mercoledì 24 luglio 2013

Tre r(u)ote




Aquellas vacaciones de verano empezaban de una forma muy rara. Habíamos planeado ir dos semanas, con mi cuñado y su mujer, a dar una vuelta en furgoneta-caravan por el norte de Europa.
- En julio no puedo ir más de una semana de vacaciones. Me dijo mi marido una noche mientras cenábamos.
- Eso quiere decir que no vamos a irnos de viaje. Le contesté yo.
- En una semana no podemos recorrer el norte de Europa, sin embargo podemos ir  unos días a la playa. ¿Te gustaría volver a la Isla d'Elba? 
- Me parece maravilloso lo que propones. Le dije  convencida pues yo en aquella época había trabajado trabajo y también necesitaba descanso.
Llamé a una amiga que había nacido en la isla, quien por consiguiente tenía muchos contactos, para decirle que deseábamos alquilar un apartamento en Río Marina.
Mi amiga logró encontrarnos un piso a un precio muy bueno, por ser su tía la dueña. Era antiguo y estaba en el centro del pueblo, no muy lejos del puerto. Era ideal para nosotros.
Decidimos dejar el coche en Piombino, el puerto desde donde salen los barcos para la Isla d'Elba, porque habíamos traído dos bicicletas, y por lo tanto el coche no lo íbamos a utilizar para nada.
Sentada en el barco, que avanzaba lentamente hacia Río Marina, iba inmaginándome a mí misma pedaleando a través de la costa rocosa por el camino que conducía a una serie de calas. En la más bonita, llamada Luisi d'Angelo, había una playa pequeña con el agua transparente, donde los padres de mi amiga, tenían en lo alto una casita, desde donde se divisaba un panorama estupendo.
Llegamos al puerto hacia las doce del mediodía. Nos estaba esperando nuestra amiga para entregarnos las llaves del piso.
Después de habernos instalado, la amiga nos invitó a comer en la terraza panorámica de la casa de su familia y no dejó que cogiéramos las bicicletas, diciéndonos que hacía demasiado calor y que ella nos llevaría en coche.
Me dolía un poco el brazo desde la noche anterior, pero no le dí mucha importancia y pensé que era un ligero esguince muscular, debido al hecho de haber subido y bajando maletas.
Fue maravilloso bañarse aquella tarde en el mar que tanto había soñado. Por la noche nos despedimos de nuestra amiga y fuimos a un restaurante del puerto. Mientras comíamos recordamos con deleite las temporadas que habíamos pasado en aquella isla cuando nuestros hijos eran pequeños, luego paseamos por el pueblo. En fin transcurrimos una velada muy agradable.
Cada vez que habíamos entrado y salido del edificio, donde en primer piso estaba ubicado nuestro apartamento, veíamos al inquilino de la planta baja. Era un viejecito enclenque, su piel era morena pero casi tirando a amarilla, sus piernas flacas y torcidas le daban un aire cómico. Su boca desdentada chupaba con mucha afición cigarrillos sin filtro. Llevaba siempre una camiseta de tirantes blanca o más bien grisácea, con unos pantalones cortos y unas chancletas de playa. Su cabeza redonda era casi calva, sus pocos cabellos eran amarillentos màs que blancos y le caían a los lados formando una melenita. Su mirada era esquiva pues al vernos pasar dirigía sus ojos hacia la pantalla de la tele o al plato cuando estaba sentado en la mesa.
Era un hombre muy huraño, sin embargo siempre dejaba  abierta la puerta de su pequeño apartamento. Todo su ser era huidizo y nunca nos contestaba cuando lo saludábamos. Era muy raro.
Aquella noche al abrir el portal y luego cruzando el pasillo me fijé de nuevo en el viejecito de la plata baja. Vi que nos estaba espiando de reojo y que su boca dibujaba una sonrisa un poco sarcástica.
Estábamos tan cansados que nos acostamos antes de medianoche. Cogí de la mesita de noche el libro que estaba leyendo, Anna Karenina, con la intención de leer un buen rato. Sin embargo después de haber doblado tres páginas se mezclaron en mi cabeza la imagen del viejo huraño y la de Nikolaj, el hermano enfermo de Levin, uno de los protagonistas de la novela. Me dormí y dejé caer lentamente el libro a mi lado. Sin embargo me desperté al cabo de una hora con un dolor fuerte en el hombro.
