mercoledì 16 maggio 2018

Las modistas de Fausta



A Fausta le gustaba arreglarse pero sin ser llamativa, por eso se maquillaba poco y le daba vergüenza salir con las uñas pintadas de rojo.
De pequeña mirándose al espejo no es que se viera fea, pero ni siquiera guapa; no es que fuera una niña tímida, pues estaba a gusto conversando con la gente, pero a veces se sentía desplazada y aprendió muy pronto que era mejor dejar de preguntar y de hablar de sus cosas, pues los mayores a veces le reñían por su ingenuidad. Su carácter inseguro quizás era debido a su nombre raro, que heredó de una abuela. También los reproches, que su madre no paraba de hacerle, influyeron en su manera de ser.
- ¡Qué pelos que te han salido! Tienes que depilarte las piernas, ya. Y no digamos nada de tu pelo. ¡Qué lacio que lo tienes! Voy a  cogerte hora a la peluquería para que te hagan la permanente. Hay que ver, con lo bonita que eras de pequeña, le decía cada dos por tres.
Sus amigas del pueblo a los doce años empezaron a acicalarse y a coquetear con los muchachos. Fausta se sentía distinta, de lejos le gustaban los chicos, pero cuando uno de ellos le iba detrás, dejaba de lado sus sentimientos platónicos y se escabullía.
Los veraneantes le atraían más que los pueblerinos, por eso Fausta hilaba historias e inventaba amores que iban cambiando como el viento.
- ¿Por qué me olvido de aquel chico alemán tan guapo? ¡Qué tonta que soy! Me gustaría retenerlo en mi corazón, se decía.
La madre estaba orgullosa de que, los domingos y los días de fiesta, sus dos hijas lucieran trajes elegantes;  en cambio del  hijo pequeño muy pronto se despreocupó, pues cada vez que le ponía unos pantalones nuevos volvía con desgarros en las rodillas.
En aquel entonces aún no se compraban las prendas confeccionadas, las mujeres acudían a las modistas y los hombres a las sastrerías.
En el pueblo había dos o tres modistillas, quienes se ocupaban más que nada de remiendos y el taller de costura de las hermanas Fresones, que cortaba y cosía trajes a la moda. Por la tarde, las muchachas casaderas iban al taller de costura para que les fueran enseñando a coser.
El costurero formaba parte de la vivienda, que las hermanas habían heredado de una vieja señora, a quien la madre había servido como criada toda  su vida.  Era una habitación amplia y luminosa, la luz entraba por una gran ventana que daba a la calle. Tenían dos o tres obradoras, mujeres del pueblo que sabían coser y que necesitaban ganar un sueldecito, pues  sus maridos cobraban poco  trabajando a destajo en obras de albañilería o haciendo chapuzas. Las costureras se disponían, cerca de la ventana, alrededor de una mesa en la que se mezclaban, hilos, relates, telas, dedales, cojines para agujas y alfileres, cintas métricas y tijeras. En la pared de enfrente de la entrada había un maniquí y otra mesa, iluminada por una gran lámpara, donde se diseñaban figurines y  luego  con tizas de colores se trazaban líneas en las telas siguiendo los modelos de papel; en el fondo había  un trastero  inmenso, el cuarto de los armarios, tal era el nombre que le daban; un armario estaba  repleto de retales de tejidos, el otro de  perchas donde se guardan las prendas que había que probar y el último era el más valioso, pues contenía los vestidos recién terminados, que se iban a entregar, envueltos en papel fino.
Consuelo, la hermana mayor de Fausta, fue al costurero durante muchas temporadas. Cuando volvía a casa a la hora de cenar, les contaba a la madre y a la hermana los chismes que salían de la boca de las cotorras, algunos eran graciosos, otros eran malignos, dignos de mujeres superficiales.
Catalina y Paquita Fresones eran dos solteronas con aires de grandeza. Catalina,  llevaba la voz cantante. Era una rubia, guapa y llamativa, que había tenido mala suerte en amores, quizás porque era demasiado mandona y marisabidilla. A Paquita también le gustaba lucir, pero era mucho más quieta y cuando hablaba Catalina callaba, pues temía el mal genio de la hermana; en cambio con las obradoras o con las chicas que iban a aprender, desahogaba su mal humor y les echaba  reproches cuando  se equivocaban.
