tú no fuiste a buscarla?

Yo nunca supe nada. Pero hace un par de años, cuando murió mi esposo, le pedí a uno de mis hijos que me acompañara a Tordera. Pregunté allí y fui al archivo municipal, pero no logré averiguar nada.

¡Qué lástima!

Si existió la hermanastra de mi padre, ahora ya estará muerta.

Calló unos segundos, respiró hondo y siguió con brío su relato.

La mayor parte de los indianos se estableció en la calle del Mar, en el tramo final, donde solo había huertos. Antes de volver definitivamente a España, desde Cuba, compraban una finca y allí hacían construir la casa. Los más ricos construían mansiones lujosas; los demás, la mayoría, se hacía casas más pequeñas, pero de estilo refinado y de dos plantas. En aquel entonces, las casas de la aldea eran de una sola planta, y albergaban tanto la vivienda como las cuadras para los animales. Entre finales del siglo XIX y principios del XX, la calle del Mar se fue poblando de indianos con su servidumbre mulata.

Vaya, se convirtió en un pueblo multiétnico.

¿Quiere oír otra historia de indianos?

Y sin dejarle responder, Montserrat empezó un nuevo relato.

Mi madre me contó que al lado de su casa vivía Jacinto Tarrés, con su esposa, Carmen Subirá, y sus tres hijos. Era una familia trabajadora y honrada. Carmen tenía parientes en Cuba. Cuando Segismundo Subirá, el padre de Carmen, se quedó viudo, emigró a la isla y se estableció en Matanzas, donde abrió una tienda de comestibles gracias a un primo. Muchos catalanes en Cuba eran tenderos o comerciantes. En la parte oeste de la isla había varias comunidades de catalanes. Al tendero le iba bien y le enviaba dinero a su hija; por lo que los Tarrés pudieron comprar telares y montar una pequeña fábrica de hilados. Hasta que un día llegó a Malgrat Cubita, como la llamaron desde el principio. Se presentó a los Tarrés como la sobrina de Segismundo, pero todos sospechaban que era su hija. Jacinto Tarrés se quedó prendado de la hermosa muchacha cubana y Carmen, celosa, aguantó unos meses hasta que la echó de casa. Cubita no quiso volver a Cuba y se fue a Venezuela con un joven del pueblo.

¿Todavía viven en el pueblo los Tarrés?

Cuando echaron a Cubita del pueblo, Segismundo dejó de enviarles dinero. Jacinto y Carmen siguieron con los hilados, pero cuando murieron, sus hijos cerraron la fábrica y emigraron a Alemania.

Gracias a sus historias, he descubierto que llegaron al pueblo algunas mujeres cubanas que trastornaron la vida de unos y alegraron la de otros.

Montserrat miró su reloj de pulsera, vio que era tarde y se despidió. Marina también se levantó para volver a la biblioteca.










sabato 4 ottobre 2025

Patate


                              

                                                                 

Sono le sette di sera e sono seduta al tavolo della cucina. Ho appena sbucciato delle patate per fare una frittata; poi le ho tagliate sottili, le ho messe in una padella con dell’olio abbondante, coprendole. Devo aspettare un po' perché siano pronte e ogni tanto devo girarle per evitare che si attacchino; nel frattempo, leggo un libro.
Abito in un appartamento in città e non ho molte occasioni per sentire i profumi delle piante dell'orto. Per questo, quando cucino, avvicino al naso pomodori, fagioli, lattuga e patate, che erano gli ortaggi più coltivati dai miei genitori negli anni Sessanta. Adesso annusando le mie dita che odorano di patate mi tornano in mente, come lampi, i ricordi della mia infanzia.


La mia era una famiglia contadina da molte generazioni. Abitavamo a Malgrat, un paese del Maresme, sulla costa nord-orientale della Catalogna. I miei bisnonni possedevano terreni lungo il fiume Tordera, a pochi passi dalla spiaggia. La zona, chiamata Pla de Grau, era una pianura fertile; ma ora l'agricoltura sta morendo a causa dell’espansione degli impianti turistici e industriali. Attualmente nel paese sopravvivono solo una decina di agricoltori, mentre negli anni Sessanta e Settanta erano centinaia le famiglie che vivevano dei prodotti della terra.

