domenica 21 ottobre 2018

La vida anodina de Marta














La conocí una tarde de otoño a finales de los años ochenta. Fue ella quien por primera vez tocó el timbre de mi nuevo apartamento. Al descolgar el interfono una voz de mujer me dijo:
- Hola, soy Marta, una compañera de trabajo de Victoria, ella me ha dado tu dirección. ¿Tú eres Elisa, no? ¿Me invitas a tomar una taza de té?
Yo le dije que sí, que yo era Elisa, pero que en casa no tenía té, pues hacía poco que me había mudado y terminé diciéndole que con mucho gusto la invitaba a tomar un zumo de fruta.
Esperé a mi invitada en la puerta, subió las escaleras de dos en dos, sin embargo al entrar me pareció una chica sosegada. Marta, tomando pequeños y frecuente sorbos de zumo de naranja, me contó que vivía sola en un apartamento pequeño. Había logrado alquilarlo a un buen precio, pues los dueños eran los padres de una profesora de su Instituto. Estaba cerca de la escuela donde daba clases, tras haber ganado oposiciones y por consiguiente una plaza para la enseñanza. Su marido se había quedado a vivir en Firenze porque allí tenía un buen trabajo. También me dijo que aquella misma tarde había comprado una bicicleta de segunda mano.
Noté que a Marta al atardecer le gustaba vagabundear por el centro de la ciudad.
-¿Has visto la muralla tan bien conservada? Traza un perímetro hexagonal, rodeando completamente, como si los ciñera, todos los lugares relevantes de la ciudad, el Duomo, la plaza Dante, el museo arqueológico, el teatro y todos los edificios antiguos, me dijo entusiasmada.
Luego me contó que había dado conmigo, leyendo el nombre de la placa de una calle:
- Via dell'Unione, me suena ¿Quién me ha hablado de esta calle? Se preguntó, pero en seguida se percató de que había sido una compañera de trabajo.
Y luego se dijo:
- Ya me acuerdo, Victoria, la profesora de Mates que cada mañana madruga tanto para llegar a la escuela, porque tiene dos hijitos pequeños y no los quiere dejar toda la semana solos; si, ella me dijo que en esa calle había alquilado un piso una amiga suya, también profesora y de Livorno como ella.
Bajó de la bici, la amarró con cadena y candado, que también había comprado aquella misma tarde y la estacionó en la parte más ancha de la acera, cerca de la esquina.
Victoria le había dado una nota con mi dirección, pero Marta se la dejó olvidada dentro de un libro, por eso tuvo que ir a preguntar a la tienda de ultramarinos, a pocos pasos de la esquina, por si sabían algo de la nueva inquilina.
Nadie le supo decir nada, pero al salir de la tienda vio a un señor anciano asomar por la puerta, apoyado en su bastón. Andaba a pasitos lentos, pero decididos, mientras iba saludando a unas mujeres que entraban. Había oído su charla con la dependienta, por eso le dijo que el señor Rappezzi había alquilado su apartamento a una maestra forastera. El viejecito la acompañó hasta el número seis.
Sigo preguntándome de donde le salió a Marta el ímpetu para ir a casa de una desconocida de la que ni siquiera sabía bien cuál era su dirección.
Estuvimos charlando mucho rato, yo le conté que también había ganado oposiciones como ella y que el año anterior estuve trabajando de suplente en una escuela de la Isla de Elba, porque allí  tenemos una casita a orillas del mar, que mi difunta abuela dejó en herencia a mi madre.
- Es un sitio precioso en verano, sin embargo desierto en invierno. Me espabilé mucho viviendo sola sin mis padres quienes se metían mucho conmigo aunque fuera de buena fe, pero mi vida isleña en los días de mal tiempo era triste por eso he aceptado la plaza en Grosseto aunque esté lejos de mi ciudad, dije todo eso de corrido, sin respirar, como si tuviera miedo de que alguien me oyera.
Me acuerdo de que también le dije que era la primera persona que llamaba a la puerta de mi piso.
Al despedirnos planeamos ir juntas alguna que otra tarde al cine o al teatro. Me dejó el número de teléfono de sus vecinos, los señores Tognazzi, los dueños de su apartamento. Ya que yo tenía la suerte de tener teléfono en casa, le di mi número. Quedamos en que nos llamaríamos.
