domenica 14 febbraio 2016

Anécdotas












Calenturas
Era un viernes por la tarde, había poca gente en la peluquería. Mientras el más joven de los dos peluqueros me estaba cortando el pelo oí la voz chillona de una señora, quien acababa de entrar y que decía demostrando enfado:
- ¡Qué bochorno! Tengo mucho calor, sea dentro de casa que fuera por la calle.
Luego siguió quejándose:
- En este salón el aire es tan caliente que no logro respirar.
Lo repitió enfáticamente y moviendo sus anchas caderas. Luego se paró en frente del otro peluquero y le dijo, tocándose su  cabellera negra como el azabache, demasiado larga para su edad.
- Dime, Giuseppe  ¿dónde puedo encontrar un poco de frescura? No aguanto más ese suplicio.
Creo que en aquel momento todos pensamos que la señora  cascarrabias era muy rara, pues tenía demasiado calor en pleno invierno y no podía ser  debido a la menopausea,  ya que tenía unos setenta años.  Era sin duda una  pesada, por lo tanto se merecería un escarmiento; sin embargo nadie se podía imaginar lo que iba a decir Giuseppe:
- El  lugar en el que Usted estaría más fresca es el cementerio.
El salón se quedó silencioso por algunos segundos, cesó el ruido de los secadores de mano, las lacas dejaron de silbar, los peluqueros posaron en la cesta los peines, las tijeras y los cepillos. La chica de la manicura dejó encima de la mesita el frasco de pinta uñas y la que lavaba el pelo levantó sus manos enjabonadas. La muchacha peliroja, dejó su revista y movió un poco su cabeza llena de rulos. Una señora, a quien le estaban tiñendo de rubio, se rascó la cabeza y enseguida se secó sus manos con la toalla blanca que le cubría la espalda. Todo el mundo estaba al tanto de lo que iba a suceder.
En realidad no pasó nada, pues al cabo de algunos segundos la señora  de las calenturas refunfuñó:
- Ni se te ocurra, Giuseppe, yo no quiero saber nada de cementerios, siento terror sólo pronunciando la palabra. Ni siquiera voy a llevar flores a mis difuntos el día de los muertos. No me hables nunca más de camposantos.
Se fue hacia la puerta abanicándose y antes de salir, como si  no hubiera ocurrido nada, dijo:
- Guardadme tanda para mañana a la misma hora de siempre.

Vado permanente
Tenía que ir a la oficina del ayuntamiento a arreglar el lío que teníamos con el vado permanente de nuestro garaje. Lo habíamos comprado hacía pocos años, sin embargo no nos habíamos entendido con los antiguos dueños y los pagos seguían llegándoles a ellos; por consiguiente tenía que firmar unos papeles para cambiar la propiedad.
Era una oficina muy rara,  debía de haber sido una vivienda, pues entrando había un pasillo central, a los lados varias oficinas que debían de ser las antiguas habitaciones, en el fondo un cuarto más grande en donde tenía que ir yo. Había dos empleadas de unos cincuenta años en el despacho donde entré, sus caras tristes y las dos mesas repletas de papeles desordenados emanaban descuido.
- Seguro que se aburren y no les gusta nada su empleo, pensé.
Tuve que salir para ir al estanco  a comprar sellos, crucé por un barrio que no conocía y lentamente volví a la oficina pensando en las empleadas aburridas.
La más robusta,  la que me atendió, iba vestida de estar por casa, con un chándal gris y zapatillas de gimnasia, la otra llevaba una chaqueta de lana con pantalones vaqueros.
Nuestra conversación fue a parar al uso que hacíamos del garaje, que si la moto, que si el coche, que si la lavadora y la ropa tendida, que si las bicicletas.
Nació espontáneamente una conversación muy amena, las secretarias empezaron a sonreír. Quizás yo había sido su única distracción en aquella mañana lluviosa y por consiguiente desierta.
Entró otra empleada a buscar unos papeles, sin embrago se demoró en el despacho escuchando nuestra tertulia. Luego se sentó encima de una mesa del fondo y las cuatro, empezamos a hablar de sendos hijos ventiañeros y de los problemas de los jóvenes que no encontraban trabajo en el país.
Luego la flaca me preguntó:
- ¿Por lo que he entendido Usted tiende la ropa en el garaje? ¡Qué complicado que lo tiene!
- Si, cada día bajo la colada, cruzo la calle y la llevo al garaje, que está en otro edificio. Les decía yo divertida.
- ¡Qué locura! Mira que tener que salir de casa para tender la ropa, dijo la flaca riendo. 
La de la sudadera gris y la que había entrado por último también  empezaron a reír.
La oficina se animó, parecía otra. Nuestra charla había roto la rutina de aquel despacho. Salí contenta, pues había arreglado la dichosa historia del vado permanente y reído a gusto con aquellas mujeres. 






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