lunedì 27 luglio 2015

Taps



Una mañana, cambiando las sábanas de la cama de mi hijo, vi en su mesita de noche unos tapones para las orejas. Pensé dos cosas: la primera que él no conseguía dormir, a causa del ruido  de afuera, pues dejaba la ventana abierta de par en par, para aliviar  el bochorno de aquel verano; la segunda que mi hijo me recordaba a mi padre en muchas cosas.
En la mesita de noche de mi padre había siempre, unas monedas, un palillo, un pañuelo de algodón blanco con unas rayas finas en los bordes, un vaso de agua, dos o tres páginas dobladas del periódico del día anterior, un estuche con sus gafas y una cajita con  dos tapones para los oídos.
A mi padre  le gustaba trasnochar sentado en el viejo sofá, mirando algún que otro programa de televisión: le interesaba el telediario, esperaba con impaciencia al hombre del tiempo y  le entusiasmaban los  debates políticos, al final hacia  medianoche  se distraía con concursos de baile.
No se dejaba escapar jamás las noticias de las nueve, pero durante los últimos años, tenía la manía de escucharlas de nuevo y de nuevo, junto a las previsiones meteorológicas, en los canales que las repetían sin cesar, hora tras hora.
La habitación de mis padres tenía dos grandes ventanales que se asomaban a un balcón. Por la calle, donde estaba ubicada nuestra casa, en verano a menudo, pasaban turistas o jóvenes de pueblo haciendo bullicio. Por eso entraban por las ventanas ruidos y voces. Durante los días laborables de verano mi padre tenía que madrugar, para ir a trabajar; era esa época en la que a él le costaba más dormirse, por eso para descansar unas pocas horas, se ponía tapones en las orejas.
Sin embrago,  con el pasar de los años, se tomaba también cada noche media pastilla de somnífero y si no conseguía dormirse tomaba media más. Antes de acostarse preparaba los tapones y los trocitos de pastilla, que depositaba en el cajón de la mesita de noche, por si acaso le caía encima una noche insomne.
Me senté en la cama de mi hijo y descubrí en un anaquel, el reloj de mi padre, era moderno, de acero inoxidable. A su muerte él había querido  quedárselo.
Me lo puse y sentí el contacto frío del metal  en mi piel, quizás era el mismo que experimentaba mi padre cada mañana, cuando a los noventa años, se quedó viudo y tenía que esforzarse para levantarse. Sabía que le quedaban pocos días, meses o quizás, con suerte, algún año de vida. Ya no tenía muchas ganas de seguir luchando, sin embargo lo hacía y se enfrentaba al nuevo día,    tomándose, antes de desayunar, una  píldora para  la circulación, cosa que  a él no  le acababa de convencer.
-  Hem de prendre els medicaments amb moderació, doncs per  una part poden curar-nos i per una altra matar-nos, me decía, cada dos por tres, mi padre.
Dejé el reloj en su sitio, seguí arreglando la casa. Aquel día no trabajaba y me demoré en tareas que no suelo hacer, por falta de tiempo.
Puse  dos pares de zapatos de mi hijo, que estaban desparramados por el suelo de su cuarto, en los cajones del mueble zapatero, que tenemos en el pasillo y dentro de uno de ellos encontré sus plantillas.
Hacía dos años que había ido a un especialista, porque decía que le dolían los pies. En aquel entonces había acabado los estudios superiores y hacía de camarero, por lo que pasaba muchas horas de pie. Descubrió que tenía los pies planos, como mi padre.
Después de la limpieza, aquel día me sentía bien porque todas las cosas iban encajando, cada una tenía su lugar, como lo había tenido en este mundo mi padre, quien era una buena persona y como la tenía su nieto, que en eso también se le parecía.
- ¡Cuántas cosa había heredado mi hijo de su abuelo!




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