giovedì 16 agosto 2018

Rejuvenecer

Hopper: gli spazi prospettici tra l'attesa e il silenzio - Artevitae

La mujer va al gimnasio dos o tres veces por semana, porque le gusta cuidarse. Sin embargo le encanta recrearse en el sofá leyendo o escribiendo sus cosas, pero sabe que para estar en forma hay que moverse. Años atrás los domingos intentó ir con su marido a dar vueltas en bicicleta, por las afueras de la ciudad. Pronto se da cuenta de que no es un deporte para ella.

- Es demasiado solitario pedalear por una carretera empinada, además  siempre voy rezagada y sé que no voy a alcanzar jamás tu nivel, le dice la mujer  al marido.

A ella, le  gusta  estar en medio de la gente, por eso vuelve a apuntarse al gimnasio. Cierran el que está cerca de casa, donde solía ir cuando los niños eran pequeños, por eso va a otro más grande. Al principio es una novedad para ella poder ir a todas horas. Algunas tardes, sobre todo en invierno, cuando los hijos ventiañeros y el marido llegan pronto a casa, se siente apretada en las cuatro paredes, necesita salir, por  eso se va derechita a hacer gimnasia.

Se apunta a yoga porque lo hacen los martes y los jueves a las cinco de la tarde, de vez en cuando va a otros cursos más aeróbicos. Los viernes de seis a siete va a la clase de Pilates, la maestra es una muchacha joven, a quien le gusta mucho su trabajo, a pesar de lo poco que le pagan, es muy amable con los alumnos y además pone siempre buena música, por eso la mujer se relaja cantidad. 

En cambio la profesora de yoga, una chica de unos cuarenta años, a pesar de ser afable se le nota que es menos comunicativa, es más espiritual y está siempre concentrada en sí misma. Cuando la maestra entra en la sala, pone su colchoneta delante de los participantes, quienes se disponen  a abanico alrededor de ella, suele empezar la práctica con ejercicios de respiración.  Ella puede ver su figura al espejo, los alumnos no. Les enseña como se hacen los ejercicios y luego ellos intentan imitarla. Su voz suave va repitiendo las instrucciones para cada nueva postura, generalmente los deja ir a su aire, pero si  no lo hacen bien les corrige.

Los yoguistas van cambiando en cada clase, en realidad esa es la única pega de la clase, pues no existe un verdadero grupo que vaya aprendiendo y mejorando día tras día, por eso los ejercicios son muy sencillos y accesibles para todos los niveles.
Una tarde la profesora les dice:

- Hoy  lo que vamos  a hacer  os van a rejuvenecer.
La mujer llega cansada al gimnasio pues ha estado muy liada en la oficina, pero las palabras de la maestra le ponen de buen humor.
Son sólo cuatro los alumnos que disponen las colchonetas en el suelo de madera de la sala, pues estando a mitades de julio  mucha gente empieza a irse de vacaciones. A la derecha de la mujer se sienta una chica japonesa muy atlética. La mujer empieza a relajarse, pues todo le va saliendo bien, hasta que la profesora les propone una movimiento un poco raro:

- Ahora haremos la postura del pez, pero primero yo y luego vosotros conmigo, dijo la maestra mirando una hoja de papel con sus  apuntes.
La mujer se pone supina e intenta doblar hacia atrás la cabeza  hasta apoyarla por la coronilla en el suelo, levanta el pecho encurvando el cuerpo, mientras mantiene las piernas en contacto con el suelo, al igual que los antebrazos y echa los hombros hacia atrás. No sabe si lo está haciendo bien o mal, porque no ve muy bien  a la profesora, quien se está torciendo como una caña de bambú, por eso observa a la chica japonesa que está a su lado. En lugar de dejar de hacer lo que le requiere tanto esfuerzo, como les lleva diciendo la profesora, la mujer intenta blincarse un poco más a pesar de su poca flexibilidad.

