domenica 6 luglio 2025

La desheredada - Prólogo

 



Empezaba a amanecer, el mar estaba en calma y soplaba una ligera brisa de tierra. En el embarcadero de la playa, los pescadores tiraban las cuerdas, empujando las barcas mar adentro. Manuela Llopis Hernández oyó a lo lejos los gritos de los hombres que se hacían a la mar. Se paró delante de la ventana, miró el mar y esperó a que la playa estuviera desierta del todo para cruzar la puerta. Antes de hacerlo, tuvo un momento de lucidez y cogió del armario la caja de latón donde guardaba las fotografías. Se sentó en una silla cerca de la ventana y las fue mirando una por una. Separó dos: un retrato suyo en sepia de cuando llegó a España y otro donde posaba orgullosa con sus dos hijas pequeñas, una a cada lado. Dejó su retrato en el cajón del escritorio que había sido de Narciso, su esposo. Luego besó la otra fotografía y la guardó de nuevo en la caja. Con aquel gesto se estaba desprendiendo de la mujer que había sido durante los últimos años. Sin embargo, la culpable de la fuga no era ella, sino la muchacha cubana que todavía albergaba en su corazón.

Al levantarse de la cama, se puso un mantón de lana gris sobre los hombros y se calzó con unas zapatillas de esparto. Llevaba un largo camisón blanco de media manga, bordado a mano. En una cama al lado de la suya, Caridad, su criada cubana, dormía profundamente y, para que no se despertara, Manuela se movió sigilosamente por el cuarto. Luego entró en el dormitorio de su hija Amelia y observó detenidamente la cabeza que sobresalía de la colcha: los párpados cerrados, la nariz chata, las arrugas del rostro, los labios un poco abiertos y el pelo grisáceo. Al notar que respiraba plácidamente, se tranquilizó. Dejó sobre la mesita de noche el retrato que había escogido para ella. En una alcoba que comunicaba con la de Amelia descansaban sus dos bisnietas, a quienes les acarició delicadamente los cabellos. La mayor era morena, tenía tres años y la pequeña, que había recién cumplido uno, era rubia. Luego se dirigió al dormitorio del fondo, donde vio a una mujer acurrucada en un rincón de una cama grande. No se acordaba de quién era. Se quedó mucho rato mirándola, hasta que oyó las campanas que anunciaban la primera misa, cogió su sombrero y salió de casa.

Con la caja de fotografías agarrada en el pecho, se acercó a la playa y se sentó en la arena. Sacó de nuevo los retratos, que en su mayor parte eran de la época cubana. Acarició la imagen de sus padres y la besó varias veces. El sol iba levantándose poco a poco y la brisa cesó. Miró de nuevo el mar y recordó el largo viaje de La Habana a Barcelona que hizo con Narciso, Caridad y las niñas.

Ahora lo único que tenía que hacer era meterse en el agua y dejar que las corrientes marinas la llevaran a su tierra. Volteó la cabeza hacia atrás y divisó por última vez la magnífica casa de estilo colonial, rodeada por un frondoso jardín. Sin embargo, no se acordaba de que era ella la dueña y de que allí había vivido cincuenta años. En su cabeza existía sólo la casa de la finca de Entre Ríos en Consolación del Sur, donde anhelaba volver.

Se levantó y se encaminó hacia la orilla y poco a poco entró en el mar. Sus pies iban andando sobre el fondo arenoso y sus piernas sumergiéndose cada vez más bajo el mar; cuando el agua le llegó a la cintura, el camisón se quedó empapado y se hinchó como una vela de un barco.

Las campanas despertaron a Caridad y, al ver la cama vacía, corrió hacia la ventana. Vio que el cuerpo de su ama iba sumergiéndose y gritó:

¡Señora Manuela, recule! ¡Señora!

