lunedì 3 luglio 2017

Tres mujeres en el balcón














Había llegado el verano de golpe. Por la noche hacía un poco de fresco, sin embargo de día caía un sol tan fuerte que la ciudad se transformaba, en un amasijo indistinguible de casas, calles, plazas, terrazas, coches, autobuses, papeleras, farolas y avenidas ardientes, como si fuera un gran tejado de lata, que si lo tocas te quema.
Aquel día de mitades de junio era el primero en que Flavia no trabajaba y se deleitó en la cama sumergida en un revoltijo de pensamientos positivos:
- Hoy no quiero pensar ni en el trabajo, ni en la nevera vacía, ni en los quehaceres caseros, ni en las facturas que caducan, ni en la familia, en nada. Me encanta el mes de junio, este año quiero realmente saborearlo.
Desde siempre Flavia anhelaba la llegada de aquel mes; primero de jovencita porque ya faltaba poco para finales de curso y de adulta, siendo profesora como era, porque terminaba de dar clases en el Instituto. A veces, como aquel año, no le tocaba tomar parte en el tribunal de los exámenes de revalida y por eso iba a tener mucho tiempo libre para hacer lo que le gustaba: leer o escribir en su diario, pero aquel bochorno era insoportable y cuando el sol picaba, no paraba de abrir y cerrar ventanas, encender y apagar ventiladores, bajar y subir persianas. Al final cansada iba a refrescarse bajo la ducha. Y no digamos que por la noche ella pudiera descansar como debiera: primero tapaba con una cortina la ventana del dormitorio para que no entraran mosquitos, mientras tanto leía algunas páginas de una de las novelas que tenía empezadas; luego sentía un ahogo molesto y acababa por levantarse, corría la cortina y abría los postigos de par en par; después apagaba la luz y se acostaba de nuevo, sin embargo al cabo de poco volvía a cerrar la ventana porque pasaba algún que otro trasnochador gritando por la calle. De madrugada finalmente se dormía gracias a la brisa fresca, sin embargo hacia las cinco de la mañana comenzaba a entrar luz y ella o su marido se levantaban otra vez para bajar de nuevo la persiana.
Parecía que en aquella casa durante los días calurosos todos tuvieran el baile de San Vito.
Mientras Flavia soñaba con transcurrir el fin de semana en un lugar fresco lejos de aquella ola de calor, sonó el móvil.
- ¿Qué tal Flavia? ¡Qué calor tan horroroso que hace hoy! ¿Qué estabas haciendo? Le preguntó Francesca, a su amiga.
- ¡Qué alegría oír tu voz! Estaba recreándome en la cama, pues esta noche casi no he pegado ojo.
- Por eso mismo, mi marido y yo quisiéramos invitaros a pasar el fin de semana en Assisi, donde se está mejor, pues estando como está a  unos cuatrocientos metros de altitud, por noche el aire es más fresquito. Nos gustaría ir a pasear por las montañas de Castelluccio de Norcia donde ahora florecen los campos amapolas, de lentejas y demás plantas de cultivo. Los colores de las flores son bellísimos, parecen alfombras, con matices rojos, violetas, azules y amarillos, dijo entusiasmada Francesca. ¿Os apuntáis?
- Me parece una idea estupenda. Le respondió Flavia.
- Podríamos salir el viernes por la tarde ¿Qué te parece? Ahora tengo que colgar porque estoy en el despacho. Llámame luego para quedar. Francesca fue diciendo todo eso de un tirón, pues en aquel momento un compañero de trabajo se había asomado a la puerta y le estaba requiriendo algo.
- Vale, te voy a llamar más tarde. Gracias por la invitación. Le contestó Flavia.
Por la noche Flavia se lo comentó a su marido y decidieron que aquel fin de semana irían a Assisi con sus amigos.
Salieron, como habían planeado, hacia media tarde; en la autopista, cerca de Perugia, encontraron un poco de cola, sin embargo lograron llegar a Assisi antes de las ocho. La vivienda estaba en el segundo piso  de un edificio medieval ubicado en la parte alta de la plaza del Comune. Hacía calor, pero al llegar abrieron todas las ventanas para que el aire nocturno refrescara los cuartos. Antes de salir de nuevo se detuvieron unos minutos en el balcón, que recorría toda la fachada, para admirar la ciudad desde lo alto. Luego se fueron a cenar.
Las tabernas del casco antiguo estaban abarrotadas de gente, pues en aquella época, además de turistas, había peregrinos que deseaban visitar la Basílica de San Francesco y los demás lugares del Santo, por lo tanto cogieron de nuevo el coche y fueron alejándose de la ciudad; al final tuvieron suerte encontrando, a unos diez kilómetros, una fonda de comidas caseras.
Se sentaron bajo una parra, en una de las pocas mesas libres que quedaban. Flavia enseguida se dio cuenta de que toda las personas que había a su alrededor eran aldeanos, porque se les veía joviales, de risa bonachona y hablaban chillando. Los camareros también eran alegres y campechanos.
Mientras esperaban a que llegaran los platos, Flavia le preguntó a Francesca:
- ¿Desde cuándo es de tu familia la casa donde nos alojamos?
- Desde hace cantidad de años. Creo que la compraron mis bisabuelos por parte de madre, sólo sé que a principios del siglo pasado dos primas solteras de mi abuela vivían allí. Cuando murieron la abuela heredó una tercera parte de la vivienda, pero luego compró a sus hermanos los restantes dos tercios.
- ¿Tú las conociste a las primas de tu abuela?
- ¡Qué va! Murieron poco antes de que yo naciera, fueron desafortunadas las pobres; a ver si me acuerdo de todo lo que mi abuela me  contaba:

