sabato 2 giugno 2018

Lagartijas - Lucertole












Antes de bajarse del coche Lola se dio cuenta de que la vegetación  había empezado a echar hojas y flores. Había llovido seguido casi todo el mes de mayo, por eso cuando llegó a la casita notó el verdor de las plantas de los setos, que separaban los jardines de las viviendas adosadas, luego, a medida que se acercaba, las matas se le fueron apareciendo cada vez más tupidas.
Mientras sacaba el equipaje del maletero pensó en las tres cosas que apreciaba más de aquel lugar en primavera: el color verde que lo cubre todo, el aire fresco de la sierra y la luz limpia del sol de media mañana. Había poco movimiento, pues siendo apartamentos de vacaciones, a principios de junio no paraba casi nadie. Solo en tres casas vivían familias todo el año: la de Anselmo, el vigilante, la del Don Julián y la de la señora Remedios.
Don Julián era un viudo testarudo que no quería de ninguna manera vivir en la ciudad, se había refugiado en la sierra para ver un poco menos  a los hijos y para nada a  las nueras, quienes le estaban siempre encima. Sin embargo se ponía contento cuando le visitaban los nietos treintañeros. Tenía una buena jubilación y le gustaba la soledad. Iba a pasear por los montes y por la tarde se acercaba a la taberna del pueblo, donde jugaba a cartas con los parroquianos.
La señora Remedios en cambio, anhelaba largarse de la sierra, pero su presupuesto no daba para más. Ella también era viuda, pero a diferencia de Don Julián, su marido le había dejado sólo deudas, por eso dos veces por semana iba muy ilusionada al pueblo a jugar a bingo, sin embargo nunca ganaba nada.
Lola saludó a Anselmo, quien estaba atareado trajinando con una carretilla sacos que parecían de abono, su mujer casi no salía, sufría de nervios y se pasaba todo el día en casa mirando la televisión; luego vio a Don Julián,  sentado debajo del toldo del porche, leyendo el periódico, quien al levantar la cabeza y la saludó con la mano.
De la señora Remedios ni rastro. Las persianas de su chalet estaban  cerradas.
- ¡Qué raro! ¿dónde  puede estar a media mañana? Se  preguntó.
Remedios, tenía setenta y pico de años, era muy dicharachera, a pesar de sus problemas económicos, animaba a los vecinos con sus burlas y guasas. A veces les echaba una mano a los inquilinos, limpiando, cuando al principio de temporada se instalaban para quedarse todo el verano y dos veces por semana le hacía de asistenta a Don Julián.
- ¿Dónde se habrá metido? Tendré que ir a preguntárselo a Don Julián
Dejó las bolsas con víveres en la cocina y la maleta en el dormitorio. Las lagartijas, acostumbradas a una vida solitaria, se escondieron  por las grietas de la tapia, al oír los chirridos de los postigos de la puerta ventana, abriéndose. Lola desplegó las tumbonas de lona en la terraza, lugar de la casa donde se sentía más a gusto.
Se sentó y antes de deshacer el equipaje se deleitó mirando lo mucho que habían crecido los olivos, a pesar de que la intensa helada de algunos años atrás, luego se quedó como hipnotizada observando a los bichos que iban apareciendo de nuevo.
Lola había decidido salir un día antes que su esposo para intentar terminar un trabajo que tenía que entregar la semana siguiente, pero sobre todo para recrearse a sus anchas, leyendo y contemplando la naturaleza.
En aquella casita Lola y su marido guardaban muchas cosas que no les cabían en el trastero de su vivienda en la ciudad. Un cajón  de la estantería del salón estaba repleto de cartas, casi todas de su madre. A veces, cuando estaba sola lo abría y sacaba una.
Mientras leía la carta, el tiempo volvía hacía atrás y su madre se le aparecía más bondadosa, pero siempre sufridora. No sabía si había logrado ser feliz del todo, pues aún recordaba el daño que le había acarreado cuando a los veinte años se había ido de casa, pero a veces le gustaba pensar que a la larga su madre se había acostumbrado y que  les había beneficiado a todos estar distanciados, pero esa era otra historia.
Aquella mañana también hubiera deseado sacar del manojo una carta al azar, pero no podía permitirse el lujo de pensar en sus cartas, primero tenía que averiguar donde se había metido Remedios.
Se puso unas zapatillas y se dirigió hacia la vivienda de Don Julián.
- A Remedios anteayer se la llevaron a un geriátrico, pero creo que  no tardará mucho en volver, le dijo él.
- No entiendo nada ¿Quién se la ha llevado?
- Su sobrino ¿Quién iba a ser? ¿Te acuerdas de lo ambicioso y mandón que es? Esta vez  quiere convencerla de que se mude a una residencia  de esas tan baratas y que le deje la casita para alquilarla o venderla.
- ¡No me lo puedo creer! Dijo Lola
- No te preocupes, Remedios sabe lo que hace, antes de salir de casa me dijo que le encantaba ir a pasar un par de días a un geriátrico, tú ya sabes lo curiosa que es; sólo quiere meter las narices en las vidas ajenas, para saber cómo se sienten los demás siendo tan mayores, le dijo Don Julián encendiéndose un cigarrillo.
- Esperemos que vuelva pronto, ya la estoy echando de menos!
Lola volvió a su casa y se sentó en la tumbona. Leyó largo rato, hasta que sintió hambre. En  un trozo de tierra de su jardín, Anselmo, meses atrás, había sembrado hortalizas y las cuidaba como si fueran princesas. Lola vio que las lechugas eran ufanas, por eso cortó una y  se preparó una ensalada.
Por la tarde durmió una siesta bajo la sombra del nogal, mientras tanto las lagartijas volvían a salir de su agujero.
Tras despertarse sacó una carta del manojo del cajón, fechada mayo 1985; la leyó lentamente, su madre empezaba hablando de los nietos, que si éste no comía, que si el otro no dormía, luego de los apuros de  cada uno de los miembros de la familia, que si a uno no le gustaba el trabajo que hacía, que si al otro lo habían despedido, que si había reñido con su cuñada por un malentendido, pero sobre todo contaba las peripecias de María, la vecina de en frente, mujer muy  llamativa de quien las malas lenguas decían que se entendía con el cura;  María al amanecer había despertado a toda la calle echando a su marido de casa, porque tras una redada de la policía lo habían encontrado en una casa de putas que había en la carretera; hacia el final de carta reparó en un escrito inconsueto, donde la madre decía:
¡Sabes que el martes que viene hará 40 años que tu padre y yo nos casamos? ¡Cuantos años! Toda una vida juntos y todavía seguimos queriéndonos. Tu padre dice que nos quedan pocos años de vida, pues a él le faltan pocos para cumplir los setenta y se siente mayor, yo le digo que aún podemos pasar felices unos cuantos años más; Dios dirá cuál va a ser nuestro destino.
- Quizás es la primera vez en que mamá habla de ella misma, se dijo.
Lola envió un mensaje a sus dos hermanos con la foto de carta para que compartieran con ella aquel recuerdo. Mientras aún pensaba en su madre, quien por aquel entonces tenía exactamente su edad, oyó la voz de Remedios.
- ¡Lola, Lola!
- ¡Ahora voy, estoy en la terraza, entra!
- ¡Que ilusión que estés aquí ! Tengo que contarte tantas cosas, le dijo mientras la besaba y se sentaba a su lado,  en otra tumbona. 