Si tengo que decir la verdad, fui yo quien llamó primero. Dejé el recado a la señora Tognazzi y Marta me llamó al cabo de un rato.
Me dijo que estaba liada preparando clases. Me contó que cada tarde dedicaba unas horas a las tareas de sus alumnos. No quería tener cosas pendientes, por eso sólo al atardecer se sentía libre y salía a dar una vuelta en bici. Luego se preparaba la cena a base de verduras, generalmente guisaba más de lo necesario, porque lo que le sobraba le servía para la comida del día siguiente. Se acostaba temprano, ponía la radio, que le había regalado su marido y luego abría el libro que había dejado el día anterior en la mesilla de noche. La vida anodina de Marta se repartía entre el trabajo y las tareas en casa.
Una tarde me dijo que al día siguiente podíamos quedar para ir a ver una película, basada en una novela de Milan Kundera, que hacía tiempo que deseaba ver y no la quería perder. Aún me acuerdo del título: La insoportable levedad del ser.
Era una historia de amor, o sea de celos, de sexo, de traiciones y también de las debilidades y paradojas de la vida cotidiana, de dos parejas cuyos destinos se entrelazaban irremediablemente.
Nos gustó mucho a las dos, ella había leído el libro y disfrutó sentada en una de las butacas destartaladas del cine más antiguo de la ciudad. Al salir, antes de montar en bicicleta, me preguntó:
- ¿Tú has tenido un grande amor?
Yo le conté lo que me pasó cuando me dejó mi primer novio y de lo mucho que sufrí, pues yo ya me había montado mi futuro, ya me veía casada con él. Era muy guapo e inteligente, estudiaba para notario, tenía bastantes años más que yo. Yo era una chiquilla a su lado, él era un ser perfecto. Se llamaba Octavio, era ambicioso y tenaz. Vivía lejos de mi ciudad, nos veíamos sólo en verano. Los últimos meses, antes de que me abandonara, algo le pasó a Octavio, pues por teléfono se le notaba una voz rara. A principios de verano me llamó diciéndome que estaba estudiando muchas horas para las oposiciones y que estaba muy nervioso y agobiado, no sabía lo que le pasaba, por eso necesitaba un poco de tiempo para reflexionar y que era mejor dejar de vernos por una temporada. Aquel verano no apareció por la playa. En otoño, supe por mis padres que Octavio se iba a casar con otra chica. Me sentí engañada. Fue una gran decepción, mi modelo de hombre se había desmoronado.
También le conté que después de Octavio  tuve  algún que otro amante, pero sin importancia.
- Mi vida de pareja era y sigue siendo un desastre, le dije
Luego seguí diciéndole:
- Creo que soy yo quien tiene la culpa, no consigo amoldarme a los hombres. Quisiera saber por qué me dejó Octavio, en qué me equivoqué yo. A raíz de aquello tengo miedo de volver a sufrir y no me abandono nunca al amor. ¡Mi inseguridad me mata!
- Pero que dices, seguro que tu te enamoras de chicos que no cuajan contigo. Todo es culpa del azar. La vida da muchas vueltas ¡Verás que buena  sorpresa te vas a llevar muy pronto!
Ella me contó cómo diez años atrás, por casualidad en una mesa de una terraza del café Zurich de Barcelona, había conocido a un chico italiano y que por una serie de coincidencias, habían acabado juntos. Luego, siguió diciendo que por él había dejado su país y que estaba contenta de haberlo hecho, a pesar de que sus padres no estaban conformes y de las complicaciones que tuvo al trasladarse a estudiar a Italia.
También me dijo que él se parecía al protagonista de la película, por eso aquella noche me hablaba de él, pues un poco lo añoraba.
Su última frase me quedó grabada:
- Es la primera vez que vivo sola y me gusta, a pesar de la situación emocional de la que estoy saliendo y que espero superar.
Entonces me habló de su hijo que había muerto hacía sólo unas pocas semanas.
-Te lo cuento porque me apetece y no porque cuando paso por la calle todos los conocidos me preguntan : ¿Dónde está el cochecito? Y a mí me toca responder: el niño falleció pocos días después de nacer.