Empezaba diciendo que eran un poco raras, la mayor era melancólica, solía salir poco de casa, era muy trabajadora, cosía, o mejor dicho remendaba, cerca del balcón, vestidos, trajes, colchas, camisas, cortinas, toallas, en fin toda la ropa vieja y raída que atiborraba los armarios; mientras zurcía, miraba de vez en cuando tras los visillos, tal vez con la esperanza de ver a su amado,  quien se había ido a la guerra del catorce y que nunca más se supo de él. Tenían una criada que se ocupaba de la limpieza y de la cocina, con los años se volvió un poco majadera, hacía gestos desagradables a quien fuera a visitar a las solteronas, estaba celosa de los forasteros porque tenía miedo de que le robaran sus señoritas, por eso mi abuela iba a verlas cuando la criada se marchaba al mercado. Los muebles eran pobres, menos algunos que indicaban ciertos esplendores pasados, las sillas con la tapicería estropeada y las esteras agujereadas; vivían con estrechez desde que el padre, al quedarse viudo, había despilfarrado casi todo el patrimonio, jugando a cartas. Habían tenido que vender parte del caserón y muchos muebles, quedándoles solamente aquella vivienda repleta de cachivaches. Al viudo una noche lo atropellaron, las malas lenguas dijeron que iba borracho. Su situación económica fue cada vez empeorando.  La menor al principio se pasaba toda la mañana en la cama gimiendo por las desgracias, pero tuvo que espabilarse yendo a ver a abogados para gestionar las deudas que el padre había contraído con algunos acreedores y salir  a finales de mes a cobrar las pocas rentas que les proporcionaban los alquileres de algunas tiendas y almacenes. La criada le organizaba las citas y a veces la acompañaba, sugeriéndole cómo debía actuar,  viendo que ésa no tenía agallas para  luchar y hacerse valer. La menor además era   lunática y un poco latosa, solo sabía hablar de las grandezas de sus antepasados, su tema preferido era alabar la belleza y el esplendor de la tumba de  familia. La mayor platicaba poco, pero cuando en verano por la noche  sacaban las sillas al balcón, se divertía escuchando a su hermana y a la criada, imitando a los abogados gandules o a los inquilinos que no querían pagar.
 
