A
media mañana Marina, después de un largo paseo, volvió a casa y se
puso a ordenar los apuntes de la biblioteca y a ojear el libro que
había tomado prestado. Hacia las dos, mientras terminaba de comer,
sonó el móvil. Era una videollamada de sus hijos. Marina se alegró
al oír su voz melosa. Maribel y Roberto no pararon de contarle cosas
de Buenos Aires y la animaron a que dejara de lado el testamento y se
reconciliara con su hermana.
Cuando
colgó, dejó olvidado sobre la mesa el libro de la biblioteca y tomó
de la caja la novela
Las viudas de los jueves,
de la escritora argentina Claudia Piñeiro. Le gustaba leer dos
libros a la vez y cogerlos y dejarlos según cómo se sentía. En
aquel momento necesitaba volver con la imaginación a Buenos Aires,
donde había vivido tantos años. Pasó largo rato leyendo, tumbada
en el sofá.
A
las cinco de la tarde, volvió a la biblioteca para ver si encontraba
más noticias de los indianos. Se sentó en la sala de lectura.
Consultó varios libros, pero encontró bien poco. Cuando empezaba a
desanimarse, una anciana que había estado leyendo la prensa cerca de
su mesa se le acercó.
—Perdone
que me entrometa, pero he
oído
en el mostrador del vestíbulo que usted está buscando noticias
sobre los indianos del pueblo.
—Sí,
pero hay poca cosa.
—Si
le apetece, puedo contarle la historia de mi familia, en la que
también hubo un indiano.
Las
dos mujeres salieron de la biblioteca y se dirigieron a la terraza
del bar donde solía ir Marina. La mujer, que se llamaba Montserrat
Cuní, tenía casi noventa años y vivía sola en el casco antiguo
del pueblo. Sus hijos la ayudaban con las compras y la llevaban en
coche al centro de salud cuando se ponía enferma, pero salía de
casa todas las tardes a la misma hora para ir a la biblioteca. Sus
gafas de concha redondas y su pelo blanco corto le daban un aire
intelectual. Había sido maestra de primaria durante más de cuatro
décadas. Se casó a los cuarenta años con Pere Torrent, un sastre
viudo. Al cabo de pocos meses se quedó embarazada y dio a luz a dos
mellizos. Su esposo también fue longevo; falleció a los noventa y
dos años, mientras dormía. Montserrat habló con cariño de su
marido y le dijo que lo añoraba durante cada hora del día.
—Nos
conocimos tarde, pero Pere fue un magnífico esposo y padre y, para
sus clientes un buen sastre. —le dijo emocionada.
Los
vecinos del pueblo la habían tildado de mujer rara. Primero la
habían tachado de solterona, luego, casándose de mayor, de estéril,
pero les sorprendió dando a luz a los dos mellizos.
Tras
una breve pausa, Montserrat siguió contando.
—Mi
abuelo Esteban Cuní se fue muy joven a Cuba para hacer fortuna, en
el año 1870. Dejó en casa de sus suegros a Ángela Catalá, su
esposa veinteañera, a un hijo de dos años y a un bebé de pocos
meses. Al principio le enviaba dinero y le escribía cartas,
prometiéndole que regresaría rico, dejó de hacerlo al cabo de unos
años. Ángela, gracias a sus padres, que eran panaderos, crió a sus
hijos sanos y fuertes. En 1868, un grupo de cubanos liderados por
Carlos Manuel de Céspedes empezó a luchar por la independencia de
España y la abolición de la esclavitud. Estalló una guerra feroz
que duró diez años, llamada Guerra Grande. Los esclavos se
alistaron voluntaria o forzadamente en el bando de los rebeldes y
fueron carne de cañón. Céspedes cayó en 1874, pero la lucha
siguió otros cuatro años y hubo más de cien mil muertos. Pocos
meses después del frágil acuerdo entre las dos partes, estalló la
Guerra Chiquita, que duró pocos meses, pero las guerrillas no
cesaron nunca. Esteban Cuní, cansado de tantas matanzas y penurias,
decidió regresar a su patria.
—¿Volvió
rico?