Yo no sabía que decir,  me parecía una barbaridad que en nuestra época aún se murieran recién nacidos. Cambié de tema pues me daba un no sé que pensar en la muerte de su hijo, sin embargo ella siguió hablándome de su desgracia:
- Me tuvieron que retirar la leche, pues él niño vivía entubado en una incubadora.
- No pienses más en ello, le repetía yo sin cesar.
- No pude abrazarlo, era pequeño, pero su carita era bonita. Tenía una anomalía cromosómica muy rara en todas sus células, nos diagnosticaron que viviría como máximo algunos meses.
- Mejor que se haya muerto, vivir como un vegetal en una incubadora hubiera sido terrible para él y para vosotros. Ahora yo te veo bien, haces buena cara. Sino no me lo hubieras dicho, nunca hubiera imaginado que acababas de perder a un hijo. Le dije yo.
- Pues mira, me cae el pelo, serán las hormonas, por eso me lo he cortado, así cuando me lo lavo no veo tantos cabellos en el plato de la ducha.
- Te queda bien el pelo corto, le dije yo, ni siquiera para hacerle un cumplido, ya que en realidad a su cara le favorecía aquel corte.
Por suerte al final logré que cambiáramos de tema y empezamos a hablar de lo mucho que nos gustaba a las mujeres que nos hicieran cumplidos y nos mimaran y ella me contó:
- La primera tarde en que daba una vuelta por esa ciudad, un chico que iba detrás de mí en bici me echó un piropo: “¡Qué cuello tan bonito que tienes!”; Nadie había apreciado nunca mi pescuezo, creo que por eso me gustó tanto.
- Al final lo reconocí, era Michele, el hermano de una compañera mía de la facultad, un chico muy guapo, quien conocía apenas. Lo había visto sólo una vez en la plaza San Marco de Firenze, iba con su hermana, dijo eso sonriendo.
Mientras hablaba pensé en el hecho insólito de que una mujer quien ha perdido su niño se estremezca cuando un hombre es galante con ella. Yo de ella no sé si hubiera atendido a un desconocido. Creo que en sus condiciones no habría ni salido a dar un paseo y ni siquiera hubiera aceptado la plaza para la enseñanaza en una ciudad tan lejos de casa.
- ¡Soy feliz con mi vida insignificante! Me dijo al despedirnos.
Ya en aquellos días empecé a envidiar la vida anodina de Marta. No hacía nada de especial, al contrario, pasaba horas y horas leyendo o escuchando la radio. Eso era eso lo que más me gustaba de ella, se entretenía con sus pequeñeces.
- ¿Cómo podía ser feliz una chica a quien se le acababa de morir un hijo? Quise descubrirlo, pero cada vez que salíamos juntas me sorprendía con su entusiasmo.
- ¿Sabes que voy a dar clases de español a algunas profesoras de mi Instituto? Eso me ayudará a pagar el alquiler, me dijo una tarde.
Mi renta de alquiler era mucho más alta que la de Marta, porque mi piso era más céntrico y totalmente reformado; yo también, como ella, hubiera tenido la oportunidad de dar clases particulares de Matemáticas para mis gastos extras, que eran muchos, sin embargo no me apetecía, prefería echar la siesta y luego salir.
La vida insignificante de Marta influyó en mí positivamente, recuerdo aquel año en Grosseto, cómo una época de tránsito entre mi vida ajetreada de antes y la más pausada de después. Las dos teníamos treinta años entonces, aún no sabíamos lo que la vida nos reservaba.
Al terminar el curso, seguimos en contacto, recibí alguna carta suya y yo la llamé alguna que otra vez, pero poco a poco nos distanciamos y la perdí de vista.
Ahora que tengo sesenta y tres años me gustaría saber que ha sido de su vida. ¿Aún sigue con él? ¿Habrá tenido otros hijos?
Cuando tengo que tomar decisiones, sobre todo en relación con mi vida de pareja, pienso en Marta y me digo:
- ¿Qué haría ella en mi lugar?
Esa pregunta me da sosiego, luego me escucho atentamente a mí misma e intento entenderme, para resolver mis líos amorosos.
Sé que ella me diría:
- Déjate de hombres casados, aunque te gusten no te enredes, mejor estar soltera que sentirse compartida y además  con sentimiento de culpa hacia la esposa de él.
Hace meses que estoy buscando a Marta en el listín telefónico o por Internet, pero no hay rastro de ella, parece que haya desaparecido.
