lunedì 3 novembre 2014

La habitación del hospital de Padova





Al día  siguiente de la ecografía fuimos al ambulatorio.
La doctora, tras leer el contenido del sobre blanco que yo deposité en sus manos, me visitó y nos confirmó que el feto, de casi ocho meses, sufría una grave patología al corazón.
Nos aconsejó que fuéramos directamente al hospital.
En aquel momento saqué mi dolor y mi tozudez diciendo:
- Yo no me muevo de casa, pase lo que pase. Hoy es el día de mi cumpleaños. Cumplo treinta y uno, no me pueden ingresar precisamente hoy.
- No se preocupe señora, esta tarde ya no le pueden hacer nada, vaya mañana temprano. Me dijo la ginecóloga apenada por mí.
Salimos del ambulatorio más tristes de lo que habíamos entrado, pues reponíamos una  esperanza remota en la doctora.
Decidimos distraernos e ir a un restaurante con una pareja de amigos, quienes durante aquella noche tan triste nos apoyaron  y mimaron.
Al amanecer llegamos al hospital, en seguida me ingresaron en el área de ginecología y me dieron una cama en una habitación con  dos pacientes más.
Eran mujeres bastante jóvenes: una un poco más que yo y la otra era casi una niña. Estaban muy nerviosas y su embarazo no era evidente.
Me despedí de U. decaída y asustada, pues ni él ni yo no sabíamos lo que iba a ocurrir a partir de aquel momento.
Al cabo de unas horas pasó un médico, quien me dijo que estaban analizando mi caso, que tuviera paciencia, pues al no estar ellos preparados para patologías pre-natales debían buscar otro hospital y no era tan fácil. Por suerte había llevado conmigo un libro.
Me puse cerca de la ventana intentando encontrar sosiego en la lectura. Mientras tanto llegaron unas enfermeras con una camilla y se llevaron a las chicas de mi habitación. Otras auxiliares me trajeron la comida.
Cuando las  embarazadas volvieron al cuarto lloriqueaban, pero la chica joven parecía la más desesperada, me acerqué  a ella para consolarla.
Me contó que había sido espantoso, que no hubiera querido abortar, pero que se había visto obligada,  pues su novio no quería saber nada del niño  y  que todavía no se lo había dicho a sus padres, que en aquel momento estaban de vacaciones, mientras que ella se había quedado en la ciudad para preparar exámenes. Tras esas palabras sentí dos lágrimas que iban resbalando por mi mejilla.
Al oír una voz conocida detrás de mí me espabilé y me sentí más segura. Era U. que me buscaba impaciente. Mientras nos abrazábamos me dijo:
- Un especialista de esta planta me ha comunicado que hay una clínica en Padova, en la que pueden operar el corazón de nuestro hijo.
Era la única esperanza que teníamos y a ella nos agarramos.
Creo que estuve en el hospital de nuestra ciudad un par de días, pero no tengo ni idea de cómo trancurrí el largo tiempo de espera, sin embargo recuerdo que unos amigos y luego unos parientes de U. vinieron a verme para animarme. Con ellos estuve distraída y a gusto. Me sentía bien con las personas que me demostraban cariño, ero lo único que nos daban consuelo.
Una mañana me llevaron a Padova en ambulancia.
El Hospital era muy antiguo y por consiguiente las habitaciones amplias. Había ocho camas en cada cuarto y cada una de las mujeres llevaba a cuestas un embarazo difícil. Debían guardar cama muchas semanas. El tiempo no se contaba, ni por días, ni por meses, sino por semanas.
Algunas conocían bien el ambiente, pues no era la primera vez que lo pisaban. Una de ellas más tarde me dijo que aquel era su quinto embarazo con riesgo de aborto inminente y que ya  había perdido cuatro bebés.
Casi todas se  encontraban mal y se quejaban y no era para menos. Además hacía un calor infernal. Yo, como ellas, me sentía prisionera en aquel hospital. Muchas tenían esperanzas de que, guardando cama, su bebé habría nacido sano, en cambio yo estaba angustiada porque llevaba encarcelado a un ser que tenía pocas probabilidades de llegar  sano al mundo.
-¿Habría aguantado todo eso el pobre niño? ¿Y yo, habría soportado aquella pena? Eso me preguntaba mientras intentaba leer, sentada en un rincón de la habitación.
Poco a poco me familiaricé con las chicas, quienes cada día me iban contando sus aventuras ginecológicas.
Aprendí cuáles eran los síntomas de un embarazo de riesgo, cuáles eran los análisis, las pruebas y los exámenes de sangre y de orina para detectar anomalías fetales, cuáles eran los tratamientos oportunos y sobre todo descubrí que mi hijo se movía poco respecto a un feto sano.
Los movimientos de mi niño eran muy suaves, casi como cosquillas, quizás por eso en aquellos ocho meses jámas había tenido las molestias, de las que me hablaban las chicas, ni mareos, ni hipertensión, ni hinchazones en los pies, ni dolores cabeza, ni cansancio e insomnia. Al contrario desde el principio del embarazo dormía la siesta y por las noches descansaba de maravilla.
A menudo cuando iba al cuarto de baño, me miraba al espejo de cara y de perfil, luego me remangaba el camisón acariciándome los pechos y la barriga. En aquellos momentos recordaba las manos de U. cuando me tocaban los pezones erectos durante nuestros experimentos eróticos, sin embargo aquellos instantes placenteros duraban poco, pues en seguida caía en la cuenta de que tenía que hacer frente a una situación muy dolorosa y me echaba a llorar
En aquellos días me hicieron muchos análisis y ecografías.
Recuerdo sobre todo a un ecografista y a su ayudante que, mientras me inspeccionaban, hacían comentarios en voz baja, sin embargo lo suficiente alta para que yo les pudiera oír.
- ¿Ves este riñón atrofiado? ¡ Y el otro en herradura! ¡Qué raro! La cardiopatía parecía típica de la trisomía 21, sin embargo ahora, descubriendo esos riñones, pienso que podría tratarse de la síndrome de Edwards.
- Por favor díganme lo que pasa ¿Qué anomalías conlleva exactamente la  Trisomía 21 y la  Síndrome de no sé qué? Les pregunté con tanta ansiedad que casi no logré terminar la última frase.
- No se preocupe señora, todavía no estamos seguros de nada. Se lo va a comunicar mañana el doctor Gardin.
Menos mal que aún no existía Internet y no pude consultar el significado   de aquellas   síndromes. Sospechaba que algo  grave tenía  nuestro hijo, pero no tanto como lo que luego íbamos a descubrir.

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