Me levanté e intenté calmarme diciéndome que seguro que me pasaría. Pero el tormento era cada vez más intenso. No lograba apoyar el brazo. No pegué ojo en toda la noche.  Mi marido tampoco durmió pues intentaba animarme y me ayudaba para que pudiera cambiar de posición. Pasaba continuamente de la cama al sofá, luego al sillón y de nuevo al lecho.  Fue una de las noches más largas y dolorosas de mi vida.
Estaba asustada, no sabía que hacer para aliviar el dolor atroz, pues no tenía ningún calmante en casa. No conseguía mover el brazo izquierdo era como si me hubiera roto un hueso.
- Si no he caído no puedo tener ninguna fractura ¿Por qué me duele tanto? Me preguntaba continuamente.
- Mañana, lo antes posible tengo que ir al médico para que me dé un remedio, me dije.
La doctora del pueblo, me diagnosticó una Periartritis, me recetó un analgésico y me dijo que no moviera demasiado el brazo. Me aconsejó que no fuera a la playa por un par de días.
El día siguiente lo pasamos paseando por el puerto, leyendo, escribiendo y sobre todo descansando.
Hacía años que no dormía una siesta tan plácida, quizás aquella periartritis no era tan mala como me imaginaba.
Por la noche fuimos a cenar a casa de los padres de nuestra amiga. También estaba su tía y luego llegaron dos viudas que en verano pasaban solas largas temporadas en unas casitas cercanas. Mi marido preparó una riquísima cena para todos: spaghetti con una salsa a base de ajo, alcaparras, anchoas y tomates y una tortilla de patatas. A pesar de que la edad media de los comensales fuera de unos ochenta años fue una cena placentera con conversaciones muy amenas.
Mientras contemplábamos el mar, comiendo los postres, me acordé de nuestro vecino
- ¿Qué se sabe del hombre que tiene siempre la puerta abierta de casa y que no saluda a nadie? Le pregunté a la tía de mi amiga.
 - Es una historia muy larga. Si quieres te la puedo contar.
La señora empezó diciendo que nuestro vecino ya desde joven había sido un personaje muy raro. Lo llamaban tre rote1 porque su padre era cojo y llevaba siempre un bastón. Ahora tre rote estaba jubilado y nunca se había casado. Solo tenía una hermana que hacía muchos años que se había  mudado con su marido a la zona más turística de la isla para abrir una pizzeria. Cada dos por tres volvía a Río Marina. Sin embargo hacía mucho tiempo que nadie sabía nada de ella, decían que los hermanos, después de la muerte de su padre, se habían peleado y que ella había jurado no volver a pisar el pueblo.
Tre rote todo el día miraba culebrones en la televisión porque estaba muy solo y sobre todo porque le encantaba enterase de la vida de los demás, ya que la suya era muy árida. En realidad era un gran fisgón por eso siempre dejaba abierta la puerta de su vivienda, para poder ver a la gente que subía y bajaba por las escaleras.
Se escondía o hacía ver que no miraba a nadie, porque a él lo que le gustaba era espiar.
Durante muchos años había vivido en frente del pequeño supermercado del pueblo y solía pasar todo el día en la zona de los carritos para poder observar a la gente. Necesitaba saber quien entraba y quien salía de la tienda y más que nada le encantaba escuchar los comentarios de las mujeres.
A veces alguien le daba algunas monedas, pues creía que era uno de los ambulantes que se ganaban un poco de calderilla poniendo bien los carritos. Entonces Tre rote se enfurecía y sacaba su carácter fuerte, diciendo.
- ¿Por quién me ha tomado Usted?
Había pasado muchos años trabajando en las minas. Él, como su padre, desde muy joven cada amanecer entraba en aquellas cuevas de ematite y solo salía al cabo de muchas horas, cuando el cielo estaba casi tan negro como los minerales que allí se explotaban.
En la plaza principal había una taberna, cuya parte de atrás comunicaba con un cuartucho que hacía de tienda de ultramarinos. Los mineros antes de irse a casa a cenar solían pasar por la taberna, Tre rote en cambio se sentaba en la tienda y miraba entrar y salir a las mujeres atareadas, quienes  se movían deprisa con sus canastos todavía vacíos. Algunas compraban un poco de arroz y azafrán, otras un trocito bacalao o una sardina arenque.  Las mujeres se ocupaban, de los hijos, de las faenas del campo y de los animales , por consiguiente se apañaban con poca cosa para guisar. Casi siempre  compraban lo mismo.
Sentado cerca del mostrador, observándolas, a Tre rote le gustaba imaginarse la vida de cada una de ellas.