La mujer que había perdido la cabeza se iba hundiendo hacia los abismos y la caja de latón con ella.









domenica 29 giugno 2025

Zenobia

 

Cuando se despertó, le dolía un poco la cabeza. Durante la cena, además de varias copas de cava, Marina tomó un poco de vino tinto de una de las botellas que le habían traído sus amigas. Ella tenía cuidado en no mezclar bebidas alcohólicas, pero, aquella noche especial, no lo tuvo. Se tomó una aspirina y se quedó un rato más en la cama. Era una mañana suave de mayo y, mientras se desperezaba, estuvo pensando en los muchachos de El Maresme, los que a mediados del siglo XIX se fueron a Cuba; no todos tuvieron suerte; sin embargo, algunos afortunados, quizás los más listos y ambiciosos o los que tenían menos escrúpulos, regresaron cargados de riqueza y construyeron casas lujosas, como la de su bisabuelo. Abrió el portátil y buscó noticias de las mansiones de los indianos, pero no se quedó satisfecha y se fue a la biblioteca. Dobló la esquina y cogió la calle principal donde había la casa más hermosa del pueblo; se quedó pasmada al ver que ya no quedaba casi nada del palacete de antaño. Recordó que cuando vivía en el pueblo, a menudo se paraba a contemplar, desde la verja del jardín frondoso, la espléndida mansión de estilo colonial rodeada por una escalinata de mármol y una galería con arcos, de donde destacaba una torre central.

El vigilante le contó que en 1979 los dueños la vendieron a una promotora y cuando las excavadoras estaban derrumbando la casa, los habitantes del pueblo protestaron e hicieron cesar las obras. Salvaron poca cosa: algunos árboles, el molino que servía para suministrar agua y los dos pequeños estanques, pero consiguieron que dos años más tarde el ayuntamiento comprara la finca, edificara un centro social para jubilados y convirtiera el jardín en un lugar público.

Marina entró en el parque cabizbaja y se sentó en un banco. Al cabo de unos minutos se puso a su lado una mujer con un sombrero de ala corta. De su rostro destacaban unos ojos verdes intensos. Llevaba un collar de perlas, una blusa blanca y un traje de chaqueta gris, sencillo, pero elegante; aparentaba unos sesenta años.

¿Sabía usted que fue construida en 1873 por el indiano Mariano Alsina Robert? El jardín era fabuloso, con palmeras, pinos, moreras, sauces llorones, cedros, magnolios y muchas variedades de rosales. Pero quizás usted no sepa que desde el año 1884 hasta 1891 la familia Camprobí alquiló la quinta para pasar allí los veranos. Y que en 1887, en el dormitorio más lindo, desde donde se veía el mar, nació Zenobia.

Marina se animó y le contestó:

Ah, sí, Zenobia Camprobí, la que se casó con Juan Ramón Jiménez.

Vaya, todo el mundo la conoce por su esposo. Ella también era escritora, periodista y traductora.

Sí, tiene razón. Vivió en una época en que las mujeres contaban bien poco, pero he leído que fue una mujer valiente, capaz y talentosa.

Isabel Aymar, su madre la llamaba caballota, que reúne los tres adjetivos que usted acaba de mencionar.

Tiene usted acento caribeño.

Viví muchos años en Puerto Rico; mi abuela era de allá; bueno, era criolla, medio catalana y medio corsa. —Bajó un poco la cabeza, se tocó el collar de perlas y dejó de hablar unos segundos. —Zenobia transcurrió los veranos más felices de su infancia en este pueblo y siempre siguió añorándolo. En 1905 se fue a vivir a Nueva York con su madre y allí empezó los estudios universitarios. Cuando, al cabo de cinco años, volvió a España, todos la llamaban la americanita. Antes de regresar a Nueva York, quiso ir a visitar su casa natal en busca de su niñez… pero le pareció triste y oscura; en cambio, el jardín seguía siendo un esplendor. ¡Qué bonitas eran las rosas!

La mujer se levantó y desapareció en el parque, antes de que Marina tuviera tiempo de preguntarle más cosas.

¿Quién era aquella mujer misteriosa?

