
Cuando se despertó, le dolía un poco la cabeza. Durante
la cena, además de varias copas de cava, Marina tomó un poco de
vino tinto de una de las botellas que le habían traído sus amigas.
Ella tenía cuidado en no mezclar bebidas alcohólicas, pero, aquella
noche especial, no lo tuvo. Se tomó una aspirina y se quedó un rato
más en la cama. Era una mañana suave de mayo y, mientras se
desperezaba, estuvo pensando en los muchachos de El Maresme, los que
a mediados del siglo XIX se fueron a Cuba; no todos tuvieron suerte;
sin embargo, algunos afortunados, quizás los más listos y
ambiciosos o los que tenían menos escrúpulos, regresaron cargados
de riqueza y construyeron casas lujosas, como la de su bisabuelo.
Abrió el portátil y buscó noticias de las mansiones de los
indianos, pero no se quedó satisfecha y se fue a la biblioteca.
Dobló la esquina y cogió
la calle principal donde
había la casa más hermosa del pueblo; se quedó pasmada al ver que
ya no quedaba casi nada del palacete de antaño. Recordó que cuando
vivía en el pueblo, a menudo se paraba a contemplar, desde la verja
del jardín frondoso, la espléndida mansión de estilo colonial
rodeada por una escalinata de mármol y una galería con arcos, de
donde destacaba una torre central.
El
vigilante le contó que en 1979 los dueños la vendieron a una
promotora y cuando las excavadoras estaban derrumbando la casa, los
habitantes del pueblo protestaron e hicieron cesar las obras.
Salvaron poca cosa: algunos árboles, el molino que servía para
suministrar agua y los dos pequeños estanques,
pero consiguieron que dos años más tarde
el ayuntamiento comprara la finca, edificara un centro social para
jubilados y convirtiera el jardín en un lugar público.
Marina
entró en el parque cabizbaja y se sentó en un banco. Al cabo de
unos minutos se puso a su lado una mujer con un sombrero de ala
corta. De su rostro destacaban unos ojos verdes intensos. Llevaba un
collar de perlas, una blusa blanca y un traje de chaqueta gris,
sencillo, pero elegante; aparentaba unos sesenta años.
—¿Sabía
usted que fue construida en
1873
por el indiano Mariano Alsina Robert?
El jardín era fabuloso, con palmeras, pinos, moreras, sauces
llorones, cedros, magnolios y muchas variedades de rosales. Pero
quizás usted no sepa que desde el año 1884 hasta 1891 la familia
Camprobí alquiló la quinta
para pasar allí los veranos. Y que en 1887, en el dormitorio más
lindo, desde donde se veía el mar, nació Zenobia.
Marina
se animó y le contestó:
—Ah,
sí, Zenobia Camprobí, la que se casó con Juan Ramón Jiménez.
—Vaya,
todo el mundo la conoce por su esposo. Ella también era escritora,
periodista y traductora.
—Sí,
tiene razón. Vivió en una época en que las mujeres contaban bien
poco, pero he leído que fue una
mujer valiente, capaz y talentosa.
—Isabel
Aymar, su madre la llamaba caballota,
que reúne los tres adjetivos que usted acaba de mencionar.
—Tiene
usted acento caribeño.
—Viví
muchos años en Puerto Rico; mi abuela era de allá; bueno, era
criolla, medio catalana y medio corsa. —Bajó un poco la cabeza, se
tocó el collar de perlas y dejó de hablar unos segundos. —Zenobia
transcurrió los veranos más felices de su infancia en este pueblo y
siempre siguió añorándolo. En 1905 se fue a vivir a Nueva York con
su madre y allí empezó los estudios universitarios. Cuando, al cabo
de cinco años, volvió a España, todos la llamaban la americanita.
Antes de regresar a Nueva York, quiso ir a visitar su casa natal en
busca de su niñez… pero le pareció triste y oscura; en cambio, el
jardín seguía siendo un esplendor. ¡Qué bonitas eran las rosas!
La
mujer se levantó y desapareció en el parque, antes de que Marina
tuviera tiempo de preguntarle más cosas.
—¿Quién
era aquella mujer misteriosa?
En
la biblioteca buscó noticias de Zenobia. Dio con una biografía y se
retiró a la sala de lectura para darle una ojeada. Descubrió que su
vida fue singular: fue hija de dos continentes, una mujer moderna,
brillante, inquieta y luchadora, escritora
y traductora, empresaria visionaria y activista feminista, profesora
universitaria y pedagoga entregada a la infancia.
Marina pensó que era una pena que una mujer con tanto talento
hubiera sido la sombra de su esposo. Antes de salir, le preguntó a
la bibliotecaria si tenían más libros de Zenobia.
—Tenemos
el diario de juventud.
Marina
se llevó a casa el dietario y se pasó toda la noche
leyéndolo.