—¡Qué
va! Llegó a Cataluña sin un duro con Cándida, una muchacha mulata,
que presentó a todo el mundo como su criada. Ángela, al verlos
comparecer en su casa, tragó su indignación y aceptó a Sebastián
para que sus hijos tuvieran un padre, pero relegó a Cándida a las
labores de sirvienta y le puso un catre en el establo. Ángela era la
dueña y mandaba, pero Cándida no consentía que le faltara al
respeto, ya que aún recordaba la esclavitud a la que su madre estuvo
sometida. Ella había nacido libre y quería serlo de verdad. La
muchacha tenía buen carácter, pero cuando Ángela se enfadaba y la
reñía por cualquier cosa, ella no se callaba, sacaba las garras y
le decía: —Yo no soy tu esclava —exclamó Montserrat, levantando
la voz.
—¿Y
qué pasó luego? — le preguntó Marina.
—Vivieron
los tres juntos bastantes años. Hasta que Ángela se quedó
embarazada de nuevo. Mi abuela no se esperaba a otro hijo, pues tenía
cuarenta y ocho años. Aprovechó aquel acontecimiento para echar a
la mulata de casa definitivamente. Esteban no se atrevió a oponerse,
ya que la dueña de todo era su esposa y no tuvo el valor de fugarse
con ella. Le encontró un cobijo y la metió de sirvienta en una
masía cerca de Tordera.
—Pobre
Cándida —suspiró Marina.
Después
de un largo silencio, en que la anciana aprovechó para sonarse la
nariz y beber un poco de agua, continuo hablando.
—Los
chismosos del pueblo rumoreaban que Esteban visitaba a menudo a
Cándida y que tuvo una hija con ella.
—¿Cuál
era el apellido de Cándida?
—Rubio.
Me lo reveló mi padre antes de morir, pero él nunca se atrevió a
ir a preguntar por ella.
—¿Y
tú no fuiste a buscarla?
—Yo
nunca supe nada. Pero hace un par de años, cuando murió mi esposo,
le pedí a uno de mis hijos que me acompañara a Tordera. Pregunté
allí y fui al archivo municipal, pero no logré averiguar nada.
—¡Qué
lástima!
—Si
existió la hermanastra de mi padre, ahora ya estará muerta.
Calló
unos segundos, respiró hondo y siguió con brío su relato.
—La
mayor parte de los indianos se estableció en la calle del Mar, en el
tramo final, donde solo había huertos. Antes de volver
definitivamente a España, desde Cuba, compraban una finca y allí
hacían construir la casa. Los más ricos construían mansiones
lujosas; los demás, la mayoría, se hacía casas más pequeñas,
pero de estilo refinado y de dos plantas. En aquel entonces, las
casas de la aldea eran de una sola planta, y albergaban tanto la
vivienda como las cuadras para los animales. Entre finales del siglo
XIX y principios del XX, la calle del Mar se fue poblando de indianos
con su servidumbre mulata.
—Vaya,
se convirtió en un pueblo multiétnico.
—¿Quiere
oír otra historia de indianos?
Y
sin dejarle responder, Montserrat empezó un nuevo relato.
—Mi
madre me contó que al lado de su casa vivía Jacinto Tarrés, con su
esposa, Carmen Subirá, y sus tres hijos. Era una familia trabajadora
y honrada. Carmen tenía parientes en Cuba. Cuando Segismundo Subirá,
el padre de Carmen, se quedó viudo, emigró a la isla y se
estableció en Matanzas, donde abrió una tienda de comestibles
gracias a un primo. Muchos catalanes en Cuba eran tenderos o
comerciantes. En la parte oeste de la isla había varias comunidades
de catalanes. Al tendero le iba bien y le enviaba dinero a su hija;
por lo que los Tarrés pudieron comprar telares y montar una pequeña
fábrica de hilados. Hasta que un día llegó a Malgrat Cubita, como
la llamaron desde el principio. Se presentó a los Tarrés como la
sobrina de Segismundo, pero todos sospechaban que era su hija.
Jacinto Tarrés se quedó prendado de la hermosa muchacha cubana y
Carmen, celosa, aguantó unos meses hasta que la echó de casa.
Cubita no quiso volver a Cuba y se fue a Venezuela con un joven del
pueblo.
—¿Todavía
viven en el pueblo los Tarrés?
—Cuando
echaron a Cubita del pueblo, Segismundo dejó de enviarles dinero.
Jacinto y Carmen siguieron con los hilados, pero cuando murieron, sus
hijos cerraron la fábrica y emigraron a Alemania.
—Gracias
a sus historias, he descubierto que llegaron al pueblo algunas
mujeres cubanas que trastornaron la vida de unos y alegraron la de
otros.
Montserrat
miró su reloj de pulsera, vio que era tarde y se despidió. Marina
también se levantó para volver a la biblioteca.