Fuimos juntos a comprar un coche nuevo. Fue un milagro que nos reuniéramos todos, pues nuestra hija vive en el extranjero y nuestro hijo no para nunca por casa.
El vendedor, bien trajeado, me repetía con voz amable :
El vendedor, bien trajeado, me repetía con voz amable :
-
Pruébelo señora, súbase y póngalo en marcha. Verá que va como
una seda.
Insistía
conmigo, pues veía que yo era la única que no estaba decidida del todo.
Los hombres de casa, ya habían ido a probarlo la semana anterior y
estaban entusiasmados. A nuestra hija le encantaba, por lo tanto yo
tenía que dar mi parecer. Todos esperaban el veredicto final.
Sentí
emociones antiguas, volvieron a mí imágenes, olores y sensaciones
olvidadas: primero veo a mi abuelo que se presenta por la puerta
trasera de nuestra casa con un coche gris de segunda mano y mi
padre que lo rehúsa, unos días después mi padre entrando en el
patio de casa, con un automóvil amarillo, novísimo.
Después
siguieron otros coches, pues cada quince años o más, hasta que no tiraban, mi padre los renovaba, nuestra historia
familiar se podía resumir así: la época del coche amarillo, la
del verde y por último la del beige. El
verde quizás es el que recuerdo más, me gustaba la pegatina
en el cristal posterior que decía el coche del año.
Mientras
pensaba en aquellos vehículos que desde hacía muchos años yacían en el cementerio de
cacharras, sentía un ligero malestar al
tener que desprenderme de nuestro coche, pero luego
animándome me decía:
-
Es muy viejo, hay que cambiarlo.
Hacía
casi trece años que lo teníamos, pero no estaba deslucido, ya que lo
habíamos cuidado mucho. Nunca habíamos fallado las revisiones
anuales y antes de emprender un viaje pasábamos por el taller
mecánico. Sin embargo a lo largo de los dos últimos años la chapa
había envejecido de golpe, se había ido arrugando como la piel de un
nonagenario. Había dos choques en la parte delantera, la
puerta derecha estaba un poco rallada, el limpia cristales
posterior blincado, el intermitente izquierdo estropeado y sobre todo
el color azul marino de los primeros tiempos había perdido su
brillantez, el pobre cada día estaba más mustio. A pesar de todo
yo estaba muy encariñada con aquel vehículo.
El
día que fuimos a verlo no me gustó del todo, me parecía enorme, como una furgoneta. Nos quedamos el modelo que estaba en el
escaparate, a pesar de que el color no fuera de nuestro agrado, nos hubiera gustado granate metalizado, pero
no queríamos esperar dos meses a que llegara. Nos habíamos
dado cuenta de que el que teníamos en aquel entonces era demasiado
pequeño para nosotros y nuestros hijos, quienes en aquella época
tenían unos diez y doce años e iban creciendo muy deprisa, por lo tanto lo cambiamos a pesar de que aún fuera la mar de nuevo. Lo dejamos en la
concesionaria y recogimos el azul un día por la tarde. A la vuelta condujo mi marido y lo aparcó cerca de
casa.
Normalmente íbamos al trabajo en bicicleta, pero cuando
hacía mal tiempo o teníamos que hacer recados en otro barrio
cogíamos el coche. Al día siguiente, lo estrené para ir a trabajar, pues llovía y pensé que luego podría ir al supermercado.
Le
comenté a mi hija que podía llevarla al
colegio. Las dos, con sendas mochilas cargadas de libros, nos dirigimos
hacia el aparcamiento.
Me
senté delante del volante, mis piernas empezaron a temblar y le sussurré a mi hija:
-
Me pasa algo raro, me siento perdida en ese cobijo de lata
demasiado alto, largo y ancho.
Ella
reía y me decía:
-
No exageres, mamá.
Me
espabilé y lo puse en marcha.
Enseguida
me acostumbré y me adapté a su forma y dimensiones.
Con él hicimos largos itinerarios por Europa con dos tiendas de campaña a
cuestas. En uno de los primeros viajes, recuerdo que nos paramos en
el área de servicio de una autopista francesa y mientras comíamos
unos bocadillos vimos unas golondrinas.
Los
niños estaban entusiasmados. Mirábamos sin cesar aquellos pájaros
negros.
A
mi marido también se le veía muy contento. De pronto se levantó y
se fue hacia una pared de cristales, que servía para proteger y
aislar el ruido de la carretera. Era una bandada de majestuosos
pájaros, algunos eran grandes, otros medianos y tres o cuatro
pequeños.
Desenganchó un pajarito del borde de la pared acristalada, luego lo pegó
en el cristal de la parte trasera de nuestro coche. Desde aquel día
la golondrina nos ha acompañado a lo largo de todos nuestros
traslados.
Creo que voy a añorar un poco el coche azul, sin embargo estoy contenta de nuestra decisión porque va a empezar para nosotros una nueva época,
la del coche blanco.