Le  lucertole

Prima di scendere dalla macchina, Lola si rese conto che le piante avevano iniziato a crescere a dismisura. Era piovuto di seguito quasi tutto il mese di maggio, per questo mentre si avvicinava fu colpita dalle folti siepi che separavano i giardini delle villette a schiera.
Appena scaricate le valigie dal bagagliaio pensò alle tre cose che più apprezzava di quel luogo in primavera: le diverse tonalità di verde che ricoprivano quasi tutto, l'aria fresca dei monti e la luce limpida di metà mattina. C'era poco movimento all'inizio di giugno, in quando le casette eravano luoghi di vacanza. Solo tre appartamenti erano abitati durante tutto l'anno: quello di Anselmo, il custode, quello di Don Julián e quello della signora Remedios.
Don Julián era un vedovo ostinato a non voler abitare in nessun modo in città, si era rifugiato in campagna per vedere di meno i parenti, ma soprattutto le nuore. Era felice solo quando venivano a trovarlo i figli e i nipoti trentenni. Aveva una buona pensione, ma spendeva poco. Gli piaceva la solitudine e quasi ogni giorno faceva delle passeggiate nei dintorni, poi nel pomeriggio andava alla locanda del paese, dove giocava a carte con i frequentatori assidui del locale.
La signora Remedios, d'altro canto, desiderava ardentemente allontanarsi dalla campagna, ma la sua magra pensione non le permetteva di trasferirsi in città. Era anche lei vedova, ma a differenza di Don Julián era squattrinata, dato che il marito le aveva lasciato solo debiti, forse per questo due volte a settimana andava a giocare a bingo, ma senza mai vincere un centesimo.
Lola salutò Anselmo, che era impegnato a spingere con un carretto alcuni sacchi di fertilizzante, la moglie quasi mai usciva di casa, soffriva di depressione e trascorreva tutto il giorno a guardare la televisione; poi vide Don Julián, che era seduto sotto l'ombrellone della sua terrazza, a leggere il giornale. Lui, quando alzò la testa, la vide e la salutò con la mano.
La signora Remedios non dava segni di vita. Le persiane della sua casa erano insolitamente abbassate.
- Che strano che non ci sia a quest'ora, pensò Lola.
Remedios, aveva circa settanta anni, era molto loquace e nonostante i suoi problemi economici incoraggiava spesso i vicini con delle battute. A volte dava una mano agli inquilini, quando all'inizio della stagione si sistemavano per restare tutta l'estate; poi due volte alla settimana faceva le pulizie e la spesa a Don Julián.
- Dove sarà finita? Dovrò andare a sentire Don Julián, disse Lola a voce alta.
Lasciò i sacchetti della spesa in cucina e la valigia in camera da letto. Le lucertole abituate alla loro vita solitaria si nascosero nelle fessure del muro, quando sentirono il rumore delle imposte della porta finestra che si aprivano. Lola tirò fuori le sedie a sdraio. La veranda, era il posto della casa dove si sentiva più a suo agio
Prima di disfare i bagagli, si sedette fuori e si soffermò a guardare gli ulivi, rendendosi conto di quanto fossero cresciuti, nonostante il gelo intenso di qualche anno prima, poi rimase ipnotizzata a guardare le lucertole che cominciavano ad uscire di nuovo dalle loro tane.
Lola aveva deciso di lasciare la città un giorno prima di suo marito per cercare di finire un lavoro che avrebbe dovuto consegnare la settimana successiva, ma soprattutto per rilassarsi leggendo e facendo delle passeggiate.
In quella villetta Lola e suo marito conservavano molte cose che non trovavano posto nel piccolo ripostiglio della loro casa in città. Nella libreria del soggiorno c'era un cassetto pieno di lettere, quasi tutte della madre. A volte, quando era da sola, lo apriva e tirava fuori una lettera a caso.