En la biblioteca buscó noticias de Zenobia. Dio con una biografía y se retiró a la sala de lectura para darle una ojeada. Descubrió que su vida fue singular: fue hija de dos continentes, una mujer moderna, brillante, inquieta y luchadora, escritora y traductora, empresaria visionaria y activista feminista, profesora universitaria y pedagoga entregada a la infancia. Marina pensó que era una pena que una mujer con tanto talento hubiera sido la sombra de su esposo. Antes de salir, le preguntó a la bibliotecaria si tenían más libros de Zenobia.

Tenemos el diario de juventud.

Marina se llevó a casa el dietario y se pasó toda la noche leyéndolo.

De madrugada, durmió algunas horas y se levantó más tarde que de costumbre. Mientras desayunaba, se propuso dejar de pensar en la mansión y concentrarse en otras cosas, pero no lo consiguió. Aquella mujer misteriosa le estimuló la curiosidad y se fue de nuevo a la biblioteca para investigar sobre los indianos, los catalanes de El Maresme que regresaron de Cuba con una gran fortuna. En un libro encontró varias cosas que desconocía y las apuntó en su libreta:

Los indianos generalmente ordenaban construir la casa antes de volver a Cataluña. Lo primero que hacían era ponerse en contacto con algún familiar o amigo de confianza para que contratara los servicios de un arquitecto o de un maestro de obras, que dirigía la construcción de una mansión. Desde América enviaban las instrucciones y el dinero necesario para iniciar las obras y, una vez en casa, solo tenían que ocuparse de los últimos detalles.

Se imaginó a su bisabuelo Narciso escribiendo a uno de sus primos, para que se encargara de las obras de la mansión que quería construir.

Por las mañanas estaba muy concurrida la biblioteca y Marina tuvo que sentarse en una butaca de la sala de lectura de la prensa y esperar a que quedara libre una mesa. Al cabo de poco tiempo se trasladó a una mesa de la sala general de lectura, donde había varios muchachos que estudiaban delante de la pantalla de un portátil. Era época de exámenes y recordó que jamás había disfrutado los meses de mayo y de junio, primero como alumna y después como profesora. ¡Qué pena, son los meses más lindos del año! Suspiró y siguió escribiendo en su libreta.

Las casas indianas solían estar formadas por un sótano, una planta baja, uno o dos pisos y un desván. La fachada a menudo estaba decorada y destacaba por su simetría. Todas las ventanas eran regulares y de dimensiones similares. La parte posterior de la casa daba al patio y estaba formada por galerías con pilares y arcos; en su interior se podían ver pinturas murales de jardines y plantas exóticas. Las casas solían tener también una torre, cuadrada o circular, desde donde se podía ver el mar. En la planta baja de la casa estaban el vestíbulo, los inmensos y altos salones y la cocina. A través de unas escaleras anchas, hechas con los materiales de mejor calidad, se accedía a los pisos superiores y a los dormitorios. Las habitaciones más lujosas solían estar decoradas con pinturas murales y disponían, como los salones de la primera planta, de una gran chimenea. Los muebles de las casas destacaban por su gran calidad. Para fabricarlos, los indianos llevaron de América la madera de la jacaranda y de la caoba. La mayor parte de los muebles era de caoba, pero también utilizaron la caña de bambú para hacer mesas y sillas.

Mientras tomaba apuntes, pensó que Narciso Pons Garriga, su bisabuelo, era un indiano austero, pues la fachada de la mansión estaba decorada con sencillez y ni en el interior de la galería ni en los dormitorios había pinturas murales. Él también quería ver el mar y construyó una torre. De los muebles antiguos ya quedaba poca cosa; muchos estaban arrinconados en el desván. Marina se quedó quieta, recordando con añoranza los muebles de caoba que su abuela y Caridad frotaban cada día para que brillaran.