Ya era muy de noche cuando regresaba lentamente hacia su casucha, donde el padre, quien dejó de ir a la mina después del accidente en el que casi perdió la pierna, estaba terminando de cenar. Padre e hija  cenaban  antes de que él llegara, pero le dejaban siempre un potaje u otro manjar recalentado.
Cuando le ocurrió  al padre  la desgracia, él aún no había superado la muerte repentina de la madre, a pesar de que hubieran pasado algunos años, quizás por eso había decidido  huir de su vida.
Encerrado en la mina, le pasaban los años y notaba que cada día se sentía más cansado y le costaba respirar, sin embargo aguantaba porque sabía que al salir de la gruta iría a la tienda y se sentaría un rato en su silla, entrando en otras vidas más llevaderas que la suya.
En el pueblo aún se acuerdan del día en que Tre rote se jubiló. Estaba tan contento que ofreció un vaso tras otro de vino a todos los parroquianos de la taberna. Mientras los hombres bebían no paraban de charlar, sin embargo Tre rote seguía callado como de costumbre, mirando a los que jugaban a cartas. Cuando el dueño anunció que era tarde y que  iba a cerrar él se levantó de la silla,  se encendió un pitillo y dijo:
-  Desde mañana  voy a ociar.
 Al día siguiente, muy temprano, con una cara un poco desmejorada por la resaca, se sentó en la entrada de la tienda de ultramarinos y allí pasó largas horas. De esta manera trascurrieron  uno tras otro sus días; hasta que abrieron en la parte nueva del pueblo un pequeño supermercado y por consiguiente cerraron la tienda de la taberna.
Tre rote, alquiló un piso que lindaba con el nuevo supermercado. Se le veía cada día en la acera sentado en una silla, que había sacado de casa, con un cigarrillo en la boca y su mirada fija hacia los carritos.
La tía de mi amiga concluyó diciendo que Tre rote nunca había tenido muchos amigos, sin embargo desde el día en que que lo desahuciaron del apartamento cercano al supermercado, se volvió un hombre todavía más solitario. Con la pensión tan baja que cobraba  pudo permitirse sólo una  planta baja cerca del puerto.
Salía sólo de su  vivienda para ir a comprar cigarrillos, un poco de pescado y una barra de pan. A veces se paraba en un bar y tomaba un carajillo. El supermercado le quedaba un poco lejos y no tenía ánimos ni fuerzas para ir andando, por lo tanto la única posibilidad que tenía de entrar en la vida de los demás era dejar la puerta abierta de su casa. En el edificio había cuatro pisos, con dos viviendas en cada uno.
- Al menos podré espiar a ocho familias, se decía.
Desde que me dolía el hombro, todos me trataban muy bien, sin embargo los padres y la tía de mi amiga además de mimarme me buscaban todos los remedios posibles para que no sufriera: infusiones de manzanilla, parches contra el dolor, hielo, jerseys de lana, aspirinas, bolitas de árnica, etc. Cada uno tenía su remedio.
No sé si fueron los cuidados recibidos o el medicamento que tomé lo que me alivió un poco el dolor.
La segunda noche me desperté a las tres y media de la madrugada contenta porque había podido dormir unas cuantas horas.
Me levanté y me senté en el sofá del salón. Estaba apaciguada con el mundo y lograba saborear el bienestar de aquella noche silenciosa.
La semana pasó volando y los últimos días pude bañarme en la calita que tanto me gustaba.
El día en que nos marchamos, bajamos por las escaleras, primero las bicicletas, luego las bolsas y a continuación las maletas.
Tre rote seguía sentado impertérrito en su mesa.
Mientras bajábamos la última maleta llegó mi amiga. Se paró en la puerta de Tre rote, le dijo algunas palabras con dulzura y al final le dio recuerdos de parte de su tía.
La cara de aquel viejecito cambió. Sus facciones se volvieron más suaves y nos dijo con una voz ronca, como la de la mayor parte de los fumadores, pero quizás aún más cavernosa:
- ¡Buenos días! y ¡Buen viaje!
Sentada en el barco pensé que la dulzura y los mimos eran fundamentales para curar todos los males: Tre rote quizás no se iba a curar jamás de los suyos, sin embargo cuando nos despedimos tenía un semblante más plácido y positivo hacia el mundo exterior y por lo que a mí se refería, la periartritis casi había desaparecido tras  los cuidados que había recibido.

1Tres ruedas




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