Da piccola sentivo gli adulti lamentarsi dei pericoli che mettevano a repentaglio i raccolti. Ogni volta che cadeva un forte acquazzone, mio nonno ci ripeteva che quando era giovane le piogge torrenziali, e con esse lo straripamento del fiume, avevano fatto marcire le radici delle patate. Mio padre, invece, quando percorrevamo la strada lungo la spiaggia, ci raccontava che, a causa delle grandi quantità di sabbia prelevata dal letto del fiume per costruire nuove case, il mare aveva avanzato erodendo quasi tutta la spiaggia e che una notte di tempesta l'acqua salata aveva raggiunto i campi, danneggiando le coltivazioni. Poi sorrideva soddisfatto e ci diceva:
«Ho lottato e sono riuscito a impedire che il mare arrivasse alle terre coltivate. La vita è una lotta, non dimenticatelo mai».
Si vedeva che era orgoglioso di aver fondato un comitato con altri contadini e albergatori della zona e di essere riuscito a farsi ascoltare dal sindaco convincendolo, a far mettere delle rocce sulla spiaggia per difendere la costa dalle tempeste.
Entrambe le minacce erano devastanti, ma, per fortuna, poco frequenti. Comunque, ogni anno in primavera, i miei genitori temevano le gelate tardive che avrebbero potuto danneggiare le piante. Inoltre, alla fine dell'estate e all'inizio dell'autunno, incombeva un'altra minaccia: le intense grandinate che distruggevano le foglie e rovinavano il raccolto. Insomma, il mondo era pieno di pericoli, pensavo da bambina.
La semina delle patate seguiva un rituale che si ripeteva ogni anno. In autunno si raccoglievano patate di una varietà adatta alla semina, che venivano depositate in cassette basse e larghe e coperte con dei teli affinché germogliassero al buio. Da ogni gemma spuntava un germoglio che avrebbe dato vita a una nuova pianta: un vero miracolo! Era importante che i tuberi non fossero esposti alla luce durante tutto l'inverno, perché se diventavano verdi producevano solanina, una tossina pericolosa.
Per la loro semina bisognava aspettare che fosse passato il rischio di gelate. Tra la fine di febbraio e i primi di marzo iniziava un altro rituale: mio padre, con l'aiuto di mia madre e di altri lavoratori, tirava fuori i tuberi dal loro letargo e li tagliava. Era importante usare un coltello affilato, ma non troppo per evitare di ferirsi. Lo facevano seduti in cerchio e, mentre li dividevano in due o quattro pezzi, ciascuno con un germoglio, chiacchieravano e ridevano, sempre con la radio sempre accesa. Noi bambini correvamo intorno a loro. La campagna di semina delle patate era molto importante per i guadagni delle famiglie contadine. I miei genitori speravano che il raccolto fosse buono, come negli anni precedenti. Ma c'era sempre qualche contrattempo che provocava un calo del prezzo e tutti si lamentavano di nuovo. Comunque ogni anno tornavano a seminare patate.
Quando io e mio marito andavamo a trovare i miei genitori in macchina, ci regalavano sempre un sacco di patate. Non riuscivano a immaginare la loro figlia in un paese lontano, senza le patate del Maresme. Mio padre smise di coltivarle quando si ammalò a novant'anni.


Mi alzo per controllare se le patate sono pronte per essere tolte dalla padella, mescolate alle uova sbattute e rimesse in padella con poco olio. La tortilla mi piace ben cotta e di solito la giro più volte affinché diventi dorata su entrambi i lati.
Mentre aspetto, guardo il vassoio che abbiamo sopra il frigorifero. e mi rendo conto che è sempre pieno di patate.

Quando sono arrivata a Firenze, ho avuto modo di assaggiare le delizie della cucina italiana; ma nella casa in cui vivevo con altri studenti, finivamo per mangiare sempre pasta al pomodoro. Ogni tanto, però, cucinavo patate per sentire il sapore di casa. All’epoca sapevo poco di cucina e le preparavo bollite con le verdure, ma pian piano ho imparato a cucinarle in tanti altri modi: stufate, fritte, in purea, nelle frittate o al forno.
Sono passati molti anni da allora, ma continuo a sentire la mancanza delle patate del Pla de Grau e, quando ho mal di pancia, sento il bisogno di mangiare patate lesse con un po' d’olio d'oliva. Sarà un istinto ancestrale? Non lo so, ma mi fanno bene.









giovedì 2 ottobre 2025

Patatas

 



Son las siete de la tarde y estoy sentada en la mesa de la cocina. Acabo de pelar patatas para hacer una tortilla, las he cortado en láminas finas, las he puesto en una sartén con bastante aceite y las he cubierto con una tapadera. Tengo que esperar una media hora para que estén en su punto, dándoles la vuelta de vez en cuando para que no se peguen. Mientras tanto, leo un libro.

Vivo en un apartamento de una ciudad italiana y no tengo muchas oportunidades de oler los aromas de las plantas del huerto. Por eso, cuando cocino, acerco a mi nariz tomates, judías, lechugas y patatas, que eran la mayor parte de las hortalizas que cultivaban mis padres en los años sesenta. Ahora, al percibir el olor de las patatas en mis dedos, me vienen destellos de recuerdos de mi infancia.