Tengo miedo de ir más a fondo con mis pesquisas. A veces pensando en ella me digo:
- Quizás esté jubilada y se haya ido a vivir con su marido a su país de origen o puede ser que se haya separado de él y viva en el campo lejos de los medios de comunicación o tal vez se haya quedado viuda y se dedique a los nietos en algún país lejano, pero lo peor sería que hubiera fallecido.
Tal vez sea mejor no saberlo, porque me gusta pensar en que Marta sigue adelante con su vida anodina, la que tanto le gustaba.




lunedì 1 ottobre 2018

Ciencias o letras




¿Por qué decidí estudiar una carrera de ciencias? Me lo llevo preguntando año tras año, sobre todo a finales del curso, en la época en que mis alumnos de bachillerato escogen la facultad donde van a matricularse.
Mi maestra de ciencias naturales era Enriqueta, una monja joven, quien era inexperta en la enseñanza y sabía poco de la asignatura. En lugar de explicar nos hacía leer el libro de texto y subrayar lo más importante, es decir casi todo, dejaba de lado alguna que otra conjunción o adverbio. Sus clases eran aburridas, sin embargo la parte de las plantas fue la que me quedó más grabada, pues a ella le encantaba hablar de flores, pistilos y estambres. Su cara redonda se iluminaba cuando nos traía flores del jardín.
Montserrat Pastor, era mi profesora de física y química, mujer enjuta y poco habladora, no porque fuera tímida, más bien porque era un poco sosa. Le faltaba color en todo su ser, en la piel, en los cabellos y en su vestimenta, era como si le hubieran hecho un lavado total en la tintorería y se hubiera descolorido. Su media melena lacia le daba un aire serio. Sólo sonreía cuando hablaba de los elementos químicos. Llevaba mocasines de ante marrones, falda azul marino, blusa clara, de color indefinido, amarillento o rosado y una chaqueta de lana beige. Solía llevar todo el año ropa parecida, con las mismas tonalidades y la misma forma. En invierno se abrigaba con tabardo  grueso y una bufanda de lana gris, pues, a pesar de las estufas de leña que había en los pasillos, hacía un frío que pelaba. Casi todas las niñas teníamos sabañones en las manos.
A Montserrat Pastor se le notaba que le gustaba la química, quizás un poco menos la física. Nos inculcó la clasificación de los elementos químicos, cosa que yo estudiaba con afición. Cuando nos explicaba las propiedades de cada elemento, a mí me parecía que  protones, electrones, neutrones se pelearan para buscarse un rincón dentro de cada átomo.
Me acuerdo del día que en que nos explicó la tabla periódica:
- El magnesio es un metal, por eso se desprende de sus dos electrones más externos; pertenece al segundo grupo y es esencial para la vida, por lo tanto imprescindible en la alimentación.
Y siguió diciendo con entusiasmo:
- Este elemento es muy pillo, por un lado da muchos beneficios para la salud, aunque tomado en exceso, en tabletas o preparados, también puede presentar ciertas complicaciones, pero no se conocen contraindicaciones en relación al magnesio, siempre que se tome de manera natural. ¿Entendido, chicas? Nos lo decía con un acento catalán muy marcado.
- ¿En que alimentos lo podemos encontrar? Nos preguntaba y ella misma se contestaba.
- Pues, en alimentos ricos en clorofila: hortalizas, frutos secos (nueces y almendras), leguminosas (productos con soja), cereales (arroz integral, mijo). Verduras de hojas verdes como las espinacas, etc.
Diría que Montserrat fue una de las primeras veganas que conocí. Pensándolo bien ella se parecía un poco al magnesio:
El magnesio es blanco plateado y muy ligero, ella era delgada y de tez clara, el elemento tiene dos electrones externos y ella tenía dos hijitos gemelos, el elemento reacciona lentamente con agua fría y violentamente con agua caliente, ella al principio de las clases era  flemática, pero cuando se calentaba y se entusiasmaba era muy  activa.
A mí me gustaban sus clases y cuando la explicación languidecía yo me entretenía con mis pensamientos disparatados. Aún recuerdo de memoria los elementos químicos de los grupos principales. En cambio sus clases no tenían mucho éxito entre a mis compañeras, ellas se aburrían y cuando ella explicaba en la pizarra o hacían dibujos o cuchicheaban sin cesar.