De
madrugada, durmió algunas horas y se levantó más tarde que de
costumbre. Mientras desayunaba, se propuso
dejar de pensar en la mansión y concentrarse en otras cosas, pero no
lo consiguió. Aquella mujer misteriosa le estimuló la curiosidad y
se fue de nuevo a la biblioteca para investigar sobre los indianos,
los catalanes de El Maresme que regresaron de Cuba con una gran
fortuna. En un libro encontró varias cosas que desconocía y las
apuntó en su libreta:
Los
indianos generalmente ordenaban construir la casa antes de volver a
Cataluña. Lo primero que hacían era ponerse en contacto con algún
familiar o amigo de confianza para que contratara los servicios de un
arquitecto o de un maestro de obras, que dirigía la construcción de
una mansión. Desde América enviaban las instrucciones y el dinero
necesario para iniciar las obras y, una vez en casa, solo tenían que
ocuparse de los últimos detalles.
Se
imaginó a su bisabuelo Narciso escribiendo a uno de sus primos, para
que se encargara de las obras de la mansión que quería construir.
Por
las mañanas estaba muy concurrida la biblioteca y Marina tuvo que
sentarse en una butaca de la sala de lectura de la prensa y esperar a
que quedara libre una mesa. Al cabo de poco tiempo se trasladó a una
mesa de la sala general de lectura, donde había varios muchachos que
estudiaban delante de la pantalla de un portátil. Era época de
exámenes y recordó que jamás había disfrutado los meses de mayo y
de junio, primero como alumna y después como profesora. ¡Qué pena,
son los meses más lindos del año! Suspiró y siguió escribiendo en
su libreta.
Las
casas indianas solían estar formadas por un sótano, una planta
baja, uno o dos pisos y un desván. La fachada a menudo estaba
decorada y destacaba por su simetría. Todas las ventanas eran
regulares y de dimensiones similares. La parte posterior de la casa
daba al patio y estaba formada por galerías con pilares y arcos; en
su interior se podían ver pinturas murales de jardines y plantas
exóticas. Las casas solían tener también una torre, cuadrada o
circular, desde donde se podía ver el mar. En la planta baja de la
casa estaban el vestíbulo, los inmensos y altos salones y la cocina.
A través de unas escaleras anchas, hechas con los materiales de
mejor calidad, se accedía a los pisos superiores y a los
dormitorios. Las habitaciones más lujosas solían estar decoradas
con pinturas murales y disponían, como los salones de la primera
planta, de una gran chimenea. Los muebles de las casas destacaban por
su gran calidad. Para fabricarlos, los indianos llevaron de América
la madera de la jacaranda y de la caoba. La mayor parte de los
muebles era de caoba, pero también utilizaron la caña de bambú
para hacer mesas y sillas.
Mientras
tomaba apuntes, pensó que
Narciso
Pons Garriga,
su
bisabuelo, era un indiano austero, pues la fachada de la mansión
estaba decorada con sencillez y ni en el interior de la galería ni
en los dormitorios había pinturas murales. Él también quería ver
el mar y construyó una torre. De los muebles antiguos ya quedaba
poca cosa; muchos estaban arrinconados en el desván. Marina se quedó
quieta, recordando con añoranza los muebles de caoba que su abuela y
Caridad frotaban cada día para que brillaran.
Dejó
el libro y el cuaderno en la mesa, la chaqueta colgada detrás de la
silla y puso su portátil dentro de la mochila. Salió de la
biblioteca y fue a sentarse en la terraza del bar de la plaza de al
lado. Se puso las gafas de sol, pues todavía no quería ser
reconocida. No había casi nadie; el camarero le contó que muchos
establecimientos comerciales del centro iban cerrando. En aquella
plaza antiguamente hacían mercado y Marina se imaginó a las criadas
mulatas de los indianos, que iban a comprar plátanos, arroz,
frijoles negros y carne picada para preparar un manjar llamado moros
y cristianos,
típico del Caribe. Recordó a su abuela Amelia, que le encantaba
cocinar el arroz con salsa de tomate y huevo frito, plato que más
tarde fue llamado arroz
a la cubana.
Con aquel recuerdo sintió hambre y miró el reloj. Era casi la una.
Llamó al camarero y pidió un bocadillo de queso. Mientras tomaba el
sol, se quedó un rato ensimismada mirando a las personas que
entraban y salían del establecimiento para tomar un café o comer
algo. Se imaginó que las mujeres que llevaban una bolsa de deporte
salían del gimnasio que estaba a dos pasos, que las que llevaban un
carrito eran amas de casa que volvían de la compra, y que los que no
tenían prisa eran jubilados. Después de comer se puso a leer. La
plaza empezó a despoblarse y hacia las dos empezaron a llegar los
empleados que iban a almorzar.