Mentre la leggeva, il tempo le tornava indietro e sua madre le appariva forse più gentile, ma sempre sofferente. Non sapeva se la madre fosse riuscita a essere felice, ricordava quanto aveva sofferto quando le aveva detto che sarebbe andata via di casa, ma le piaceva anche pensare che la sua partenza avesse alla fine giovato anche alla madre, ma quella era un'altra storia.
Quella mattina avrebbe voluto prendere una lettera e leggerla, ma non poteva farlo, prima doveva scoprire dove era andata a finire Remedios.
Si infilò le scarpe da ginnastica e andò a casa di Don Julián.
- L'altro ieri Remedios è stata portata in una casa di cura, ma penso che ritornerà ben presto, disse il vedovo.
- Non capisco niente, chi l'ha portata via?
- Suo nipote, chi altro potrebbe essere; vuole convincerla a trasferirsi in una struttura per anziani e quindi lasciare a lui la casa per trascorrere le vacanze o piuttosto affittarla.
- Non ci posso credere! Disse Lola
- Non ti preoccupare, Remedios sa quello che fa, prima di uscire di casa mi ha detto che era contenta di andare a trascorrere un paio di giorni in una casa di cura: tu sai quanto sia curiosa lei, le piace ficcare il naso nelle vite altrui, sapere come si sentono le persone anziane quando sono costrette a stare là, disse don Julián accendendosi una sigaretta
- Spero che ritorni presto, comincio a sentire la sua mancanza!
Lola ritornò a casa e si sedette duori su una sedia sdraio. Lesse a lungo, finché non ebbe fame. Nel suo giardino Anselmo, mesi prima, aveva piantato degli ortaggi, che curava come se fossero cose preziose. Lola vedendo le lattughe rigogliose, ne tagliò una e preparò un'insalata.
Nel pomeriggio si addormentò sotto l'ombra del noce, intanto le lucertole ricominciarono a uscire di nuovo dalla loro tana.
Dopo essersi svegliata prese una lettera della madre dal cassetto, datata maggio 1985 e la lesse lentamente, la madre cominciava, come era il suo solito, lamentandosi dei nipotini, chi non aveva appetito, chi non dormiva mai, dopo passava a parlare un po' del padre e dei fratelli di Lola, poi raccontava di altri parenti o conoscenti, in quella lettera nominava Maruja, la vicina dirimpettaia, donna molto esuberante di cui le male lingue dicevano che aveva una storia col prete: all'alba di qualche giorno prima Maruja aveva svegliato tutto il vicinato nel buttare il marito fuori di casa, perché dopo un'incursione della polizia era stato trovato in un bordello sulla strada provinciale. Verso la fine notò che la madre stranamente parlava di se stessa dicendo:
Lo sai che il prossimo martedì saranno 40 anni che tuo padre e io ci siamo sposati? Quanti anni! Tutta una vita insieme e ci amiamo ancora. Tuo padre dice che ci restano pochi anni, forse perché gliene mancano pochi per compierne settanta e si sente quasi anziani; io gli rispondo che possiamo ancora trascorrere qualche altro anno insieme, Dio dirà quale sarà il nostro destino.
- Miracolo, la mamma parla dei suoi sentimenti, devo mandarla ai miei fratelli, si disse.
Lola inviò un messaggio ai fratelli con la foto della lettera in modo che potessero condividere quel ricordo. Mentre pensava ancora alla madre, che a quel epoca aveva esattamente la sua età, sentì la voce di Remedios.
- Lola, Lola!
- Entra sono  sotto la pergola, vieni!
- Che piacere rivederti! Devo raccontarti tante cose, disse mentre la baciava e si sedeva sulla sedia accanto a lei.

 





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