- Qué panza que tienes Faustita, yo que ti me pondría una faja, de otra manera no vas a encontrar novio, le decía Catalina, riendo a carcajada limpia, mientras sacaba de la almohadilla los alfileres que sus labios iban sujetando, antes de clavarlos en el dobladillo del vestido que le estaba probando.
Fausta empezó a detestar  a Catalina,  a pesar de que cada año le hiciera un vestido bonito, seguía aborreciéndola, porque chillaba y se reía descaradamente de todo el mundo; además cada vez que iba a probarse al costurero le hacía sentir un adefesio. Por aquel entonces no es que estuviera gorda, pero aún no había hecho el estirón. A los catorce años, cuando se volvió mujer su silueta se estilizó, sin embargo nunca supo la cara de rabia que habrían puesto las modistas al verla, pues aquel año de ninguna manera quiso oír hablar de las Catalinas, así llamaba su madre a las hermanas Fresones.
La madre de Fausta al principio se enojó, pero al cabo de poco no insistió más y comenzó a comprarle la ropa en los grandes almacenes de la ciudad,  a donde iban juntas en tren.
En los años setenta, llegó la moda hippy y los jóvenes empezaron a cambiar sus atuendos. Fausta, cuando fue a la universidad,  cambió sus blusas, faldas y abrigos por jerséis, camisas amplias, vaqueros y tabardos.
Cuando algún fin de semana volvía al pueblo y por casualidad pasaba por la calle de las Catalinas,  imaginaba lo que estarían diciendo de ella las modistas detrás de los visillos:
- Hay que ver que desastre de ropa que lleva Faustita, parece una pobretona. Yo de su madre no la dejaría salir de casa.
Para Fausta fueron años sin adornos, sin embargo, cuando dejó el piso que compartía con otros estudiantes y se fue a vivir con su novio, empezó poco a poco a engalanarse. Se pintaba poco, pero volvió a ponerse faldas y vestidos. Los años fueron pasando y Fausta se casó, encontró trabajo  en un centro de  asistencia social y tuvo dos hijos. En aquellos años, todo eran corridas, entre la casa y el trabajo, con poco tiempo para mirarse al espejo. Un día su marido le regaló un  vestido  negro  escotado y ceñido en cintura y en  las caderas.
- Es muy bonito, pero me siento rara, decía Fausta, riéndose.
- Pero que no mujer, que te queda fenomenal, le replicaba su marido.
Se puso aquel traje negro para salir con él y se sintió a su aire. A lo largo de los años su marido siguió regándole  ropa y zapatos el día de su cumpleaños y ella a medida que los niños fueron creciendo, empezó a deleitarse poniéndose ropa  más refinada.
Nunca se había pintado las uñas  con colores llamativos. Un día sin embargo, cuando tenía unos cincuenta años, notó que habían puesto un local de belleza en la calle paralela a la suya. Pasó en frente y vio, por la puerta ventana, a una mujer rubia, quien enseguida le recordó a Catalina, la modista de su infancia. Las dos, la de antaño y la de ahora, se parecían mucho, ambas eran guapas, tenían ojos azules intensos y llevaban el pelo recogido en un moño, un poco desgreñado.
Fausta sin darse cuenta entró, quizás porque la rubia de la manicura tenía una mirada afable y complaciente, pero nunca supo la razón por la cual le pidió que le pintara las uñas de color carmín. Hablaron primero del tiempo y luego de cosas más personales. La rubia, mujer sencilla y campechana, le contó la historia de su divorcio y de lo bien que estaba sin el pesado de su ex marido. Después se acercó una peluquera, quien haciendo bromas les dio a entender los problemas que tenía con su pareja. Al salir Fausta pensó en que aquellas dos mujeres tenían una vida ajetreada y difícil, al tener que trabajar tantas horas y no tener quien se ocupara de sus hijos adolescentes, sin embargo conservaban el buen humor, no como las hermanas Fresones que transformaban su infelicidad en malas caras e insolencias, luego se miró y remiró las manos y se dijo riendo:
- ¿ Quién me lo hubiera dicho que un día me iba a encantar llevar las uñas pintadas?