Montserrat entraba en clase, se sentaba unos minutos, pasaba lista y nos miraba, casi ausente, se sacaba la chaqueta y nos decía:
- Abrid en cuaderno, prepararos pues hoy vais a aprender muchas cosas, todo eso mientras rellenaba poco a poco la pizarra de fórmulas.
Para la mayor parte de las niñas, los problemas de química eran un misterio, en cambio a mí me salían y disfrutaba haciéndolos. A veces nos daba clases en una especie de laboratorio, que casi nadie usaba, había un mostrador central cubierto de azulejos, un fregadero lateral y en las paredes armarios con utensilios. Ella se ponía una bata blanca y nos hacía algún que otro experimento.
Los profesores de matemáticas, iban cambiando cada año y con ellos su método. Al principio cuando no me salían los problemas, mi padre me daba una mano, pero luego tuve que espabilarme sola. Por suerte cuando lograba hacer un ejercicio después iba con paciencia resolviéndolos todos y eso me divertía. Nadie nos enseñaban a pensar, sino a hacerlos de forma mecánica. Por eso, el primer año en la facultad, me costó aprobar la asignatura. Tuve que ir a clases particulares, me las daba un estudiante de Exactas, un chico melenudo y bastante hippy, en el café Zurich de Barcelona, un día no se presentó y fue entonces que conocí al chico italiano que me enamoró, pero esa es otra historia.
A las maestras de Lengua que daban clases en mi colegio se les notaba que no les gustaba mucho la lengua castellana. Primero eran señoritas, que cada año cambiaban, en cambio los últimos años de bachillerato tuve a la profesora María Pastor. Para distinguirla de la de química la llamábamos Maripastora. Era una mujer treintañera, de pelo mechado y bien peinado, parecía recién salida de peluquería. Hablaba un castellano más fluido que las señoritas. Se pintaba y maquillaba con esmero y sus abrigos eran suaves y de calidad. Era bajita, pero sus zapatos de tacón alto le daban un toque de soberbia. No es que fuera altiva, pero denotaba seguridad, se hacía respetar por todos. Nos daba de usted a los alumnos y distanciándose de nosotros, se sentaba en su mesa de profesor, donde ponía su bolso elegante y en la silla colgaba el pañuelo de seda, que cada día era distinto. Con ella leímos muchos trozos de Cervantes, sobre todo del primer tomo de Don Quijote de la Mancha. Me encantaban las hazañas del caballero y de su escudero, pero me aburría un poco hacer siempre análisis gramatical y sobre todo sintáctico de las largas frases de la novela. Se aprendían muchas palabras nuevas, pero no las usábamos, quizás por eso no las memorizaba y las olvidaba rápidamente. Tampoco recuerdo las poesías que nos leía, no conseguía concentrarme mientras ella declamaba:
- Hoy leeremos el poema de Ruben Darío, Margarita, decía con una voz tan melosa que denotaba que era su poesía preferida.
Cuando nació su primera hija la llamó Margarita. Maripastora nunca se ponía de pie, pero el último año algo cambió en ella, pues estaba como más nerviosa y se levantaba a menudo de su trono. La tuve durante cuatro años, sin embargo faltó algunos meses, durante sus dos embarazos, la suplieron dos monjitas jóvenes que no tenían ni idea de literatura. Cuando nació su segundo hijo, se le notaba más desganada, ya no nos leía poesías con entusiasmo y a menudo nos hablaba del niño:
- Óscar es un nombre corto y sonoro ¿No os parece chicas? Nos dijo el día en que volvió, después de unos meses de permiso.
Siguió arreglándose pero con menos esmero, como si estuviera cada día más cansada. Vine a saber que, el año siguiente de mi traslado al Instituto, dejó la escuela de monjas y se convirtió en una auténtica ama de casa.
Las clases de francés eran amenas, porque teníamos una profesora joven y moderna, quien había estudiado en París. Nos daba consejos y fue la primera que nos habló de absorbentes internos. Gracias a ella nuestras reglas fueron más llevaderas. Fumaba mucho en el patio, encendía un pitillo detrás de otro, en la zona de los lavaderos, cuando no la veían las monjas. Se fue de casa muy joven, pero lo malo es que volvió y la gente del pueblo chismeaba, decían que estaba juntada con un hombre poco recomendable. Era hija de una familia distinguida, su padre era un comerciante de tejidos, por eso las monjas le hicieron el favor de emplearla algunas  horas por semana.