Al día siguiente le duelen los costados. Se asusta pues jamás había tenido dolor de espalda o de riñones. Le toca tomar una pastilla y estar echada en el sofá toda la tarde. La mañana siguiente se toma otro antiinflamatorio y va al trabajo.
La mujer no esta acostumbrada a tomar medicinas, por eso dos días después deja de lado las pastillas y se convence de que ya le ha pasado todo.
Al cabo de una semana vuelve al gimnasio y le cuenta a la maestra que tuvo lumbago, ella le dice que no debe de  haber sido nada, si ahora ya no le duele.

- Seguramente has estirado demasiado los músculos o quizás has dejado demasiado deprisa la postura, añade la maestra.
La mujer prepara su colchoneta e intenta hacer algunos ejercicios, pero con prudencia, sin embargo al día siguiente siente otra vez dolor en la región lumbar.

- Qué tonta que soy, no hubiera tenido que volver al gimnasio, ese dichoso pez más que rejuvenecerme me ha envejecido la tira de años, se dijo enfadada consigo misma y un poco con la maestra.
El malestar se le va pasando, pero en el costado izquierdo se le queda un dolorcito crónico, sobre todo cuando mueve la cintura,  estirándose o girándose.

La mujer se va de vacaciones con su marido a una isla griega y nota que nadando o caminando le desaparece el malestar, pero a veces, cuando está distraída y se mueve mal, siente ligeros pellizcos en el costado.
Cuando vuelve a la ciudad va a ver a su amiga masajista, quien le hace un gran favor atendiéndola aquel mismo día. Mejora mucho su contracción, pero al cabo de unos días nota de nuevo punzadas en  la región lumbar.

- Mira por donde, el otro día no hubiera tenido que ir a caminar, la ruta era fácil , pero... murmura  mientras prepara la maleta.

Se van a pasar unos días al campo, a una casita que su marido ha heredado de su madre. Los cuartos están llenos de polvo por eso él pasa el aspirador y ella la fregona,  de nuevo sin pensar en su lumbago. Invita a dos parejas de amigos a pasar unos días, una mañana van de excursión a un monasterio, otro día van a pasear por el pueblo. No hablemos de  las  cenas que prepara,  todo ello sin pensar en sus pobres músculos, que al final ya no aguatan más.
La mañana en que se marchan los invitados se mira al espejo.

- La parte izquierda de mi cuerpo está tan contraída que para compensar me tuerzo ¡Madre mia parezco una corcovada! Tengo que hacer algo, no puedo seguir así, le dice a su marido.

- Yo de ti tomaría el medicamento, no te pareces en nada a tu madre que era muy pastillera, le dice en tono burlón su marido.

Va a la farmacia, pues se ha olvidado las medicinas, las que tomó semanas atrás, en la ciudad. La farmacéutica, una morena con acento del sur, le dice:

- Es inútil tomar antiinflamatorios sólo dos días, tiene que hacerlo al menos durante cinco días seguidos y sobre todo moverse poco, es decir descanso, descanso, de otra manera seguirá doliéndole durante meses y meses.

La mujer se rinde, siguiendo los consejos de la farmacéutica, a quien le gusta repetir dos veces la misma palabras para hacer más hincapié.
Se pasa los últimos días de vacaciones sentada en una tumbona del jardín. Lee, escribe, envía mensajes, escucha música y por la noche, echada en el sofá, mira películas en la tele junto a su marido, quien la mima, haciendo todos los quehaceres de casa. La penúltima noche unos amigos les  traen pizzas y cervezas, para cenar juntos y hacer tertulia.

El último día que pasan en el campo, el marido hace la compra y prepara todo lo necesario para la cena de despedida de los primos, que viven en el pueblo; el hijo va a llegar más tarde porque aún está trabajando en la ciudad.

La mujer primero lee echada en el sofá, luego, cuando el sol va declinando, lo hace sentada en una tumbona del jardín. De vez en cuanto deja el libro de lado y contempla las plantas ufanas, las lagartijas  que corren por las tapias y las bandadas de pájaros que bailan en el cielo. Mientras tanto escucha el griterío lejano de los niños que juegan a pelota y  las campanas de la iglesia del pueblo que van sonando siete veces. Es entonces cuando la mujer se da cuenta de que es la lentitud  lo que realmente  hace rejuvenecer.







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