martedì 1 maggio 2018

Ettore











Estaba cansada pero aún tenía un poco de energía, era quizás la última que me quedaba  antes de terminar aquella primavera tan rara. Intenté despegarme del trabajo, al que dedicaba demasiado tiempo.
Me apetecía matricularme a uno de los cursos que habían salido, a pesar de que sabía que estaría liada toda la semana. Al final me apunté a dos cursillos, uno sobre la comunicación entre profesores y alumnos, lo hacían los martes por la tarde y al otro, que era un taller de escritura autobiográfica, iría los viernes. En el primero sabía que participarían algunos profesores de mi Instituto, sin embargo a muchos de ellos apenas los conocía; en el segundo en cambio no tenía ni idea de quien iba a encontrar, lo empecé porque me lo aconsejó una amiga, quien luego no se apuntó. En ambos encuentros los participantes hicimos un corro con las sillas y luego nos presentamos.
- Me gusta estar entre desconocidos, me dije entonces.
En aquel mes de marzo mi rutina se iba llenando de historias ajenas. A pesar de que algunas noches estaba agotada me gustaba aquella algarabía de personas nuevas.
Una mañana, sentada en la sala profesores, mientras estaba haciendo mil cosas, una compañera me preguntó:
- ¿Irías tú al hospital a dar clases de tu asignatura a una chica de segundo, a quien han tenido que ingresar por problemas de anorexia? Nadie quiere o puede ir.
- Yo ahora mismo estoy saturada de trabajo y a veces  agobiada, lo que me convedría sería un poco de ocio. ¿Pero de verdad no va a ir nadie?
- Eres nuestra última esperanza, de otra manera la chica pueda que suspenda, pero si le damos algunas clases y le hacemos exámenes parciales, pueda que logre aprobar.
- Bueno, si son pocas clases voy a ir yo, le dije.
El hospital estaba bastante lejos de mi casa, pero el hecho de ayudar y ver sonreír a aquella chica delgaducha hizo que no me fuera pesado el viaje en autobús. Sea a la ida que a la vuelta lograba sentarme y abrir un libro, también eso contribuyó a que aquellas excursiones a la parte alta de la ciudad fueran más llevaderas. Nos fuimos turnando los lunes por la tarde con la profesora de matemáticas. A medida que pasaban las semanas afortunadamente la chica se iba recuperando, todos le notábamos un colorido más sano.
A finales de Abril terminé mis dos cursillos:
- Menos mal que empiezo a saborear mi tiempo libre, iba diciéndome a mi misma una mañana al salir de la escuela.
La voz de Antonio, el bedel de la planta baja, me sacó de mi ensimismamiento:
- Profesora, tiene que ir a la secretaría a firmar algo.
- Gracias Antonio, voy en seguida
Mientras subía de nuevo al primer piso no podía imaginar que me estaba cayendo otra cosa que me alejaba de mi anhelado ocio.
- La directora la ha seleccionado, junto a otros profesores, para que siga un curso sobre la seguridad de las escuelas: primeros auxilios y anti-incendio. Empezará la semana que viene y las clases serán de tarde.
- Madre mía, no sé si lograré salir viva con todos esos cursos, me dije.
Fueron tres semanas atiborradas, llegaba a casa rendida, a pesar de que los temas de los cursillos fueran interesantes.
La última tanda de clases de socorrismo nos las dio una profesora joven, la doctora Maccani. Durante una de las pausas, mientras tomábamos un café, me puse a hablar con ella.
- ¿Por casualidad tiene usted un hermano o un primo que se llame Ettore? Se lo pregunto porque siendo Maccani un apellido bastante raro y teniendo mi hija un amigo que se apellida como usted, he pensado que podrían ser parientes.
- Sí, tengo un sobrino que se llama Ettore Maccani, pero no puede ser el amigo de su hija, pues hace cinco días que nació, junto a su hermano gemelo, me contestó.
Nos pusimos a reír las dos mientras por las escaleras monumentales bajaba un señor alto, delgado y muy distinguido. Lo reconocí en seguida, no había cambiado mucho, seguía llevando una barba bien cuidada. Era Carlo Terni, el director de la pequeña escuela primaria donde iban mi hija y su compañero Ettore, veinte años atrás. El director se acercó ya que él también me reconoció. Tras presentarlo a la doctora, le conté lo que estábamos diciendo.
- ¿Se acuerda del alumno Ettore Maccani?
- Sí, claro que me acuerdo de él, era un chico listo y muy gracioso. Hacía parte del grupo de teatro de la escuela y lo hacía muy bien.
- Iba por buen camino, pues, después de haber estudiado en la Academia de arte dramático, se ha dedicado al teatro, le dije yo.
- Tengo ganas de conocer al homónimo de mi sobrino, a ver coincidimos y  me lo presenta, me dijo la doctora.
Antes de despedirnos, el director nos contó que se había jubilado, pero que seguía ocupándose de enseñanaza y que por cierto aquel día estaba participando a una charla sobre la didáctica innovadora. Luego, volviendo en bicicleta, seguí pensando en el director, la doctora y Ettore. Al llegar a casa le conté a mi marido la historia de los homónimos y a él le hizo gracia y me dijo:
- Menos mal que te diviertes en los cursos y logras sacarles el lado positivo.
Aquella primavera tan rara terminó y dejó una secuela de vivencias y coincidencias: la chica de segundo aprobó y salió del hospital; el último día los compañeros del cursillo, que tocaba el tema de la  comunicación, hicimos una merienda juntos y nos lo pasamos la mar de bien; recibí una linda mail de una compañera del curso de escritura y coincidí  con la doctora Maccani en  un teatro, donde ponían una obra  en la que actuaba Ettore.