Dejó el libro y el cuaderno en la mesa, la chaqueta colgada detrás de la silla y puso su portátil dentro de la mochila. Salió de la biblioteca y fue a sentarse en la terraza del bar de la plaza de al lado. Se puso las gafas de sol, pues todavía no quería ser reconocida. No había casi nadie; el camarero le contó que muchos establecimientos comerciales del centro iban cerrando. En aquella plaza antiguamente hacían mercado y Marina se imaginó a las criadas mulatas de los indianos, que iban a comprar plátanos, arroz, frijoles negros y carne picada para preparar un manjar llamado moros y cristianos, típico del Caribe. Recordó a su abuela Amelia, que le encantaba cocinar el arroz con salsa de tomate y huevo frito, plato que más tarde fue llamado arroz a la cubana. Con aquel recuerdo sintió hambre y miró el reloj. Era casi la una. Llamó al camarero y pidió un bocadillo de queso. Mientras tomaba el sol, se quedó un rato ensimismada mirando a las personas que entraban y salían del establecimiento para tomar un café o comer algo. Se imaginó que las mujeres que llevaban una bolsa de deporte salían del gimnasio que estaba a dos pasos, que las que llevaban un carrito eran amas de casa que volvían de la compra, y que los que no tenían prisa eran jubilados. Después de comer se puso a leer. La plaza empezó a despoblarse y hacia las dos empezaron a llegar los empleados que iban a almorzar.

Volvió a la biblioteca y se puso a leer los periódicos del día. Las salas de lectura estaban bastante vacías. Marina se sentó en la mesa donde había dejado sus cosas y siguió tomando apuntes:

Los patios de las casas se cerraban con rejas de hierro y se accedía por un portal bastante alto que estaba decorado con motivos coloniales. A través de sus jardines, los indianos querían volver a contemplar el paisaje tropical de Cuba y por eso no faltaba el agua ni la vegetación, que era muy abundante. Había fuentes, estanques, caminos y todo tipo de plantas exóticas, las mismas que se cultivaban en los patios cubanos. Los indianos más adinerados encargaban el diseño de sus terrenos con plantas ornamentales a arquitectos renombrados, como Eusebi Güell, que encomendó al arquitecto Antoni Gaudí el proyecto del Parque Güell de Barcelona.

Lo que más le gustaba a Marina de la mansión de su bisabuelo era el jardín. Pero quedaba bien poco del que fue antaño, pues su padre, en los años ochenta, vendió una parte de la finca y en ella se edificaron viviendas. Solo había sobrevivido una palmera real, originaria de Cuba. Sin darse cuenta, se le pasó el tiempo volando. Buscó y rebuscó más noticias sobre los indianos de El Maresme, pero no encontró nada más. Al salir, se lo comentó a la bibliotecaria, quien le aconsejó que buscara noticias de la familia Cardona, pues había un tal Félix Cardona Puig, hijo de un indiano de Malgrat, que fue famoso por sus descubrimientos geográficos en Venezuela.

En la biblioteca tenemos algunos libros, pero en Internet también va a encontrar su biografía.

¡Quién iba a decirme que este pueblo era cuna de viajeros y aventureros!

Cogió prestado el libro La conquista del Orinoco, del periodista catalán Eugeni Casanovas, con las hazañas de Félix Cardona, para leerlo en casa con tranquilidad.

Volvió a la terraza del mismo bar, se sentó en la única mesa libre y pidió al camarero una cerveza sin alcohol y unas aceitunas rellenas. Las calles empezaban a animarse; al atardecer los niños salían de las actividades extraescolares, las parejas iban a pasear y los rezagados compraban las últimas cosas para la cena. Abrió el portátil y se puso a buscar noticias de Félix Cardona Puig. Encontró que fue un explorador de la Guayana, donde realizó varias expediciones y vivió mucho tiempo con los indígenas. Se volvió famoso tras descubrir la cascada más alta del mundo en Venezuela, El Salto Ángel. Félix Cardona estudió en un internado y en la Escuela Náutica de Barcelona y viajó a lo largo y ancho de América Central gracias a la riqueza de su padre. A finales del siglo XIX, el padre de Félix se fue a Cuba con su hermano, donde hicieron fortuna. Los hermanos Cardona a principios del siglo XX volvieron ricos a su tierra natal y cada uno se hizo construir una casa en la calle que de la plaza de la iglesia llegaba al mar. No eran mansiones espléndidas como la de los indianos del siglo anterior, pero eran palacios hermosos, comparados con las humildes casas donde vivía la mayor parte de la gente. Marina recordaba vagamente aquellas dos casas señoriales, una en frente de otra. Cerró el portátil y se fue andando despacio por la calle del Mar hacia su nueva morada.

