giovedì 10 gennaio 2019

La muchacha de las trenzas
















Las fiestas estaban a punto de terminar. Aquella mañana mi marido y yo nos levantamos tarde y tras desayunar me paré unos minutos, de pie en frente de la ventana del salón, pensando en todas las cosas que quería hacer: deshacer el árbol, poner lavadoras, trasladar el colchón grande a su sitio, doblar mantas, hacer la lista del supermercado para llenar la nevera que se había quedado vacía, en fin limpiar y arreglar la casa, ya que la asistenta estaba de vacaciones.
En aquellos días mi marido y yo nos habíamos turnado para ir al aeropuerto a buscar y a acompañar a nuestros hijos y a sus respectivas parejas. Ella llegaba de Madrid, donde vive desde hace bastantes años, él se marchaba para México, donde iba a trabajar un par de semanas y luego a disfrutar unos días de vacaciones. Por el pasillo de nuestra casa las maletas iban arriba y abajo. Nosotros nos dedicamos a recibir y a despedir a gente con equipaje.
El día de Navidad vinieron a comer a casa el hermano y la mujer de mi marido; pusimos el mantel, blanco con unos limones amarillos y verdes de cenefa, la mejor vajilla y cubertería que teníamos. Guisando manjares sencillos, no nos agobiamos mucho. Mi marido y yo nos repartimos las tareas culinarias, nuestra cuñada también colaboró, trajo un plato de carne muy gustoso.
Nuestro hijo nos llamó a su llegada a la península de Yucatán, contándonos las aventuras de sus tres vuelos, el primero fue corto, salieron de madrugada de Firenze para Madrid, el segundo larguísimo de Madrid a Ciudad de México y el último, que cogieron por un pelo, los llevó a Tulum. Empezó hablando  de los pequeños inconvenientes, retrasos, insomnio, dolor de piernas, los ronquidos de señora de detrás, la charla chillona de los   mejicanos de delante, una maleta perdida, luego al final nos comentó que había conocido a un  chico andaluz que  estaba sentado a su lado. Ya que los dos no lograban dormirse empezaron a platicar. El andaluz le contó que su primer viaje a México fue un delirio, pues él ingenuamente, cuando pidió el visto, puso la verdad, es decir que iba a trabajar al restaurante del amigo de su padre. Fue su condena, pues él no sabía que no se podía entrar en el país sin un contrato de trabajo, por eso lo desnudaron, registraron cada centímetro de su piel y todos sus orificios, luego lo tuvieron  venticuatro horas en un calabozo del aeropuerto. Lo pasó fatal. Lo dejaron libre al segundo día, con la condición de que se quedara solo tres meses en el país. Trabajó  a escondidas sin contrato, siempre con miedo a que lo descubrieran.
Nuestra hija, para el viaje de vuelta salió de Nápoles, ciudad donde fueron ella y su novio a pasar los últimos días de vacaciones;  al llegar a Madrid nos contó una historia muy especial.
Al no saber muy bien donde estaba ubicado el aeropuerto de Nápoles y sobre todo cuanto tiempo se necesitaba para alcanzarlo, se fueron para allá en taxi y llegaron dos horas antes. Se pusieron a leer en la sala de espera para matar el tiempo.
Había poca gente, se sentaron  cerca de una chica que no paraba de reir mirando su móvil y que al cabo de pocos minutos les dijo:
- ¿Os puedo enseñar un vídeo muy divertido?
- Sí, con mucho gusto le dijeron los dos.
La chica tenía unos veinte años, su cara redonda, sus ojos achinadas y su cuerpo rechoncho, denotaban que tenía el síndrome de Down, también conocido como trisomía veintiuno.
Mientras escuchaba la voz de mi hija, pensé en lo que yo les explicaba a mis alumnos en las clases de Biología:
La trisomía veintiuno es una alteración genética que consiste en la existencia de un cromosoma de más en el par veintiuno de todas las células del cuerpo. Este síndrome aparece de forma casual (de forma casual quiere decir que nos puede pasar a todos) en aproximadamente uno de cada mil niños nacidos vivos y es una alteración que lleva asociada una discapacidad intelectual.
La chica era muy dicharachera y en seguida le cogió cariño a mi hija. En su móvil tenía varios vídeos grabados de las tareas que hacía en la asociación Napolidown. Eran películas graciosas, breves obras de teatro y comedias en las que ella era protagonista con otros compañeros descapacitados.
- ¿Cómo te llamas? Me gusta tu trenza ¿Me la dejas tocar? Le dijo la chica tirándole una foto a la trenza
- Me llamo Helena ¿Y tú? ¿Quieres que te haga una a ti o si quieres te hago dos trencitas?
- Me llamo Adele ¿De verdad que vas a hacerme  dos trenzas? Me encantaría.