- ¡ Vaya trío de mujeres! Dijo Flavia.
- Las tres perdieron la razón, pero lograron vivir cada  cual en su mundo y a su manera, recordando tiempos pasados y antiguas glorias. Hasta que la criada enfermó y el equilibrio se quebró. Mi abuela nos decía que en pocas semanas murieron las tres.
Llegó el camarero con cuatro porciones de torta al testo y strangozzi, mientras saboreaban aquellas delicias la conversación torció hacia otros temas, sin embargo Flavia aquella noche antes de dormirse no dejó de pensar en las tres mujeres.
Al día siguiente prepararon mochilas para irse de excursión a los prados floridos de Castelluccio. Cogieron el coche y sin prisas se fueron parando en cada pueblo, para visitarlo. Almorzaron en una zona de montes verdes, con lomos suaves, donde había un restaurante especializado en trufas y fue allí donde supieron, por el dueño del establecimiento, que la carretera para Castelluccio aún estaba cerrada, a causa del terremoto que unos meses atrás había provocado el derrumbe de pueblos enteros.
- Iremos a Norcia dijo el marido de Francesca quien conocía bien la zona.
- Vale. Dijeron todos.
Compraron salchichones y quesos típicos en una de las antiguas charcuterías de la ciudad, que poco a poco iban reabriendo, después de la inesperada sacudida violenta de la corteza terrestre. La mayor parte de los edificios no eran aptos para vivir y la gente se las arreglaba como podía en caravanas o pequeñas viviendas prefabricadas.
Les impresionó ver casas agrietadas, la iglesia mayor derrumbada y montones de escombros que cubrían largos tramos de algunas calles, por las que aún no se podía pasar. Por la noche no  pararon de hablar de aquella tierra terremoteada.
Al día siguiendo decidieron quedarse en Assisi, pero evitaron los lugares turísticos; fueron paseando por la zona del anfiteatro romano, en cuyo interior en la época medieval habían construido algunos edificios, luego fueron descendiendo hacia el cementerio monumental.
Francesca les dijo que quería ir a llevar flores a la tumba de sus tíos. Le costó mucho encontrar los nichos, pero después de dar algunas vueltas dio con ellos. Mientras ponía las flores en los floreros laterales, les contó a Flavia y a su marido, que su tía Bruna, quien en realidad se llamaba Elisa,  siempre había estado muy delicada de salud, la única hija que tuvo también sufría de nervios. En cambio su tío era un señor muy activo y siempre había sido muy cariñoso con ella.
- Me gustaría volver a ver la tumba de mi bisabuela, donde también están enterradas las  tres mujeres de las que anoche os hablé.
- ¿La tumba de tus abuelos y la de tus padres  están en otro camposanto? Le preguntó Flavia.
- Si, sepultamos a mis padres y a mis abuelos en Ancona, donde en los años treinta se mudó toda la familia, a raíz de que el abuelo había ganado oposiciones de catedrático en el Instituto Politécnico, siendo como era ingeniero de caminos. Es allí donde mis padres se conocieron y donde nacimos mi hermano y yo.
- Ahora lo entiendo, dijo Falvia.
- Recuerdo que de pequeña cuando iba a pasar los veranos a Assisi, en una casita con jardín a los pies de la ciudad, cada dos por tres acompañaba a mi abuela al cementerio, para llevar flores a la tumba de sus antepasados, que debe de estar  en la parte más antigua, dijo Francesca.
- Subamos la cuesta por el camino principal, allí veo que sobresalen la cúpula de una capilla y los techos de algunos mausoleos, propuso el marido de Flavia.
- Se apedillaban Ceccarani, dijo Francesca.
Todos nos dirigimos hacia la parte alta y nos pusimos a buscar la tumba de la familia Ceccarani. Al cabo de media hora, cuando ya habíamos perdido toda esperanza, Francesca gritó:
- Ahí está. Es ésa, la de la derecha.
Vimos un amasijo de piedras gastadas, las columnas estaban quebradas, pero en la lápida aún podía leerse: Familia Ceccarani. Las fechas y los nombres de las personas enterradas allí estaban completamente borrados.
- Creo que  en los años cincuenta fueron sepultadas las primas de mi abuela y  su criada, a quien los demás familiares no la querían  de ninguna manera, pero insistieron tanto las solteronas que lo consiguieron, luego nadie más fue enterrado allí. Dijo Francesca un poco pensativa.
Depositó  un ramillete de flores, que  se había guardado, en una de las grietas de la losa de mármol grisácea, que la intemperie y el descuido había ido consumiendo.
Mientras volvían a casa Flavia traía a la mente las tres mujeres  enterradas juntas. Un voz que venía del balcón le sacó de sus pensamientos.
- Apresuraros, la mesa está lista, les gritaba el marido de Francesca, quien se había ido antes a casa para preparar la comida, pues a él le encantaba cocinar.
Mientras devoraban un plato de penne all'arrabbiatta, que por cierto le había salido al cocinero delicioso, iban bebiendo vino rosado frío y haciendo tertulia; al principio le contaron la historia de la tumba abandonada y luego, ya de sobremesa, la conversación se desvió hacia temas más cotidianos: que si el trabajo, la situación política del país, la rutina de la pareja, los hijos ventiañeros, los achaques, etc.
Echaron una siesta breve. Después  lavaron los platos,  limpiaron el cuarto de baño,  pasaron el aspirador y  arreglaron el piso. Al final cada uno recogió sus cosas y las puso en la maleta. Mientras cerraban las ventanas y la puerta de la casa, Flavia pensó en que aquellos días transcurridos en aquella casa le habían cundido de verdad, pues  se  había estado muy a gusto con sus amigos  y  había sabido de las tres mujeres del siglo pasado, quienes, a pesar de las desgracias acaecidas, se iban ayudando para que su vida  fuera más llevadera.
Ya en el coche, sentada en el asiento de atrás, a pesar de que el aire acondicionada estuviera conectado, notaba un bochorno raro, por eso  quizás se le fueran cerrando los ojos;  se despertó de pronto y recordó una imagen de su sueño: tres mujeres en el balcón, refrescándose con jarros y cántaros de aqua fresca.



Nessun commento:

Posta un commento