Mi familia era campesina desde hacía muchas generaciones. Vivíamos en Malgrat, un pueblo de El Maresme, en la costa noreste catalana. Mis tatarabuelos poseían un un terreno junto al río Tordera, a pocos pasos de la playa. La zona, llamada Pla de Grau, era una llanura fértil; pero hoy en día la agricultura ha dejado de florecer en ella, y se ha transformado en un área turística e industrial. Actualmente, en el pueblo solo sobreviven una decena de agricultores, es difícil de creer que, a caballo entre los años sesenta y setenta, fueran centenares las familias que vivían de los productos de la tierra.

De niña escuchaba a los mayores lamentarse de los peligros que acechaban a las cosechas. Mi abuelo, cada vez que caía un fuerte aguacero, nos repetía que cuando él era joven las lluvias torrenciales, y el consiguiente desbordamiento del río, habían podrido las raíces de las patateras. En cambio, mi padre, cuando pasábamos por la carretera de la playa, nos contaba que,debido a la grande cantidad de arena que los constructores habían extraído del lecho del río para edificar nuevas viviendas, el mar había avanzado y se había tragado casi toda la playa y que una noche de borrasca el agua salada había llegado a los campos y secado las matas sembradas; luego sonreía de satisfacción y nos decía:

Yo luché para que el mar no llegara a nuestras tierras. La vida es una lucha, no lo olvidéis nunca.

Se le notaba que estaba orgulloso de haber fundado un comité con otros campesinos y hoteleros de la zona, y de haber logrado que el alcalde los escuchara y colocaran rocas en la playa para defender el litoral de las tempestades.

Ambas amenazas eran devastadoras, pero, por suerte, poco frecuentes. Sin embargo, cada año en primavera, mis padres temían las heladas tardías que dañaban a las plantas. Además, a finales de verano y principios de otoño, se cernía otra amenaza: las intensas granizadas que a su paso trituraban las hojas y estropeaan la cosecha; en fin, el mundo estaba lleno de peligros, pensaba yo de pequeña.

La siembra de las patatas era un rito que se repetía cada año. En otoño se recolectaban las patatas que en febrero servirían para la siembra. Se depositaban en cajas bajas y anchas y se cubrían con unos sacos para que en la oscuridad sacaran brotes. De cada ojo salía un brote del que nacía una planta nueva, ¡un milagro! Era importante que los tubérculos no se expusieran a la luzdurante todo el invierno, pues si enverdecían producían solanina, que es una toxina peligrosa.

Para sembrarlas había que esperar que pasara el riesgo de heladas y entonces comenzaba otro ritual: mi padre sacaba los tubérculos de su letargo y, con la ayuda de mi madre y otros trabajadores, los cortaba. Era importante usar cuchillos afilados, pero no demasiado para no herirse. Lo hacían sentados en corro y, mientras los dividían en dos o cuatro pedazos, cada uno con un brote, charlaban y reían, siempre con la radio encendida de fondo. Los niños correteábamos a su alrededor. La campaña de la siembra de patatas era muy importante para los ingresos de las familias campesinas. Mis padres esperaban que la cosecha fuera buena, como la de los años anteriores. Pero siempre ocurría algo que provocaba una caída en el precio y todos se quejaban de nuevo. Sin embargo, cada año mi familia volvía a sembrar patatas.

Cuando mi esposo y yo íbamos a ver a mis padres en coche, nos regalaban un saco de patatas. No se imaginaban a su hija en un país lejano, sin las patatas de El Maresme. Mi padre dejó de cultivarlas cuando enfermó, a los noventa años.


Me levanto para ver si las patatas están hechas y poder sacarlas, después las mezclo en un bol con los huevos batidos y las pongo de nuevo a fuego bajo en la sartén con poco aceite. Me gusta la tortilla cuajada y suelo darle varias vueltas para que quede dorada por ambos lados.

Mientras espero, me fijo en la bandeja repleta de patatas que tenemos encima de la nevera y me doy cuenta de que nunca la dejo vacía.

Cuando llegué a Firenze, probé las delicias de la cocina italiana; pero en la casa que compartía con otros estudiantes, acabábamos siempre comiendo pasta al pomodoro; sin embargo, de vez en cuando, cocinaba patatas para sentir el viento de casa. Tenía pocas nociones de cocina y las hacía hervidas con verdura, pero poco a poco fui aprendiendo nuevas recetas: guisadas, fritas, en puré, en tortilla y asadas al horno.

Han pasado muchos años de ello, pero sigo echando de menos las patatas del Pla de Grau y, cuando me duele la barriga, siento el impulso de comer patatas hervidas con un poco de aceite de oliva. ¿Será un instinto ancestral? No lo sé, pero me curan.