La muchacha le contó a Helena que su familia y sus maestros se habían empeñado en que fuera sola a Sicilia, donde vivían unos primos suyos y que a ella no le apetecía mucho ir, pues le daba un no sé que ir a Catania. Siguió diciendo en forma un poco caótica, riendo de vez en cuando, que le gustaba  nada más su ciudad, que era su primer viaje en avión y que le apenaba dejar a sus amigos de la asociación, que sus padres la habían acompañado hasta el embarque, que tenía que apañarse sola, debía escuchar los altavoces, mirar la pantalla y sobre todo no perder de vista la maleta. En el aeropuerto de Catania la iban a ir a esperar sus primos.
- ¿A qué hora sale tu vuelo?¿Ya sabes cuál es tu puerta de embarque? le preguntó Helena
- Aún no me han llamado, estoy esperando a que me digan el número de la puerta por los altavoces.
- ¿Pero ya has mirado la pantalla?
- Si, claro que la he mirado al llegar y no ponía nada de Catania, dijo.
La chica se había despistado, quizás tampoco habían anunciado el vuelo. Helena mirando la pantalla se dio cuenta de que faltaban pocos minutos para que cerraran  su puerta de embarque.
Helena blincó de la silla, cogió a la muchacha por un brazo y le dijo.
- Te llevo yo a tu puerta de embarque ¡Coge la maleta y a correr!
- Voy contigo comandante, dijo Adele, poniéndose el gorro, la bufanda, los guantes de lana y agarrando una bolsa de plástico donde llevaba dos bocadillos y una naranja.
Cruzaron varios pasillos. Adele no dejaba de reír. Corriendo con su anorak y su gorro, parecía una bolo roja. Antes de entrar abrazó  a Helena y le dijo:
- Ahora en el avión me voy a comer otro bocadillo.
Adele consiguió embarcarse. Helena volvió a la sala de espera satisfecha por haber conseguido ayudar a la chica despistada.
Cuando dejé de hablar por teléfono con mi hija, tecleé en el buscador, la palabra Napolidown y le di una ojeada al enlace que decía:
Desde 1985 hemos venido trabajando a favor de un proyecto de vida para nuestros hijos, distinto a lo tradicional. Hemos apostado por el reconocimiento de los derechos civiles de las personas con discapacidad intelectual y por la búsqueda de estrategias que permitan desarrollar sus capacidades al máximo, mejorando su calidad de vida y las de sus familias. Queremos que las personas con síndrome de Down de nuestra ciudad sean capaces de gestionar su propia vida, con sus aciertos y sus errores, igual que cualquier otra persona, pero con la particularidad de la forma diferente que tienen de encarar el quehacer cotidiano, que les obliga a luchar día a día para que los demás les reconozcamos su dignidad. Nuestra entidad ha trabajado en los últimos años para tratar de lograr que las personas con síndrome de Down sean capaces de tomar sus propias decisiones y de vivir de forma autónoma, utilizando para ello los apoyos pertinentes que sus familias, la asociación y los entornos cercanos, deben proporcionarles.
Tras leer todo eso entendí porque la chica viajaba sola y lo bien que le  iba.
Por supuesto que ella hubiera podido perder el avión, pero  por lo menos habría intentado ser autónoma, pensé; fue entonces cuando recordé a Filippo, un antiguo alumno mío, con el mismo síndrome. A Filippo me lo encontré en frente de un cine, hace cosa de unos meses. Me dijo que trabajaba  en  una oficina municipal.
Estuve tan y tan contenta de verlo, que lo abracé muy fuerte. Me alegraba mucho de que tuviera un empleo y que no dependiera totalmente  de sus padres, ya mayores.
- Profesora me apieta mucho, no me entretenga más que va a empezar mi película, dijo esto separándose de mí e dirigiéndose hacia dentro.
Al chico le di clase dos años seguidos y me encariñé mucho con él. Era la voz de las cosas que nadie se atrevía a decir. Filippo tenía un profesor especializado siempre a su lado, pero en algunas de mis clases asistían los dos juntos. Durante el recreo venía hacia mí con un bocadillo muy grande y una cantimplora con zumo de naranja. Entre un bocado y  bocado me contaba cosas de sus padres, que eran bastante mayores, él era hijo único Luego no dejaba de hablarme de las tres  actividades que hacía por la tarde: música, natación y teatro. A menudo me  echaba en cara alguna cosa que no le gustaba  de mis clases. Había un par de chicos rebeldes y yo luchaba cada día para que respetaran las reglas de la escuela.
-  Yo de usted  los castigaría más, me  reprochaba Filippo.
Filippo decía lo que pensaba en cada momento, un día en el que yo le explicaba una cosa que no entendía, con mi cara casi pegada a la suya, dijo chillando:
- ¡La profesora tiene bigote!
Al principio me quedé un poco pasmada, luego le contesté:
- Los hombres sois más peludos y  las mujeres  tenemos  un vello más fino, sin embargo  todo el mundo tiene bigote. 
Aún recuerdo la cara de pícaro que puso.
Aquella mañana, antes de empezar a hacer la primera cosa de la lista, aprecié el silencio de la casa,  sin todo el trajín que conllevó la visita de nuestros hijos, pero escuchando más atentamente noté que aún flotaba sus voces con sus anécdotas, que tanto les gustaba contarnos.