Se paró delante de las casas de los hermanos Cardona. Primero miró la de la izquierda. Un señor con un bastón, al verla tan concentrada, mirando las decoraciones modernistas de la fachada, le dijo:

Esta casa todavía es de la familia Cardona, pero hace años que no vive nadie. La alquilan en verano. Todavía luce, a pesar de que, en los años sesenta, con la fiebre del turismo, abrieron una tienda y destruyeron un poco la fachada. Por suerte, en la entrada está la verja original de hierro forjado y el mirador de arriba se conserva bien, con los vidrios amarillos y verdes.

Sí, es preciosa. Las tres ventanas rectangulares sobre el mirador son muy originales. También la casa del frente es de estilo modernista, pero es más sencilla.

Esa ya no pertenece a la familia Cardona. La compró una modista y la reformó, convirtiéndola en una tienda de ropa, la mejor del pueblo. Sin embargo, hace cinco años que se trasladaron a Blanes. ¡Qué desastre que hayan cerrado todos los comercios del barrio antiguo!

Cuando Marina llegó a casa cogió el libro de la biblioteca para leerlo; sin embargo antes de abrirlo sonó el móvil. Era una videollamada de sus hijos. Marina estuvo contenta de escuchar su voz melosa. Maribel y Roberto no le paraban de contar noticias de Buenos Aires. Cuando colgó, dejó el libro que tenía en las manos sobre la mesa y fue a buscar una novela del escritor argentino Manuel Puig, necesitaba volver a la tierra donde había vivido tantos años.








domenica 8 giugno 2025

El llavero

 



El día que se marchó a Argentina, hizo la maleta a escondidas. Metió ropa de abrigar, zapatos de recambio, un collar de nácar, dos libros, un cuaderno, algunas fotografías, dos casetes de un cantautor catalán y un neceser repleto de jabones y cosméticos. Colocó en el forro de la mochila el billetero, el pasaporte y el llavero. Antonio guardó los pasajes y demás papeles para viajar.

Cuarenta años después, en Buenos Aires, mientras preparaba el equipaje para el viaje de vuelta a Barcelona, le preguntó a su hija, Maribel:

¿Has visto mi llavero redondo? El plateado, el que me regaló tu padre.

¡Mamá, tenés que estar tranquila! Quizás esté en el macuto, aquel que no quisiste tirar.

¡Qué boluda que soy! Tienes razón.

¿Te acordás? Lo guardaste en el trastero, le contestó Maribel.

¡Qué suerte que durante la mudanza no se haya perdido! Exclamó, más tarde, con el llavero en la mano.

Llegó a España con la obsesión por introducirse en la casa de sus antepasados.

El segundo día, se armó de valor y, después de cenar, salió del hotel y se dirigió a la mansión que había construido su bisabuelo, el que se fue a Cuba. Por suerte no había ninguna farola cerca de la puerta, tampoco se veía luz en las ventanas de la casa de enfrente y pasó desapercibida. La llave entró bien en la cerradura y abrió el portalón. Su corazón le latió fuerte cuando le llegó el olor a humedad. Encendió la linterna del móvil e iluminó la cómoda del zaguán. Era un mueble antiguo, con dos cajones y armarios, que su abuela, Amelia, hizo restaurar a Joanet, el ebanista. Encima había un platillo con un llavero de plata, de forma de estrella. Marina lo reconoció: era el juego de llaves de su madre y le temblaron las piernas. Se repuso y entró en el salón. Se impresionó al ver las siluetas de los muebles cubiertos por sábanas polvorientas, las marcas de los cuadros que faltaban en las paredes y la tapicería deslucida.

¿Por qué Mercedes ha descolgado los cuadros?

Levantó la sábana de la vitrina y descubrió el marco de una fotografía bocabajo; al darle la vuelta, apareció el retrato de su madre y se sintió desfallecer. No llegó a entrar en el cuarto de estar; cerró la puerta y volvió al hotel.