El último año, el que hice en el Instituto público, tuve una profesora de francés bajita, de tez morena y de pelo rubio; parecía insignificante, pero cuando hablaba sacaba mucho nervio, gracias a ella conocí a algunos autores franceses, recuerdo que nos hizo leer “Le petit Prince” de Saint Exupery, cosa que se lo agradezco mucho a Madame Orozco. En el Instituto tuve una profesora de Lengua española muy buena,  lástima que la tuvimos sólo un trimestre pues cogió una larga baja por un embarazo difícil. El suplente era un joven barbudo, quien debía hacernos lingüística, pero al no tener experiencia, explicaba cosas raras que nadie entendía. Todo el mundo le tomaba el pelo, a mí me daba un poco de pena. Aquel año aprendí poco en  las clases de lengua española y mucho en las de química, que daba un profesor ya mayor, pero que explicaba muy bien.
Me diréis, ya lo tenemos:
- Te matriculaste en una facultad de ciencias y no de letras a causa de los profesores que tuviste. 
Quizás tengáis razón, pero creo eso fue sólo uno de los motivos, quizás haya otros: 
En mi pueblo a principios de los años sesenta abrieron una fabrica de productos químicos que daba trabajo a media población. Probablemente eso también haya influenciado eso en mi decisión, pues la mayor parte de los habitantes veneraban la química sin darse cuenta de lo peligrosa que era y de la cantidad de aguas contaminada que producía y que a través  tubos de cemento  llegaban al mar. 

Mi manera de ser. Ahora intentaré hacer una lista de las cosas que prefiero y de las que aborrezco, para que entendamos juntos el por qué de aquella decisión:
Me gusta llegar antes a las citas, no me molesta esperar a los demás, al contrario es cómo si al verles llegar controle mejor la situación.
Siempre me ha encantado estudiar y hacer tareas escolares, a pesar de que algunas veces entendía poca cosa de los apuntes tomados.
Me pone mala tener cosas pendientes, en los años del colegio anticipaba los deberes por la tarde al volver del colegio o a veces levantándome a las seis de la mañana para estudiar, pues al amanecer me entraba todo mejor en la cabeza.
Siempre me ha gustado hacer listas y clasificar las cosas. Soy esquemática, pero poco minuciosa.
Me encanta leer novelas, empecé de adolescente, a pesar de que en casa no hubieran libros, por suerte me los prestaba una amiga, en cada libro aprendía algo más de los seres humanos.
Disfrutaba ayudando a mis compañeras, haciendo ejercicios de química, física o matemáticas, en cambio me daba vergüenza leer en voz alta mis redacciones o trozos del texto de literatura. Recuerdo el día que una monja me dio un libro y me dijo que tenía que leer en la iglesia, todo el colegio estaba reunido porque era el día de la Santa patrona. En la capilla leían en voz alta siempre las mismas niñas, las que tenían una buena dicción y por supuesto las más arrojadas. Quizás aquel día alguien falló, al estar enfermo, y me escogieron a mí. Estuve temblando durante toda la función y cuando tuve que leer no me salía la voz, por suerte una de las monjitas más jóvenes, me arrancó el libro de las manos y lo leyó ella. Lo pasé tan mal, que tardé muchos años en superar el miedo de leer en voz alta en frente del público.
Me encanta estar con la gente, me interesan sus vidas y deseo que todo les vaya bien, por eso si está es mis manos intento ayudar a quien noto que lo necesita. No soy una gran cocinera, pero suelo deleitarme con ollas y cazuelas, para luego sentarme en la mesa con los invitados y hablar con ellos durante la larga sobremesa.
Si, que me gusta la naturaleza, pero cuando vamos a pasear por el monte, disfruto más hablando con mis compañeros de caminatas que observando la vegetación y los animales.
Para mí el secreto de la vida es el respeto hacia los que estén a mi alrededor y por supuesto del ambiente y de las cosas. Siempre que puedo intento hacer a los demás lo que me gustaría que me hicieran a mí.
Quizás hayáis entendido el porqué escogí estudios científicos y no el camino de las letras. O quizás, mirándolo bien, no sea tan importante ese dilema.