Volvió
a la biblioteca y se puso a leer los periódicos del día. Las salas
de lectura estaban bastante vacías. Marina se sentó en la mesa
donde había dejado sus cosas y siguió tomando apuntes:
Los
patios de las casas se cerraban con rejas de hierro y se accedía por
un portal bastante alto que estaba decorado con motivos coloniales. A
través de sus jardines, los
indianos querían volver a contemplar el paisaje tropical de Cuba y
por eso no faltaba el agua ni la vegetación, que era muy abundante.
Había fuentes, estanques, caminos y todo tipo de plantas exóticas,
las mismas que se cultivaban en los patios cubanos. Los indianos más
adinerados encargaban el diseño de sus
terrenos con plantas ornamentales a
arquitectos renombrados, como Eusebi Güell, que encomendó al
arquitecto Antoni Gaudí el proyecto del Parque Güell de Barcelona.
Lo
que más le gustaba a Marina de la mansión de su bisabuelo era el
jardín. Pero quedaba bien poco del que fue antaño, pues su padre,
en los años ochenta, vendió una parte de la finca y en ella se
edificaron viviendas. Solo había sobrevivido una palmera real,
originaria de Cuba. Sin darse cuenta, se le pasó el tiempo volando.
Buscó y rebuscó más noticias sobre los indianos de El Maresme,
pero no encontró nada más. Al salir, se lo comentó a la
bibliotecaria, quien le aconsejó que buscara noticias de la familia
Cardona, pues había un tal Félix Cardona Puig, hijo de un indiano
de Malgrat, que fue famoso por sus descubrimientos geográficos en
Venezuela.
—En
la biblioteca tenemos algunos libros, pero en Internet también va a
encontrar su biografía.
—¡Quién
iba a decirme que este pueblo era cuna de viajeros y aventureros!
Cogió
prestado el libro La conquista del Orinoco, del periodista catalán
Eugeni Casanovas, con las hazañas de Félix Cardona, para leerlo en
casa con tranquilidad.
Volvió
a la terraza del mismo bar, se sentó en la única mesa libre y pidió
al camarero una cerveza sin alcohol y unas aceitunas rellenas. Las
calles empezaban a animarse; al atardecer los niños salían de las
actividades extraescolares, las parejas iban a pasear y los rezagados
compraban las últimas cosas para la cena. Abrió el portátil y se
puso a buscar noticias de Félix Cardona Puig. Encontró que fue un
explorador de la Guayana, donde realizó
varias expediciones y vivió mucho tiempo con los indígenas. Se
volvió famoso tras descubrir
la cascada más alta del mundo en Venezuela, El Salto Ángel. Félix
Cardona estudió en un internado y en la Escuela Náutica de
Barcelona y viajó a lo largo y ancho de América Central gracias a
la riqueza de su padre. A finales del siglo XIX, el padre de Félix
se fue a Cuba con su hermano, donde hicieron fortuna. Los hermanos
Cardona a principios del siglo XX volvieron ricos a su tierra natal y
cada uno se hizo construir una casa en la calle que de la plaza de la
iglesia llegaba al mar. No eran mansiones espléndidas como la de los
indianos del siglo anterior, pero eran palacios hermosos, comparados
con las humildes casas donde vivía la mayor parte de la gente.
Marina recordaba vagamente aquellas dos casas señoriales, una en
frente de otra. Cerró el portátil y se fue andando despacio por la
calle del Mar hacia su nueva morada.
Se
paró delante de las casas de los hermanos Cardona. Primero miró la
de la izquierda. Un señor con un bastón, al verla tan concentrada,
mirando las decoraciones modernistas de la fachada, le dijo:
—Esta
casa todavía es de la familia Cardona, pero hace años que no vive
nadie. La alquilan en verano. Todavía luce, a pesar de que, en los
años sesenta, con la fiebre del turismo, abrieron una tienda y
destruyeron un poco la fachada. Por suerte, en la entrada está la
verja original de hierro forjado y el mirador de arriba se conserva
bien, con los vidrios amarillos y verdes.
—Sí,
es preciosa. Las tres ventanas rectangulares sobre el mirador son
muy originales. También la casa del frente es de estilo modernista,
pero es más sencilla.
—Esa
ya no pertenece a la familia Cardona. La compró una modista y la
reformó, convirtiéndola en una tienda de ropa, la mejor del pueblo.
Sin embargo, hace cinco años que se trasladaron a Blanes. ¡Qué
desastre que hayan cerrado todos los comercios del barrio antiguo!
Cuando
Marina llegó
a casa cogió el libro de
la biblioteca
para leerlo; sin embargo antes de abrirlo sonó el móvil. Era una
videollamada de sus hijos. Marina estuvo contenta de escuchar
su voz melosa. Maribel
y Roberto no
le paraban de contar noticias de Buenos Aires.
Cuando
colgó, dejó
el libro que tenía en las manos sobre la mesa y fue a buscar una
novela del escritor argentino Manuel Puig, necesitaba volver a la
tierra donde había vivido tantos
años.